—El problema es, querido, que sabes muy poco y pretendes demasiado.
—Sé que matarán a Miriam Latif… si a estas horas ya no está muerta.
—No lo sabes. Estás especulando. Ni siquiera estás seguro de que mañana no venga a la clínica.
—Entonces, ¿qué debo hacer?
—¿Qué harías si se tratase de una persona completamente distinta?
—Me enteraría mucho más tarde que los demás. La oficina del jefe de personal ya habría investigado su ausencia. Si ella no se presentase a una hora razonable, me pedirían que autorizara la designación de un sustituto. Probablemente les aconsejaría que se comunicasen con la policía y los funcionarios de inmigración, porque la clínica ha patrocinado la entrada de la joven y garantizado su empleo. Y después, el asunto ya no nos compete.
—Que es ni más ni menos lo que te dijo desde el principio tu hombre del Mossad.
—Pero, ¿no ves que…?
—¡No! No veo nada. No puedo ver un paso más allá de la rutina que acabas de esbozar. ¿A quién se lo dirás? ¿Al Papa? El está al tanto de la amenaza que pesa sobre su vida. Está informado de las medidas de seguridad. Consciente, por lo menos tácitamente, en que todo lo que pueda suceder es consecuencia de esas medidas. Si la muchacha es una terrorista, ella misma ya aceptó todos los riesgos de la misión para la que fue entrenada.
—Pero se trata precisamente de eso. —De pronto Salviati se irritó—. Toda la prueba contra ella es circunstancial. Parte de esa prueba es negativa, en el sentido de que en las listas del Mossad no apareció otro candidato más probable. De modo que se la condena y ejecuta sin juicio.
—¡Tal vez!
—Muy bien. ¡Tal vez!
—De nuevo: ¿qué puedes hacer al respecto, si el gobierno italiano renuncia a su autoridad legal en favor de la acción directa de los israelíes? Es lo que está sucediendo, ¿verdad?
—Y el Vaticano se apoya en el protocolo del Concordato. Los guardaespaldas del Papa pueden protegerle con la fuerza de las armas, si es necesario; pero el Vaticano no puede intervenir en la administración de justicia de la República.
—En ese caso, ¿por qué te golpeas la cabeza contra tu propio Muro de las Lamentaciones?
—Porque ya no estoy seguro de lo que soy o de quién es el destinatario de mi fidelidad. El Papa es mi paciente. Italia es mi país. Los israelíes son mi pueblo.
—¡Escucha, amor mío! —Tove Lundberg extendió la mano sobre la mesa y sujetó las de Salviati—. No aceptaré que me hables así. Recuerda lo que me dijiste cuando empecé a trabajar contigo. «La cirugía del corazón es un trabajo peligroso. Depende de una decisión libre, de la aceptación de los riesgos conocidos y expresados claramente entre el cirujano y el paciente. ¡No hay un camino de retirada si un factor desconocido inclina negativamente la balanza!» Por lo tanto, me parece que estás en la misma situación en el caso de Miriam Latif. Es probable que sea una asesina entrenada, a quien se le ordenó matar al Papa. Se ha adoptado una decisión: impedir que actúe sin provocar represalias. Pero en este caso la decisión fue adoptada por otros. No se cuestiona su identidad; más bien se confirma. Eres médico. Nada tienes que hacer en el lugar de la ejecución. ¡Mantente apartado de eso!
Sergio Salviati se desprendió del apretón de Tove y se puso de pie. Habló en un tono áspero e irritado.
—¡Y bien! ¡En Roma siempre ocurre lo mismo! Mi fiel consejera se ha convertido en jesuita. Seguramente se llevaría muy bien con Su Santidad.
Tove Lundberg permaneció largo rato en silencio, y después, con un formalismo extraño y distante, contestó a Salviati.
—Querido, hace mucho tiempo tú y yo hicimos un trato. No podíamos compartir nuestras historias personales o nuestras tradiciones. No lo intentaríamos. Nos amaríamos el uno al otro todo lo que fuese posible, todo el tiempo que pudiéramos, y cuando concluyese el amor mantendríamos siempre nuestra amistad. Sabes que no tengo inclinación ni talento para los juegos crueles. Sé que a veces tú los practicas, cuando te sientes frustrado y temeroso, pero siempre he creído que me respetabas demasiado para obíigarme a participar en eso… Pues bien, ahora me vuelvo a casa. Cuando nos encontremos por la mañana ojalá hayamos olvidado este momento desagradable.
Esa noche, el Pontífice permaneció hasta tarde conversando con Antón Drexel. Después de las sacudidas emocionales del día sentía la necesidad del discurso sereno y tranquilo con Drexel. La respuesta de Drexel a las objeciones formuladas contra la visita papal a la colonia fue típica del hombre.
—…Si causa problemas, olvidemos la idea. Se concibió la iniciativa como una terapia, no como un factor de tensión. Además, Su Santidad necesita aliados y no adversarios. Cuando se haya aquietado el escándalo y se atenúen los riesgos de un ataque contra su persona, como sucede siempre, podrá visitar a los niños. Incluso puede invitarlos a que le visiten…
—¿Y qué me dice, Antón, de sus propios planes referentes a mí? Mi educación con el fin de incorporar nuevos conceptos y nuevos criterios políticos.
Drexel se echó a reír, y era la risa de un hombre cómodo consigo mismo y con su jefe.
—Santidad, mis planes dependen de la acción del Espíritu. Con mis solas fuerzas, no podría lograr que usted cediese un milímetro. Además, su secretario de Estado tiene razón, como casi siempre. Soy demasiado viejo y todavía se me ve como al
Auslander
, de modo que no puedo cumplir la función de un auténtico centro de poder en la Curia. Fue así como Su Santidad ganó la batalla contra Jean Marie Barette. Reunió a los latinos contra los alemanes y los anglosajones. Yo no ensayaría dos veces la misma estrategia.
Ahora le tocó al Pontífice el turno de reír, un esfuerzo doloroso que le aportó escaso placer.
—Y bien, Antón, ¿cuál es su estrategia? ¿Y qué espera obtener de mí y a través de mí?
—Lo que según creo usted mismo espera: una revitalización de la Asamblea de los Fieles, un cambio en las actitudes que sancionan las leyes que son el principal obstáculo para la caridad.
—Es fácil decirlo, amigo mío. Lograrlo implicaría el trabajo de una vida… y ya he aprendido cuan breve y frágil puede ser la vida.
—Si está pensando en una serie de soluciones, elegir problemas uno por uno como si fuesen patos en una galería de tiro, en ese caso, por supuesto, tiene razón. Cada tema origina un nuevo debate, nuevas disputas y casuística. Finalmente, sobreviene la fatiga y la clase de desesperación insidiosa que nos ha agobiado desde el Concilio Vaticano II. El fuego de esperanza que Juan XXIII encendió se ha extinguido y ahora es un montón de cenizas grises. Los conservadores (usted mismo, Santidad, entre ellos) conquistaron una serie de victorias pírricas, y en todos los casos los fieles fueron los que perdieron.
—Bien, Antón, dígame cuál es su remedio.
—Una sola palabra, Santidad… descentralizar.
—Le escucho, pero no estoy seguro de entenderle.
—Entonces, intentaré hablar más claramente. Lo que necesitamos no es la reforma, sino la liberación, un acto que nos libre de los grilletes que nos tienen presos desde Trento. Devuelva a las iglesias locales la autonomía que les corresponde por derecho apostólico. Comience a desmantelar este resquebrajado edificio de la Curia, con sus tiranías, sus secretos y sus sinecuras para los mediocres o ambiciosos. Abra paso a la consulta libre con sus hermanos los obispos… Confirme en los términos más claros el principio de colegialidad y su decisión de que funcione… Un documento iniciaría el proceso, una sola encíclica escrita por usted mismo, no redactada por un comité de teólogos y diplomáticos, y después castrada por los latinistas y aguada por los comentarios de los conservadores…
—Usted está pidiéndome que redacte un plan revolucionario.
—Santidad, si no recuerdo mal el Sermón de la Montaña fue un manifiesto revolucionario.
—Las revoluciones son la tarea de los jóvenes.
—Los viejos escriben los documentos, los jóvenes los convierten en acción. Pero ante todo tienen que liberarse de la cárcel que les retiene ahora. Concédales la libertad necesaria para pensar y hablar. Deposite en ellos su confianza y encomiéndeles el ejercicio de la libertad. Quizá de ese modo no tendremos tantas bajas como De Rosa y Matthew Neylan.
—Antón, es usted un hombre obstinado.
—Santidad, soy más viejo que usted. Tengo todavía menos tiempo.
—Le prometo que pensaré en lo que me ha dicho.
—Piense también en esto, Santidad. Según están ahora las cosas en la Iglesia, la lucha secular por la supremacía papal ha concluido con la victoria, y las consecuencias de ese triunfo nos están costando caras. Todo el poder está reunido en un hombre, usted mismo; pero no puede ejercerlo únicamente a través de la complicada oligarquía de la Curia. En este momento usted es una persona casi impotente. Continuará así durante varios meses. Entretanto, los hombres a quienes designó en cargos influyentes están preparados para formar una oposición unida a todo lo que represente una política nueva. Eso es un hecho. Agostini ya le hizo la misma advertencia. ¿Puede afirmarse que nos encontramos en una situación prometedora? ¿Ésa es la verdadera imagen de la Iglesia de la que Cristo es la cabeza y todos somos los miembros?
—No, de ningún modo. —El Pontífice León mostraba ahora signos de fatiga—. Pero ninguno de nosotros puede hacer absolutamente nada al respecto en este momento, salvo pensar y orar. ¡Vuelva a su casa, Antón! Vuelva a su familia y a sus viñedos. Pronto llegará la vendimia y comenzarán a pisar la uva, ¿verdad?
—Muy pronto. Dentro de dos semanas, según dice mi empleado.
—Quizá pueda ir a verlo. Desde que era niño no he asistido a una vendimia.
—Será usted bienvenido. —Drexel se inclinó para besar el Anillo del Pescador—. Y una bendición papal quizá haga maravillas en el vino de Fontamore.
Mucho después de que Drexel se marchara, mucho después del momento en que la enfermera nocturna le acomodase para dormir, León XIV, sucesor del Príncipe de los Apóstoles, permanecía despierto, escuchando los ruidos nocturnos, tratando de descifrar su destino en las sombras proyectadas por una lamparita. El argumento que Drexel le había expuesto tenía por una parte cierta sencillez grandiosa, y por otra establecía una distinción muy sutil entre la autoridad y el poder.
Bonifacio VIII, en el siglo XIV, y Pío V en el XVI, habían asignado la definición más rígida y extrema al concepto del poder papal. Bonifacio había declarado
tout court
que «a causa de la necesidad de la salvación, todas las criaturas humanas están sometidas al Pontífice Romano».
Pío V había desarrollado la idea con sobrecogedora presunción. León XIV, su sucesor moderno, heredero de la rígida voluntad y el carácter irascible de Pío V, podía recitar de memoria las palabras:
«Quien reina en los cielos, aquel que ejerce todo el poder en el cielo y sobre la tierra, entregó la única y sagrada Iglesia Católica y Apostólica, fuera de la cual no hay salvación, de modo que fuese gobernada, en la plenitud de la autoridad, a un solo hombre, es decir, a Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, y a su sucesor, el Pontífice Romano. Designó a este único gobernante como príncipe sobre todas las naciones y los reinos, con el fin de que arrancase, destruyese, dispersara, disipara, afirmase y construyese…»
Era la afirmación más definitiva y flagrante de un papado imperial, refutado hacía mucho tiempo por la historia y el sentido común; el poder era todavía la meta humana definitiva, y aquí residía la fuerza para movilizar a casi mil millones de personas, mediante la sanción última:
timor mortis
, el temor a la muerte y sus misteriosas consecuencias.
Por consiguiente, la propuesta de Drexel implicaba renunciar a posiciones mantenidas durante siglos, cedidas en fragmentos y aun así sólo bajo suma presión. Implicaba, no un concepto imperial, sino otro mucho más primitivo y radical: que la Iglesia era una porque poseía una fe, un bautismo y un Dios, Jesucristo, en quien todos estaban unidos como las ramas están unidas a un sarmiento vivo. Suponía, no poder, sino autoridad, la autoridad fundada en el libre albedrío, la conciencia libre, el acto de fe realizado libremente. Los que gozaban la autoridad debían usarla respetuosamente y en bien del servicio. No debían pervertir la autoridad para convertirla en instrumento de poder. Para usarla bien, necesitaban no sólo doblegarla, sino reconocer libremente la fuente que la delegaba en ellos y las condiciones de su aplicación. Una de las ironías de una jerarquía célibe es que cuando uno priva de cierta satisfacción a un hombre acentúa su apetito por otras, y el poder tiene un sabor muy agradable en la boca.
Incluso si aceptaba el plan de Drexel —y en verdad le merecía muchas reservas, lo mismo que el propio Drexel— los obstáculos que se oponían a su realización eran enormes. Esa misma tarde su entrevista de un cuarto de hora con Clemens, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se había prolongado casi cuarenta minutos. Clemens había insistido firmemente en que su congregación era el perro guardián que vigilaba el Depósito de la Fe; y si se le prohibía ladrar, y más aún morder, ¿para qué molestarse en conservar ese organismo? Si Su Santidad deseaba responder directamente a los contestatarios de Tubinga, por supuesto estaba en su derecho. Pero una palabra del Pontífice no toleraba una revocación fácil, y tampoco debía permitirse que esos clérigos intransigentes la refutasen, como bien podía suceder.
Era de nuevo el juego del poder, e incluso él, el Pontífice, debilitado, no se veía exento de participar en ellos. ¿Qué posibilidades tenía un obispo rural, instalado a quince mil kilómetros de Roma, delatado a causa de un acto o una manifestación por el Nuncio Apostólico? Drexel podía escuchar, porque era el igual de Clemens y porque era más veterano en el juego y lo conocía mejor. Pero ese mismo distanciamiento olímpico determinaba que en cierto grado fuese una figura sospechosa.
En cambio, un hombre que se autodenominaba Vicario de Cristo tenía obligadamente un lugar en la historia. A lo largo de los siglos se citaban como precedentes sus palabras y sus actos, y las consecuencias de éstos pesarían en la balanza cuando afrontase su propio Día del Juicio. De modo que mal podía sorprender que los sueños que acudían a su almohada esa noche fuesen un extraño caleidoscopio de escenas de los frescos de Miguel Ángel y de hombres, enmascarados y armados, que perseguían a su presa a través de un bosque de pinos.