»Pasemos a la pregunta siguiente: ¿cuál es la verdadera autoridad de los individuos en cuyo criterio me apoyo? ¿Por qué los elegí a ellos y no a otros que tienen miras más amplias, que comprenden mejor el idioma, el espíritu y el simbolismo de nuestros tiempos? La respuesta es que he temido, como tantos en este cargo han temido, la posibilidad de que el viento del Espíritu recorriera libremente la Casa de Dios. Hemos sido miembros de una guarnición, hombres que defienden las murallas de una ciudadela en ruinas, temerosos de salir a enfrentarse al mundo que avanza por el camino de los peregrinos y nos deja a un lado.
»Cuando por primera vez salí de mi hogar para ir al seminario me sorprendió comprobar que las cosas del mundo no se desenvolvían utilizando el dialecto emiliano de mi tierra natal. El primer paso de mi educación fue aprender la lengua de un mundo más ancho, las costumbres de una sociedad menos rústica. Sin embargo, en el gobierno de la Iglesia que se autodenomina universal, intenté aferrar la institución al lenguaje y a los conceptos de siglos anteriores, como si en cierto modo mágico la antigüedad garantizara la seguridad y la importancia.
»Nuestro Señor bendito usaba el lenguaje y las metáforas de un medio rural, pero su mensaje era universal. Abarcaba a todas las criaturas, del mismo modo que el mar abarca a todos los habitantes de las profundidades. He intentado reducir ese lenguaje a un compendio estático, y sofocar la especulación acerca de sus infinitos sentidos.
»Comienzo lentamente a comprender lo que quiso decir uno de mis críticos más francos cuando escribió: “Este pontífice se asemeja a un científico que trata de organizar el tercer milenio con un texto de física newtoniana. El cosmos no ha cambiado, pero nuestra comprensión del modo en que funciona es más amplia y distinta… En esa medida, todos hemos penetrado un poco más profundamente en el misterio de la Divinidad. Precisamente por eso, rodeados por las confusiones y las amenazas del mundo moderno, la pedagogía del pasado no nos basta. Necesitamos un maestro que dialogue con nosotros en relación al mundo en que estamos comprometidos”.
»Cuando leí por primera vez estas líneas me ofendí. Sentí que el autor, un lego, estaba profiriendo un insulto arrogante. Ahora lo veo de distinto modo. Se me pide que explore audazmente los misterios de una nueva época, ayudado por la luz de la antigua verdad, confiando en que esa luz no se apagará…»
Una sombra se proyectó sobre la página, y él levantó los ojos y vio a Tove Lundberg de pie, a pocos metros de distancia. Le dirigió una sonrisa de bienvenida y la invitó a reunirse con él frente a la mesa. En ese mismo instante le atacó un espasmo en la columna vertebral, y se estremeció ante el dolor. Tove Lundberg pasó detrás del Pontífice y comenzó a masajearle el cuello y los hombros.
—Cuando escribe, adopta una postura defectuosa. Y entonces, cuando se endereza, siente un pinchazo y sufre un espasmo… Trate de mantenerse erguido.
—Mi viejo maestro solía reprenderme por la misma razón. Afirmaba que parecía que estaba tratando de arrastrarme hacia el interior del papel como un gusano.
—¡Pero usted escucha sólo ahora, porque le duele!
—Es cierto, mi querida Tove. ¡Es cierto!
—Bien, ¿se siente mejor?
—Mucho mejor, gracias. ¿Puedo ofrecerle un poco de agua mineral?
—Puede ofrecerme un consejo.
—De buena gana.
—¿Extiende usted el secreto de la confesión a los incrédulos? »
—Con especial interés. ¿Qué la inquieta?
—Sergio y yo hemos reñido.
—Lamento saberlo. ¿Es grave?
—Me temo que sí. Desde que sucedió, hemos podido cambiar solamente frías cortesías. Es algo que llega a la raíz de nuestra relación. Ninguno de los dos está dispuesto a renunciar a su posición.
—¿Y cuáles son esas posiciones?
—En primer lugar, hemos sido amantes mucho tiempo. Usted probablemente lo sabe.
—Lo sospechaba.
—Por supuesto, ¿usted no lo aprueba?
—No puedo saber qué pasa en la conciencia privada de ambos.
—A menudo hemos hablado del matrimonio. Sergio lo desea, pero yo no.
—¿Por qué no?
—Mis razones son muy claras para mí misma. No estoy dispuesta a arriesgarme a la posibilidad de tener otro hijo. No creo que pueda condenar a un hombre, ninguno, a un matrimonio sin hijos. Britte está terminando su educación en la colonia; pero en determinado momento tendrá que abandonarla, y mi obligación será darle un hogar y atenderla. No quiero contemplar la perspectiva de internarla en una institución. Es demasiado inteligente para soportar eso. De modo que ésa es otra carga que no estoy dispuesta a imponer a un esposo. Creo que como amante el convenio es más equitativo, aunque más provisional…
—¿Y Sergio Salviati? ¿Qué opina de todo esto?
—Lo acepta. Creo que incluso se siente aliviado, porque tiene sus propios problemas, que calan más hondo que los míos, pero no admiten una definición igualmente fácil. En primer lugar, es judío, y usted precisamente sabe sin duda lo que significa ser judío, incluso ahora, en este país. Segundo, es un apasionado sionista, que a menudo se siente frustrado y degradado porque está ganando dinero y conquistando reputación, mientras su pueblo combate por la supervivencia en Israel. Al mismo tiempo, su situación le obliga a enredarse en toda suerte de compromisos. Usted es uno de esos compromisos. Es el Pontífice reinante, pero aún se niega a reconocer al Estado de Israel. Los jeques árabes a quienes trata aquí son otro compromiso, y lo es también el hecho de que este lugar sea además un puesto de observación para los agentes del Mossad que trabajan en Italia. No hay nada demasiado secreto en eso. Los italianos lo saben y lo aprovechan. Los árabes lo saben y se sienten seguros frente a sus propias facciones. Pero todo esto destroza a Sergio, y cuando está conmovido y se siente frustrado aparece una veta de crueldad que me parece insoportable. Es lo que provocó nuestra discusión.
—Usted todavía no me ha dicho cuál fue la causa de la discusión.
—¿Estamos todavía amparados por el secreto de la confesión?
—En efecto.
—La discusión fue sobre usted.
—Con tanta mayor razón debe explicarse.
—Usted no lo sabe; pero la persona a quien se encomendó asesinarle era una mujer, una agente iraní empleada en esta clínica. Los agentes del Mossad la identificaron, la secuestraron y… bien, nadie sabe muy bien qué sucedió después. El Vaticano no se vio implicado por razones de jurisdicción. Los italianos permitieron de buena gana que los israelíes resolvieran el asunto, porque no deseaban represalias. Sergio se sintió muy culpable, porque la joven era una de sus empleadas, la conocía y simpatizaba con ella. Consideró además que las pruebas contra ella tenían un carácter acentuadamente circunstancial. Incluso así, no pudo intervenir para evitar lo que sucedió. Traté de consolarle diciéndole que incluso usted tenía que representar un papel pasivo. Aceptaba guardias armados, lo cual significaba que aceptaba la posibilidad de que matasen a alguien para protegerle. Sergio tampoco recibió con agrado el comentario. Dijo… no importa lo que dijo. Fue muy doloroso, y en cierto modo definitivo.
—¡Repita las palabras!
—Dijo: «Al fin ha sucedido. Siempre pasa lo mismo en Roma. Mi fiel consejera se ha convertido en jesuita. Debería llevarse muy bien con el Papa».
Tove Lundberg estaba al borde de las lágrimas. El Pontífice extendió las manos sobre la mesa y aprisionó en las suyas las de Tove. Con toda la gentileza posible le dijo:
—No sea demasiado dura con su hombre. La culpabilidad es una medicina muy amarga. Estaba sentado aquí, tratando de digerir una vida entera de culpas… Con respecto a la crueldad, recuerdo que cuando era pequeño mi perro se rompió la pata porque cayó en una trampa para cazar conejos. Cuando intenté liberarlo, me mordió la mano. Mi padre me explicó que un animal dolorido muerde a quien se le acerca. ¿Acaso puede reaccionar de otro modo? Su hombre debe de estar sufriendo mucho.
—¿Y yo? ¿No cree que yo también estoy sufriendo?
—Sé que sufre; pero usted siempre se repondrá más rápido. Ha aprendido a mirar fuera de sí misma, a su hija, a sus pacientes. Cada vez que Sergio entra en la sala de operaciones, entabla un duelo privado con la muerte. Cuando sale, descubre que todos los temores que había dejado en la puerta están allí, esperándole.
—¿Qué me propone hacer?
—Bese a su hombre y reconcilíese. Sean buenos el uno con el otro. El amor escasea demasiado en el mundo. No debemos desperdiciar ni una gota… Ahora, ¿tiene tiempo de llevarme hasta el bosque de pinos?
Ella le ofreció el brazo, y los dos descendieron lentamente por el sendero pavimentado, en busca de la protección de los pinos. Los guardias, atentos e inquietos, se desplegaron para rodearlos. Monseñor Malachy O’Rahilly, que acababa de llegar para su visita matutina, sintió tentaciones de seguirlos. Después, al verlos juntos, animados pero tranquilos, como un padre con su hija, lo pensó mejor y se sentó frente a la mesa de piedra, a esperar el regreso de su jefe.
Katrina Peters ofreció su cena en la terraza del Palazzo Lanfranco, con los techos de la vieja Roma como fondo y la pérgola de sarmientos como dosel. Los camareros eran un grupo seleccionado, enviado por la mejor agencia. La cocinera era un préstamo de Adela Sandberg, que escribía artículos de moda italiana para las revistas más prestigiosas de Nueva York. Seleccionaba a los invitados de manera que podía satisfacer su propia inclinación a los encuentros exóticos y aprovechar el talento de su esposo para extraer de ellos los elementos que después utilizaba como comentarista.
Para enfrentarse a Sergio Salviati y a Tove Lundberg había elegido al embajador soviético y su esposa. Se decía que el embajador era un arabista formidable que había pasado cinco años en Damasco. Su esposa era una concertista de piano de elevada reputación. Como compañera de Matt Neylan —que según la opinión de Nicol merecía sobradamente ocupar un lugar en la mesa— había invitado a la visitante más reciente de la Academia Norteamericana, una atractiva mujer de treinta años que acababa de publicar una tesis muy elogiada sobre la condición de las mujeres en las religiones mistéricas. A estas personas sumó la figura de Adela Sandberg, con su caudal de coloridas murmuraciones; Menachem Avriel, porque su esposa estaba en Israel y él simpatizaba con Adela Sandberg. Después, para completar el cuadro, añadió a Fierre Labandie, que dibujaba caricaturas para
Le Canard Enchâiné
, y a Lola Martinelli, que había protagonizado lujosos matrimonios y lucrativos divorcios en serie. El hecho de que ella fuera abogada por derecho propio confería cierta pátina al producto.
La fiesta empezó
9
con champaña y un desfile por la terraza para admirar el paisaje e identificar las cúpulas y las torres, que se recortaban sombrías contra el cielo. Durante este preludio Katrina Peters se desplazó etérea pero atenta entre sus invitados, salvando vacíos embarazosos en la charla, explicando a un invitado la personalidad del otro, siempre bajo ese azote de las relaciones romanas: el apretón de manos sin fuerza, las presentaciones apenas murmuradas, las confesiones casi furtivas de la identidad y de la profesión.
Esta vez tuvo suerte. Matt Neylan, acostumbrado a la diplomacia, se mostró desenvuelto y conversador. El ruso era un individuo animoso y enérgico. Ambos se ocuparon de Tove Lundberg y la dama de los misterios, que eran conversadoras amables y fluidas.
Nicol Peters aprovechó la oportunidad para sostener un rápido diálogo con Salviati y Menachem Avriel acerca de la amenaza terrorista.
—He oído decir que Castelli se ha convertido casi en un campamento armado.
—Estamos protegidos. —Salviati intentó esquivar el tema—. De todos modos, con amenaza o sin ella tenemos que cuidarnos.
—La amenaza es real. —Avriel tenía experiencia en el trato con el periodismo—. El grupo está identificado.
—Extraoficialmente, tengo entendido que el Mossad ya se ha infiltrado en el grupo.
—Sin comentarios —dijo Avriel.
—Todavía no entiendo la idea política que es la base de este plan. Las relaciones entre el Islam y el Vaticano por lo menos son estables. ¿Qué se gana asesinando al Pontífice?
—Hacer una advertencia. —Menachem Avriel hizo un gesto enfático—. Israel está apestado. El contacto o el compromiso con mi país acarrean la muerte.
—Pero, ¿por qué no liquidan a Salviati? Es el propietario de la clínica. Y conocido sionista.
—Sería contraproducente. Sergio trata a muchos árabes acaudalados. Es la mejor clínica entre Karachi y Londres… ¿Por qué perder sus servicios? ¿Por qué granjearse la enemistad de los hombres ricos del Islam?
—Es comprensible; pero creo que en esa lógica falta algo. Menachem Avriel se echó a reír.
—¿Todavía no ha aprendido que en la lógica farsi faltan siempre uno o dos eslabones? Uno parte de un conjunto de ideas claras, en terreno liso y despejado. Y de pronto… ¡está aleteando con los murciélagos en la Montaña Mágica!
—No creo que tampoco nuestra propia lógica sea mucho más válida —dijo Sergio Salviati.
—¿A quién le importa la lógica? —Adela Sandberg trató de adueñarse del pequeño grupo—. Entra el amor; ¡la lógica sale por la ventana! ¡Béseme, Menachem! Y usted también, Sergio Salviati, puede besarme.
En un extremo de la terraza, el embajador soviético mantenía una conversación seria con Tove Lundberg.
—Usted trabaja con este Papa… ¿Cómo es? ¿Cómo reacciona frente a usted?
—Debo decir que incluso ahora es un hombre formidable. A veces le imagino como un viejo olivo, retorcido y encorvado, pero siempre produciendo hojas y frutos… Pero en su fuero íntimo es un hombre vulnerable y afectuoso que trata de alcanzar una solución antes de que sea demasiado tarde. Conmigo se muestra muy humilde, muy agradecido ante la más pequeña atención. Pero —sonrió y se encogió de hombros— es como jugar con un león adormecido. ¡Tengo la sensación de que si despierta de mal humor me devorará de un bocado!
—He oído que hubo amenazas contra su vida.
—Es cierto. La clínica está vigilada día y noche.
—¿Eso inquieta al Pontífice?
—Le inquieta la suerte del personal, de los restantes pacientes, pero no de su propia persona.
—Excelencia, tiene usted que entender algo. —Matt Neylan se acercó con la dama de los misterios y se incorporó a la conversación—. Este hombre, León XIV, es un arquetipo, una regresión. Se niega absolutamente a dialogar con el mundo moderno.