En el camino de regreso el Papa vaciló un poco, y Pietro le reprendió.
—¡Por favor, Santidad! Esta no es una competición olímpica. No tiene que demostrar que es usted un atleta. Nunca lo fue. Nunca lo será. De modo que tómelo con calma.
Piano, piano
! Un paso cada vez.
Se detuvieron un momento para observar a Britte que trabajaba en su tela. La niña estaba totalmente absorta, como si la complicada mecánica de la operación no le permitiese aliviar su concentración. Y sin embargo, el cuadro que estaba formándose bajo el pincel revelaba un vigor y un colorido extraordinarios. Con el pincel apretado entre los dientes y la cabeza oscilando entre la paleta y la tela, parecía un pájaro grotesco, invadido de pronto por el espíritu de un maestro de la pintura. Pietro, apenas consciente de lo que decía, expresó una amarga queja.
—¿Por qué? ¿Por qué tienen que existir estas cosas? A veces me pregunto si Dios soporta un exceso de trabajo y a veces se vuelve loco. Si no se trata de eso, ¿cómo es posible que cometa estas crueldades?
En otro momento y en otro lugar, el Pontífice León tal vez se habría sentido obligado a reprender la blasfemia de su asistente, o por lo menos ofrecerle una homilía acerca de los caminos misteriosos del Todopoderoso. Esta vez, sencillamente se limitó a mover la cabeza con tristeza.
—No lo sé, Pietro. ¿Por qué un viejo asno como yo puede sobrevivir, y esta niña se ve condenada a su propia cárcel y a una muerte temprana?
—¿Es lo que les dirá el domingo?
El Pontífice León se volvió bruscamente para mirar a Pietro.
—¿Qué quiere decir?
—Nada, Santidad, excepto que la gente del lugar espera que el domingo diga usted una breve misa para ellos y les ofrezca un pequeño sermón. Por supuesto, nada más que unas palabras. Su Eminencia se expresó muy claramente al respecto.
Y ahí estaba, limpiamente organizada como una cortesía de la casa, la primera prueba del nuevo hombre, de Lázaro redivivo. Era la más sencilla y la más tradicional de las costumbres cristianas: el obispo visitante presidía la mesa de la Eucaristía, pronunciaba la homilía, afirmaba la unidad de todos los hermanos dispersos en el vínculo de la fe común. Una costumbre que él no podía esquivar; una cortesía a la que no podía negarse.
Pero la pregunta de Pietro representaba una situación aún más apremiante. Todo su público, las mujeres, los terapeutas y los niños, afrontaban la misma paradoja. Todos esperaban que él —¡el intérprete infalible de la verdad revelada!— explicase la paradoja y la convirtiese en algo aceptable y fecundo en la vida de sus oyentes.
¿Por qué, Santidad? ¿Por qué, por qué, por qué? Vivimos en la fe y la esperanza, somos los dadores del amor. ¿Por qué nosotros y nuestros hijos padecemos esta tortura? ¿Y cómo usted y sus presbíteros célibes nos piden que de nuevo engendremos al azar o vivamos solitarios y abandonados en nombre de este Dios que en efecto practica un cruel juego de dados con sus criaturas?
—Y bien, Pietro, dime —el Pontífice hizo la pregunta con extraña humildad—. ¿Qué debería decirles?
—Dígales la verdad, Santidad, así como me la dijo a mí. Dígales que no sabe, que no puede saber. Dígales que a veces Dios les da más luz y comprensión que la que usted mismo ha recibido, y que deben seguir el camino que señala esa luz con la conciencia tranquila.
Y así el Pontífice León se vio obligado a aceptar que esa respuesta era un modo muy cortés de decir que ni siquiera un Papa es un héroe para su asistente
11
.
El señor Omar Asnan recibió al invitado en el jardín de su villa en la Appia Antica. Le ofreció café y dulces, y le concedió libre acceso a toda la información que poseía.
—En primer lugar, señor Peters, usted debe entender que Miriam Latif es una amiga, una amiga muy apreciada. Estoy muy turbado por lo que ha sucedido. Consentí en hablar con usted porque creo que el asunto debe ser conocido con la mayor rapidez y amplitud posibles.
—Entiendo que usted no cuestiona la versión que el doctor Salviati ofreció de la desaparición de la joven.
—No, no la cuestiono. Dentro de ciertos límites, esa versión es exacta.
—¿Sugiere que sabe más de lo que dice?
—¡Por supuesto! Estaba, y está, en una posición muy difícil. Es judío, y atiende al Papa, que, como todos los hombres públicos, según parece soporta una amenaza permanente. Salviati tiene un personal heterogéneo: cristianos, musulmanes y judíos de toda la cuenca del Mediterráneo. Admiro su trabajo. Lo digo sin rodeos. Creo que es una labor inteligente y útil. Pero en una atmósfera de amenaza y crisis como la que afrontaron mientras el Pontífice residía en la clínica, los propios miembros del personal soportaron cierto nivel de amenaza… por lo menos una amenaza a su intimidad.
—¿Cómo es eso, señor Asnan?
—Bien, es sabido que la clínica estuvo intensamente vigilada por miembros de seguridad del Vaticano, los italianos… y creo que también los israelíes.
—¿Usted sabe lo que dice, señor Asnan? Oficialmente no se permite la acción de los agentes israelíes en Italia. Incluso la
Vigilanza
del Vaticano se ajusta a acuerdos muy restrictivos.
—De todos modos, señor Peters, usted y yo sabemos, como asunto de lógica elemental, que en esto participaron agentes israelíes.
—¿Quiere decir que estuvieron complicados en el secuestro de Miriam Latif?
—Sin la más mínima duda.
—Pero, ¿por qué? El profesor Salviati ha hecho los más cálidos elogios de la joven. Por lo que él sabe, carece de vinculaciones políticas.
—Sobre la base de lo que sé, afirmo lo mismo, no tiene ese tipo de relaciones; pero a veces ha hablado de un modo sumamente indiscreto. Mataron a su hermano durante un ataque israelí a Sidón. Nunca ha olvidado o perdonado eso.
—Y sin embargo, aceptó un subsidio para trabajar y formarse en un hospital judío.
—Yo la exhorté a aceptar. Le dije que podía mirarlo de dos modos: como un aporte a la ciencia médica, o como el pago parcial de una deuda de sangre. Decidió considerarlo en este último sentido.
—Entonces, ¿es posible que los israelíes la hayan identificado, con o sin razón, como agente de La Espada del Islam.
—Sí, eso es lo que sugiero.
—¿Dónde cree que está ahora?
—Abrigo la esperanza de que continúe en este país. Si no es así, la situación puede complicarse mucho y mostrar perfiles peligrosos.
—Señor Asnan, ¿puede explicarme eso? —Me temo que es bastante sencillo. Si no devuelven a Miriam Latif, habrá actos de violencia. Nadie lo desea… y yo menos que nadie, porque vivo muy bien aquí. Hago buenos negocios y mantengo relaciones personales con italianos. No quiero echar a perder esos vínculos. Pero, mi estimado señor Peters, no controlo los hechos.
—Tampoco yo —dijo Nicol Peters.
—Pero usted puede influir sobre ellos, y lo hace. Con lo que publica, incluso con la información que transmite entre sus diferentes fuentes. Sé que usted saldrá de aquí y usará lo que le he dicho para provocar el comentario de otros. No me opongo a eso. No tengo nada que ocultar. Es posible que el resultado sea beneficioso… Pero recuerde el aspecto más importante de lo que le he dicho… ¡se avecinan problemas!
—Lo recordaré —dijo Nicol Peters—. Señor Asnan, una última pregunta. ¿Cuál es su relación con La Espada del Islam? Sin duda usted conoce su existencia.
Omar Asnan se encogió de hombros y sonrió. —Sé que existe. Señor Peters, no mantengo con esa organización la más mínima relación. Como Miriam Latif, como tantos de mis compatriotas, soy un exiliado. Trato de vivir cómodamente ajustándome a las leyes del país que me ha acogido. No creo en el terrorismo, y permítame recordarle que el único acto terrorista cometido ha sido el secuestro de Miriam Latif. No es imposible que toda la historia acerca de La Espada del Islam sea una invención concebida por los israelíes. ¿Ha pensado en eso?
—Estoy seguro de que alguien lo ha pensado —dijo animosamente Nicol Peters—. Yo continúo siendo un observador neutral, como usted mismo.
—No confunda lo que le he dicho, señor Peters. He dicho únicamente que trato de vivir de acuerdo con las leyes. En realidad, me siento ofendido por lo que le ha sucedido a Miriam Latif, y no me importa que otros lo sepan.
Y eso, se dijo Nicol Peters, era lo más parecido a una declaración de guerra que él podía concebir, y fue un sentimiento que se repitió en todas sus entrevistas con distintas fuentes musulmanas de Roma. Los italianos comprendían esa actitud y, al menos oficialmente, simpatizaban con ella. Estaban esforzándose seriamente por mantener relaciones amistosas con todos los países del Mediterráneo. El Papa era un problema grave… pero por lo menos llevaban siglos lidiando con los papas. Los imanes y los ayatollahs eran un asunto completamente distinto.
Pero los israelíes tenían una actitud mucho más pragmática. Menachem Avriel escuchó el relato que hizo Nicol Peters de otras entrevistas y después le presentó a un individuo delgado, de aspecto militar, que tenía una mirada fría y una sonrisa apenas esbozada, con toda la apariencia de un hombre del Mossad. Su nombre, por lo menos para los fines de la presentación, era Aharon Ben Shaúl. Deseaba hacer una proposición.
—Señor Peters, le revelaré algunos hechos. No podrá publicar la mayoría de ellos; pero son antecedentes a los que nunca llegaría si yo no se los revelara. Después, le haré una proyección de lo que puede suceder muy pronto. Y finalmente, le pediré su consejo, porque usted es un antiguo residente que tiene buenos vínculos en esta ciudad. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Primer asunto. Omar Asnan dirige el grupo La Espada del Islam en Roma.
—Me pareció que posiblemente ésa era la situación.
—Miriam Latif es un agente del grupo. La tenemos en Israel. Por el momento no la liberaremos. Nos ha costado demasiado para entregarla ahora.
—No entiendo eso.
—Teníamos a un hombre infiltrado en La Espada del Islam. Estaba muy cerca de Omar Asnan. Cuando decidimos secuestrar a Miriam Latif destruimos la cobertura de este hombre. Asnan le mató, en el sótano de su villa.
—¿Cómo puede estar seguro de eso?
—Porque tenemos pruebas. Nuestro hombre tenía un aparato electrónico en el botón del cuello de su camisa. También había instalado dos más, uno en el jardín y otro en el salón de la villa. De modo que conocemos fragmentos de conversaciones entre Omar Asnan y otros miembros del grupo. El tema de la conversación es doble: el asesinato del Papa ha sido llevado del terreno de la oportunidad al del honor. Ahora es el Gran Satán que debe ser abatido por los Hijos del Profeta, y se apresará como rehén a una mujer para canjearla por Miriam Latif. Ya se conoce el nombre de la presunta rehén.
—¿Quién es?
—¡Tove Lundberg, la amante de Salviati!
—¡Dios Todopoderoso! ¿Ellos lo saben?
—Todavía no. Los vigilamos, y no creemos que Asnan esté listo aún para actuar.
—¿Cómo pueden saberlo?
—Porque en nuestra organización hay un sector que sugiere que Asnan intentará utilizar a italianos para secuestrar a la muchacha, probablemente calabreses o sicilianos. Además, sabe que le seguimos de cerca, de modo que en este momento está más preocupado por la necesidad de cubrirse las espaldas.
—¿Pueden hacer algo para detenerle?
—Por supuesto. Estamos intentando hacerlo con el menor costo posible de represalias. Sabemos que ha asesinado, y sabemos dónde está el cuerpo. Pero si los italianos le acusan del asesinato de un agente israelí, ellos y nosotros seremos muy impopulares cuando comience la venganza.
—¿Y qué me dice de la nueva amenaza al Papa?
—El secretario de Estado tendrá hoy en sus manos todos los datos que hemos recogido.
—¿Y dónde entro yo en todo esto?
—En todo lo que acabo de decirle, lo único que no puedo publicar es el nombre de Omar Asnan. Le facilitaremos el resto: transcripciones de las cintas grabadas, detalles circunstanciales, todo. Desearíamos que publicase la historia con la mayor prontitud posible.
—¿Y eso en qué les beneficia?
—En la acción. El Vaticano presiona a los italianos. Los italianos tienen que actuar contra Asnan y su grupo. Usted los apoya con el antiguo grito de combate: ¡No negociamos bajo el terror!
—¿Y Miriam Latif?
—La retendremos mientras sea útil.
—¿Salviati?
—Es la persona que goza de más seguridad. Nadie, ni siquiera Asnan, desea verle muerto.
—¿Tove Lundberg? Tiene una niña impedida.
—Lo sabemos. Es una complicación. Al menos por un tiempo tenemos que sacarla de escena. Tiene que desaparecer…
La tarde del sábado, mientras los recolectores continuaban trabajando y los que aplastaban la uva comenzaban a producir el primer líquido turbio, hubo una conferencia decisiva en el jardín de la
villetta
. Estaban presentes el propio Pontífice, el secretario de Estado, Drexel, monseñor O’Rahilly y el jefe de la
Vigilanza
del Vaticano. El secretario de Estado leyó los informes que había recibido de los israelíes y los italianos. El Pontífice estaba sentado, muy erguido, en su silla, el mentón y la nariz dibujando la conocida expresión de ave de presa. Habló con palabras duras y definitivas:
—Por mi parte, no abrigo la más mínima duda. No puedo gozar de las vacaciones que significan un riesgo para otros. Pasaré la noche aquí, y diré misa como prometí a los niños y los padres de la colonia. Después, me trasladaré a Castel Gandolfo y permaneceré allí hasta el fin de las vacaciones estivales… Lo siento, Antón. Usted se tomó muchas molestias, y por mi parte me siento profundamente desilusionado.
Drexel esbozó un gesto resignado.
—Santidad, quizá haya otra ocasión.
—Quizá. ¡Y bien, caballeros! —La aureola del mando le envolvió. Pareció que su figura se agrandaba ante los ojos de los presentes—. El Papa se retira al abrigo de las murallas. Deja atrás a una mujer, que a causa del servicio que le prestó, ahora corre peligro, no sólo en su propia persona sino en la de su hija. ¿Ese peligro no ha sido exagerado?
La pregunta fue formulada en primer término al secretario de Estado.
—Santidad, a mi juicio no hay exageración.
El hombre de la
Vigilanza
confirmó el veredicto.
—Santidad, la amenaza es muy real.
El Pontífice formuló otra pregunta: