—¿No es posible que las autoridades italianas, con los recursos y las técnicas que según sabemos poseen, garanticen la protección de esa mujer y su hija?
—No, Santidad, no es posible. De hecho, ninguna fuerza policial puede hacerlo.
—¿No es posible que anulen la amenaza mediante la acción rápida; por ejemplo, mediante el arresto y la detención de los conspiradores conocidos?
—Podría ser, si hubiese suficiente voluntad en el gobierno italiano; pero a su vez, ese gobierno se ve gravemente perjudicado por su propia vulnerabilidad frente a los métodos terroristas. Incluso si se suspende la ley para permitir o tolerar una intervención poco ortodoxa, las consecuencias no son siempre controlables, como hemos visto en este caso.
—Gracias. Una pregunta dirigida a usted, Antón. ¿Tove Lundberg ha sido informada de la amenaza?
—Sí. Telefoneó hoy para pedirme consejo acerca de lo que debía hacer con Britte.
—¿Dónde está ahora?
—En la clínica, trabajando como de costumbre.
—¿Puede telefonearle y pedirle que venga aquí, antes de regresar a su casa?
Drexel vaciló un momento y después salió de la habitación. Monseñor O’Rahilly intentó hablar.
—Santidad, puedo sugerir…
—¡No, no puede, Malachy!
—Como Su Santidad desee.
El Pontífice había empezado a transpirar. Se secó la frente con un pañuelo. O’Rahilly le pasó un vaso de agua. Cuando Drexel regresó, llegó acompañado por la hermana Paulina. La mujer se acercó al Pontífice, le tomó el pulso y anunció con voz firme:
—Esta reunión ha concluido. Quiero que mi paciente se acueste.
—Hermana, nos llevará sólo un momento. —El Pontífice se volvió hacia los demás y se limitó a decir:
—Soy responsable, por lo menos en parte, de lo que ha sucedido. El riesgo es real para Tove Lundberg y su hija. La protección que puede ofrecérsele es mínima. Hasta que se elimine o reduzca seriamente la amenaza, deseo que ambas vengan a vivir a la Ciudad del Vaticano. —Se volvió hacia el secretario de Estado—. Nuestras buenas hermanas pueden encontrarles sitio, y ocuparse de que estén cómodas. —Después se dirigió a Drexel—. Antón, usted es el
nonno
de la familia. Trate de convencerlas.
—Haré todo lo posible, Santidad. No puedo prometer más.
Con el gesto imperioso que todos le conocían, el Pontífice los despidió.
—Gracias a todos. Ahora pueden retirarse. Hermana Paulina, ya podemos ir.
Mientras volvían lentamente a la casa, la conocida melancolía descendió sobre él como una nube oscura. Olvidando incluso a la hermana Paulina, el Papa murmuró para sí mismo.
—No lo creo. Sencillamente no lo creo. El mundo no ha sido siempre así… ¿o me equivoco?
—Estoy segura de que no ha sido así —observó animosamente la hermana Paulina—. Nuestro viejo cura parroquial solía decir que los locos se han apoderado del asilo; pero muy pronto se cansarán y lo devolverán.
En la capilla de la propiedad del Cardenal Drexel, diseñada, según las constancias archivadas, por Giacomo della Porta, se habían reunido los miembros de la colonia: delante los menores, detrás los padres y los maestros, y a la izquierda, de pie contra la pared del fondo, los pocos miembros de la Curia a quienes Drexel, el viejo zorro, había ofrecido una cortesía personal que implicaba al mismo tiempo poner a prueba sus simpatías. Allí estaban Agostini, y Clemens, de Doctrina de la Fe, y MacAndrew, de Propagación de la Fe, y —a mucha distancia de su sede— Ladislas, de la Congregación de las Iglesias Orientales. Así, el público ocupaba toda la capilla. La distribución también implicaba una brusca alteración del protocolo: el pueblo antes que los príncipes.
Entró el Pontífice, con Drexel en el papel de diácono, la hermana Paulina como lectora, y un niño y una niña espásticos como acólitos.
Parte, aunque no la totalidad de la sutileza ritual, pasó inadvertida para Sergio Salviati y Tove Lundberg, que se sentaron, con Britte entre ellos, en la primera fila de la congregación. Salviati se había puesto su
yarmulke
. Tove llevaba velo y los antiguos atributos religiosos de su padre. Una de las madres les entregó un misal. Salviati lo examinó rápidamente y después murmuró a Tove:
—¡Dios mío! ¡La mayor parte nos la han robado a nosotros! Tove, sofocando la risa, le advirtió:
—Vigila a tu paciente, es su primera aparición en público. Era más que eso, mucho más. Era la primera vez en treinta años que decía misa como simple sacerdote. Era la primera vez que hablaba a un público que estaba al alcance de la mano y del corazón.
Consciente de que se fatigaba con mucha rapidez, inició el rito sin perder tiempo; pero cuando llegó a las lecturas se alegró de poder sentarse. La hermana Paulina leyó el texto con su italiano enfático y defectuoso, y concluyó con la exhortación de Pablo a los corintios:
«Mientras aún vivimos, morimos todos los días por el bien de Jesús, de modo que en nuestra carne mortal también la vida de Jesús puede mostrarse abiertamente.»
Después sostuvieron el libro para el Pontífice. Él lo besó y con voz firme y clara leyó el Evangelio.
—Caminando Él a través de las mieses en día de sábado, sus discípulos, mientras iban, comenzaron a arrancar espigas. Los fariseos le dijeron: «Mira, ¿cómo hacen en sábado lo que no está permitido en sábado?». Y él les dijo: «El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por el sábado»
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Pálido pero sereno, el Pontífice se adelantó de cara a la pequeña comunidad. Salviati le observó con ojos clínicos, y advirtió los labios exangües, los nudillos blancos a causa de la tensión, mientras se aferraba a los bordes del atril. Y entonces, en medio de una serenidad sobrecogedora, comenzó a hablar.
—Esperé haceros una visita, y pocos placeres en mi vida originaron en mí tanta expectativa. Desde el momento de mi llegada me sentí rodeado de amor. Sentí el amor creciendo en mi propio corazón, como una especie de primavera milagrosa en un desierto. Y ahora, bruscamente, se me obliga a salir de aquí. Mi breve y feliz estancia con vosotros termina. Anoche permanecí despierto, preguntándome qué don podía dejaros como reflejo de mi agradecimiento; a usted, Antón, mi viejo adversario, que se ha convertido en mi amigo querido; a usted, Sergio Salviati, mi médico severo pero cuidadoso; a usted, Tove Lundberg, que aportó sabios consejos a un hombre que mucho los necesitaba; a vosotros, hijos míos; a todos los que nos cuidan con tanta devoción y que durante estos pocos días me han convertido en un miembro privilegiado de la familia. Y entonces comprendí que el único don que puedo ofreceros es el don mencionado por Pablo, la buena nueva de que en Cristo, con Cristo y a través de él todos, tanto los creyentes como los incrédulos, nos convertimos en miembros de la familia de Dios nuestro Padre.
»Este don nos impone condiciones. Me fue dado. Lo transmito a vosotros, pero vosotros ya lo tenéis y ya lo habéis compartido entre todos y me lo habéis devuelto. Éste es el misterio de nuestra comunión con el Creador. Nada tiene que ver con las leyes, las prescripciones, las prohibiciones. Y es lo que nuestro Señor subraya cuando dice: “Y dueño del sábado es el Hijo del hombre”
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»Uno de los grandes errores que hemos cometido en la Iglesia, un error que hemos repetido a lo largo de los siglos —porque somos humanos y a menudo muy estúpidos— es dictar leyes acerca de todo. Hemos cubierto los prados con empalizadas, de modo que las ovejas no tienen sitio para correr libremente. Afirmamos que procedemos así para tenerlas seguras. Lo sé, porque yo mismo lo he hecho con mucha frecuencia. Pero las ovejas no están seguras: languidecen en un encierro que nunca fue su ambiente natural…
»Durante la mayor parte de mi vida he sido un sacerdote y, por lo tanto, célibe. Antes era un niño solitario, criado por mi madre. ¿Qué sé de las relaciones complejas e íntimas de la vida conyugal? Lo confieso: nada. Vosotros sí sabéis. Vosotros sois los que os concedéis unos a otros el sacramento, que experimentáis la alegría, el dolor, las confusiones. ¿Qué puedo deciros yo, qué puede decir ninguno de mis sabios consejeros, de mis hermanos los obispos, que vosotros no sepáis ya? Estoy seguro de que mi amigo Antón coincidirá conmigo. No dictaminó que naciese esta familia… la creó, con vosotros, a partir del amor.
«Entonces, ¿qué estoy diciéndoos en realidad? Que no me necesitáis, del mismo modo que no necesitáis el amplio edificio de San Pedro, esa compleja estructura cuya descripción ocupa dos mil páginas del Anuario Pontificio. El Señor os acompaña aquí. Vosotros sois luz para el mundo porque vivís iluminados por la luz que irradia de Su semblante. No necesitáis ley, porque vivís por el amor, y si tropezáis, como tropezamos todos, si caéis como caemos todos, hay manos afectuosas que os ayudan a incorporaros.
»Si me preguntáis por qué los inocentes que están aquí, los niños, sufren los embates del destino, por qué deben soportar un impedimento la vida entera, no puedo contestaros. No lo sé. El misterio del dolor, de la crueldad, de las leyes bestiales de la supervivencia, nunca me fue explicado. Los secretos de Dios continúan siendo los secretos de Dios. Incluso su Hijo bienamado pereció en la oscuridad, clamando por saber por qué Dios le había abandonado. Sería una vergüenza para mí afirmar que soy más sabio o sé más que mi Maestro.
»Quizá en todo esto más que en otra cosa soy el hermano de todos los que estáis aquí. No sé. A menudo camino en la oscuridad. No pregunto a quién pertenece a mano que se alarga para guiarme. La toco y desde el fondo de mi corazón me siento agradecido… ¡Dios os guarde a todos!
—Gracias —dijo Tove Lundberg—. Gracias por ofrecernos refugio; pero Britte y yo estamos de acuerdo. Viviremos como lo que somos. Ella continuará aquí, en la colonia. Y Sergio y yo continuaremos trabajando como siempre hemos hecho.
Antón Drexel sonrió y se encogió de hombros, resignado.
—No puedo decir que lo lamento. Habría detestado perder a mi nieta.
Sergio Salviati pudo considerar que era necesaria una explicación.
—En principio, pensé que sería buena idea apartar del camino a las dos. De todos modos, nuestra gente así lo aconseja. Y después, cuando pensamos en ello, volvimos siempre al mismo interrogante: ¿Por qué tenemos que retirarnos? ¿Por qué debemos rendirnos a esas obscenidades? De modo que nos quedamos.
—Por lo tanto, continuaremos viéndonos. Usted, mi quisquilloso amigo, tendrá que mantenerme vivo; Britte debe terminar su retrato; y para usted, mi querida consejera, mi casa siempre está abierta.
Los abrazó a todos; después, Drexel se apartó con el Papa para sostener una breve conversación privada. Le dijo:
—Mientras usted hablaba, yo observaba a nuestros colegas. Clemens desaprobaba, y Ladislas también. MacAndrew estaba sorprendido, pero me pareció que agradablemente. Su secretario estaba muy sorprendido. E intentaba observar la reacción de cada uno.
—¿Y Agostini?
—No parecía extrañado, ni sorprendido; pero ése es su estilo. Dígale que el sol no ha salido esta mañana, y afrontará la situación. Pero debe usted recordar una cosa. A partir de este momento, cada miembro de la Curia, excepto unos pocos casos geriátricos como yo mismo, se considerará un posible candidato en la próxima elección de Papa. Se le ve muy fatigado esta mañana, de modo que es natural que la gente se pregunte si será capaz de resistir… Y entonces, como son humanos, comenzarán a anudar alianzas con vistas al próximo cónclave. Es un aspecto que debe tener presente cuando comience a agrupar fuerzas para emprender la tarea de limpieza.
—Lo recordaré. Todavía no me ha dicho qué opina usted de mi sermón.
—Agradecí a Dios la buena palabra. Me enorgullece que haya sido pronunciada en mi casa. Y ahora, debo pedir un favor a Su Santidad.
—Dígame, Antón.
—Santidad, permítame salir. Reléveme de todas mis obligaciones en Roma. Hace mucho cumplí la edad del retiro. Ansio desesperadamente pasar el resto de mi vida con esta pequeña familia. —Emitió una risa breve y avergonzada—. Como usted ve, hay mucho que hacer aquí.
—Le extrañaré muchísimo; pero sí, está en libertad. Antón, ahora me sentiré muy solo.
—Encontrará a otros, más jóvenes y más fuertes. A partir de este momento, yo sería sólo un obstáculo en su camino.
—Y en nombre de Dios, ¿cómo llego a los jóvenes?
—Como hizo esta mañana. Haga oír su voz, consiga que se difundan sus verdaderas opiniones. Puede hacerlo. Debe hacerlo.
—Ruegue por mí, Antón. Y que también los niños recen por mí.
Se estrecharon las manos, dos antiguos adversarios unidos después de una campaña prolongada. Y aquí, el Pontífice reunió todas sus fuerzas, enderezó el cuerpo y, acompañado por Drexel, salió con paso firme para reunirse con los prelados que le esperaban.
Lazarus militans
«Los enemigos de un hombre serán los de su casa.»
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Mateo, X, 36, 10
Durante las tres semanas siguientes, los únicos informes sobre el Pontífice fueron los boletines médicos, los rumores de la Casa Papal en Castel Gandolfo y las ocasionales parrafadas de monseñor Malachy O’Rahilly.
Los boletines eran puntillosamente neutros: el Santo Padre estaba realizando progresos constantes, pero por consejo de su médico había cancelado todas las apariciones públicas hasta fines de agosto. La misa de la Asunción en San Pedro, el 15 de agosto, estaría a cargo de Su Eminencia el Cardenal Clemens.
Los rumores originados en la casa eran bastante mezquinos. Su Santidad se levantaba tarde y se acostaba temprano. Decía misa al atardecer y no por la mañana. Estaba sometido a una dieta rigurosa y perdía peso con rapidez. Todos los días llegaba un terapeuta para vigilarle durante una hora de ejercicios. Por lo demás… recibía visitantes de las diez a las once de la mañana, caminaba, leía, descansaba y se acostaba todas las noches a las nueve. Pero todos notaron un cambio. Parecía menos obstinado, menos imperioso y con actitudes mucho más amables. Por supuesto, cuánto duraría ese cambio de actitud era tema de conjeturas.
Después de todo, una intervención quirúrgica como la que él había sufrido reduce la vitalidad de un hombre.
La locuacidad
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de monseñor Malachy O’Rahilly resultaba mucho más reveladora. La vida en Castel Gandolfo era tediosa en el mejor de los casos. Estaba el castillo, la aldea y el lago de aguas oscuras más abajo; muy poca diversión para un celta gregario a quien agradaba la compañía amable.