»…Debe señalarse también que en las diócesis y las parroquias que publican sus cuentas y documentan exhaustivamente sus erogaciones, el nivel de las donaciones es apreciablemente más elevado que en otros lugares. Por lo que concierne a la administración central, padece y continuará padeciendo del secreto pandémico y las consecuencias duraderas de escándalos bien conocidos y la relación con delincuentes conocidos.
»…Por último, en vista de la unión cada vez más estrecha de grandes corporaciones con diferentes intereses, es cada vez más difícil que los administradores de los fondos de la Iglesia encuentren inversiones inmaculadas; por ejemplo, una compañía química que no fabrique sustancias tóxicas, un industrial que no esté relacionado con las armas o los equipos militares, una compañía de productos farmacéuticos que no facture anticonceptivos, cuyo uso está prohibido especialmente a los católicos… Con la mejor voluntad del mundo, es difícil evitar el escándalo; pero, en definitiva, el secreto alimenta la sospecha, y la sospecha determina que la fuente de la caridad se seque con mucha rapidez…»
Había más, mucho más en el mismo estilo, con cuidadosas remisiones y notas al pie, pero el sentido era el mismo. Las necesidades aumentaban, los ingresos descendían. Las fuentes tradicionales se agotaban. Los métodos tradicionales de financiación a partir de las congregaciones mundiales ya no eran eficaces, porque las congregaciones de los países prósperos se debilitaban.
Pero el nudo de la cuestión era «por qué». Los financieros rozaban sólo la superficie, pues no podían llegar a las motivaciones humanas. En los viejos tiempos, cuando los fieles se sumían en la indiferencia o sus ofrendas decaían, el obispo convocaba a los predicadores misioneros, hombres ásperos y elocuentes que plantaban una cruz en la plaza del mercado y predicaban el fuego del infierno y la condenación y el amor de Dios que arrancaba del pozo a la gente, como si ésta fuese un leño encendido. Algunos se convertían, otros cambiaban durante un tiempo, nadie permanecía indiferente, y nueve meses más tarde la tasa de natalidad mostraba un considerable aumento. Pero eran otros tiempos y otras costumbres, e incluso para los hombres más elocuentes era difícil salvar el obstáculo de los ojos vidriosos, la imaginación entumecida y la razón atrofiada de una generación de adictos a la televisión y víctimas de la saturación creada por los medios de comunicación.
El propio Pontífice afrontaba el mismo problema. Era un hombre que se presentaba rodeado de esplendor y apoyado en el numen poderoso de una antigua fe, y sin embargo concitaba menos atención que un payaso estridente con una guitarra o un disturbio de borrachos en un partido de fútbol.
Hopgood introdujo a Su Eminencia el Cardenal Karl Emil Clemens. El saludo entre los dos dignatarios fue bastante cordial. Había pasado algún tiempo. Los ánimos se habían calmado. Clemens inició la conversación con un cumplido.
—Su Santidad tiene buen aspecto y se le ve muy saludable. Por lo menos quince años más joven.
—Karl, me entreno como un futbolista… ¡y me alimento como un pájaro! Nada de grasas, ni carnes rojas… Nunca me hable de la vida penitente. Me veo forzado a adoptarla. ¿Y usted?
—Estoy bien. A veces un poco de gota. Mi presión sanguínea es un poquito elevada; pero mi médico dice que tengo una naturaleza hipertensa.
—¿Y le dice hacia dónde puede conducirle?
—Bien, me hace las advertencias conocidas.
—Karl, si no les presta atención, terminará exactamente como yo. A su edad no puede permitirse el lujo de jugar con su salud… Lo que me lleva al motivo de la conversación de esta mañana. Le retiraré de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Le designor é jefe de mi casa; es decir, Cardenal Camarlengo. Conservará sus cargos en las Congregaciones para las Iglesias Orientales y para la Propagación de la Fe. Estos cambios serán anunciados en el consistorio del primero de noviembre. Espero que la noticia le complazca.
—No me complace, Santidad, pero me inclino ante los deseos de Su Santidad.
—Tiene derecho a conocer el motivo.
—No lo he pedido, Santidad.
—De todos modos se lo explicaré. Me propongo promover ciertos cambios drásticos en la constitución y las funciones de la congregación. Usted no los aceptará. Sería completamente injusto pedirle que los promueva. Además, y deseo que lo sepa, le designé porque vi en usted la imagen refleja del hombre que yo mismo creía ser: el sólido guardián de la Fe que todos hemos abrazado. Y usted fue eso. Cumplió exactamente la tarea que yo le encargué. Su traspiés con el
Osservatore Romano
me irritó; pero eso sólo no me habría llevado a esta decisión. En realidad, Karl, creo que interpreté mal mi propio deber y le impartí instrucciones equivocadas.
Clemens le miró, con un gesto de absoluta incredulidad.
—Si Su Santidad está diciendo que ya no es su deber defender el Depósito de la Fe…
—No, Karl. No estoy diciendo eso. Estoy afirmando que en su forma y su función actuales, la congregación no es un instrumento adecuado. Por referencia a las pruebas históricas, nunca lo fue. Y, en mi opinión, jamás puede serlo.
—De ningún modo comparto esa opinión.
—Sé que no la comparte, Karl, por eso le traslado; pero usted oirá mi explicación, porque tiene implicaciones que sobrepasan con mucho esta cuestión. Le propongo que repasemos juntos los procedimientos. —Depositó sobre el escritorio el gran volumen de las Acta Apostolicae Sedis correspondiente al año 1971—. Se presenta una denuncia sobre un libro o una publicación considerados contrarios a la Fe. ¿Qué sucede?
—En primer lugar, la denuncia debe ser seria y tiene que llegar firmada. Si el error es evidente y, ahora cito de memoria, «si contiene cierta y claramente un error de Fe y si la publicación y su opinión perjudica a los fieles», la congregación puede pedir al obispo o los obispos que informen al autor y le inviten a corregir el error.
—Detengámonos un momento. Debo ser muy claro. En esta etapa, el autor no sabe nada. Alguien ha denunciado su escrito. La Congregación lo ha juzgado erróneo y ha pedido una rectificación.
—Así es.
—No se le ha escuchado, no se le ha concedido el derecho de réplica, y ya se le supone culpable.
—Así es. Pero eso sucede sólo en el caso de un error manifiesto, de un error que es inmediatamente visible.
—Bien, pasemos entonces a una situación más compleja. Se publica una opinión controvertida. Se reclama a la congregación que determine si, y aquí cito, «armoniza o no con la divina revelación y el magisterio de la Iglesia». Me parece que inmediatamente no sólo el autor sino nosotros estamos en verdaderas dificultades… La revelación divina es una cosa. El magisterio, la autoridad general de la Iglesia, es otra muy distinta. Al amparo de esa autoridad, pueden hacerse y se han hecho cosas absolutamente contrarias a la revelación divina: cacería de brujas, quema de herejes. ¿Advierte el problema?
—Señalo —dijo estiradamente Clemens— que estas anomalías existieron durante mucho tiempo, y Su Santidad nunca consideró necesario oponerse.
—Karl, exactamente lo que le he dicho. Las veo ahora bajo una luz distinta. Me propongo ejercer mi autoridad para modificar la situación. Pero continuemos. ¿El autor está al tanto de las dudas que su obra provoca?
—Todavía no. Pero designamos un portavoz que habla en nombre del autor; hallará su descripción en las Actas, donde se le denomina
relator pro auctore
. También se describe su función: «Indicar con espíritu veraz los méritos y los aspectos positivos de la obra; ayudar a comprender el verdadero sentido de las opiniones del autor…», y así sucesivamente.
—Pero este portavoz… —El tono del Pontífice era amable— es completamente desconocido para el autor. Más aún, se le prohibe la comunicación con él. ¿Cómo es posible que ofrezca una versión precisa de sus opiniones, sus méritos, y todo lo demás?
—Santidad, puede hacerlo porque ocupa exactamente el mismo lugar que un miembro cualquiera del público que lee el libro. Se apoya en el texto.
El Pontífice no contestó directamente. Tomó dos volúmenes que descansaban sobre su escritorio. Uno se titulaba
La naturaleza de la fe
, y el otro
El Verbo encarnado
.
—Karl, usted mismo escribió estas obras.
—En efecto.
—Y amablemente me las dedicó. Las leí con interés. No las objeté, pero marqué ciertos pasajes que me parecieron oscuros, o de los cuales podría decirse que no son totalmente ortodoxos… Ahora bien, permítame preguntarle: ¿Le agradaría que estas obras fuesen juzgadas con los mismos criterios y con los mismos métodos secretos e inquisitoriales que ahora se aplican?
—Sí, si Su Santidad lo requiriera.
—¿Creería que se les ha hecho justicia, o que podría suponérsela, o que aparentemente se les ha dispensado un trato ecuánime?
—Reconozco que el método padece ciertos defectos…
—Que mis predecesores y yo hemos tolerado, pero que ya no puedo continuar permitiendo. Podemos profundizar en el tema, si lo desea. Tengo una extensa lista de objeciones. ¿Se las leo todas?
—Santidad, no será necesario.
—Sí será necesario, Karl, para que usted comprenda mejor la situación. Nosotros, usted y yo, y el resto de nuestros hermanos los obispos, somos la Ciudad que se erige en la cima de una montaña. No podemos ocultar nuestros hechos, nuestra tarea es ser testigos para el mundo; y si no ofrecemos testimonio de la verdad, de la justicia, de nuestra libre búsqueda del sentido divino en el mundo de Dios, la gente dirá que somos mentirosos e hipócritas, y se apartará. Usted y yo viviremos muy cerca uno del otro. ¿No podemos ser amigos?
—Su Santidad me pide que niegue algo en lo que he creído la vida entera.
—¿Y qué es ello, Karl?
—Que la doctrina que afirmamos es un tesoro de valor inestimable. Nuestros mártires murieron por ella. No puede permitirse que nada ni nadie la corrompa.
—Karl, después de recorrer un largo camino he llegado a adoptar otro punto de vista. La verdad es grande y prevalecerá. La afirmamos día tras día. Pero si no hay ojos para ver la verdad, ni oídos para escucharla, m corazones abiertos para recibirla… ¿qué sucederá? Mi estimado Karl, cuando nuestro Señor convocó a los primeros Apóstoles, dijo: «¡Venid conmigo y os haré pescadores de hombres!». ¡No teólogos, Karl! ¡No inquisidores, ni papas, ni cardenales! ¡Pescadores de hombres! La tristeza más profunda de mi vida es que lo he comprendido demasiado tarde.
Hubo un silencio prolongado y mortal en la habitación. Y entonces el Cardenal Karl Emil Clemens se puso de pie e hizo su propia confesión de fe.
—En todo lo que la conciencia me permita, estoy al servicio de Su Santidad y de la Iglesia. Por lo que hace al resto, ¡Dios me ilumine! Solicito la venia de Su Santidad para retirarme.
—Tiene nuestra venia —dijo el Pontífice León. En el momento mismo de decirlo, se preguntó cuántos otros se alejarían y de qué modo él mismo soportaría la soledad.
La Antigua Via Appia había sido tiempo atrás un camino imperial, que por el sur llegaba a Ñapóles y, cruzando los Apeninos, a Brindisi. Los romanos, que cortejaban la inmortalidad, la habían bordeado con monumentos funerarios, gradualmente desfigurados y en parte demolidos por el tiempo y por los diferentes invasores. Las
Belle Arti
habían afirmado su derecho sobre la tierra circundante, asignándole el carácter de zona arqueológica, donde podían construirse villas únicamente sobre los cimientos de las estructuras existentes. Entre los maltratados monumentos, los pinos crecían altos y la hierba abundaba, de modo que los amantes de Roma la habían convertido en un callejón del amor, que todas las mañanas aparecía sembrado de condones, pañuelos desechables, diferentes prendas íntimas y otros restos. No era un lugar para pasear o salir de picnic con los niños, pero para una población apiñada en apartamentos, con muy escasa intimidad, era un lugar espléndido para hacer el amor. Incluso la policía vial era discreta, y los
voyeurs
solían recibir un castigo inmediato y violento.
Allí, precisamente frente a la villa de Omar Asnan, Marta Khun y un hombre del Mossad pasaron diez noches de vigilia, espiando los movimientos de los criados, los perros y el dueño de la casa. Asnan regresaba todas las noches a las siete y media, en el coche conducido por su chófer. Las puertas del garaje se abrían y cerraban con un mecanismo eléctrico. Poco después, el guardia salía con dos grandes dobermans sujetos por una trailla. No caminaba con ellos, sino que trotaba sobre la hierba que crecía en los bordes del camino, cruzando Erode Attico y descendiendo por la Appia, casi hasta la rotonda. Después regresaba. La salida le llevaba de quince a veinte minutos. El guardia les permitía la entrada en la villa por la puerta principal, y usaba una llave. Omar Asnan solía salir de nuevo a las diez y media u once y regresaba a la una o dos de la madrugada. Los agentes que continuaban vigilándole a partir de la Porta Latina informaron que se dirigía a uno de dos lugares: el Club Alhambra o una lujosa casa de citas en Parioli, cuya clientela estaba formada por turistas de Oriente Medio. El único personal de la villa estaba formado por el ama de llaves, el chófer y el guardia, que al parecer era esposo del ama de llaves. Todos estaban anotados en las listas de los carabinieri locales como residentes italianos de nacionalidad iraní, que trabajaban con permisos especiales y pagaban todos los impuestos locales.
Provisto de estos y otros datos, Aharon Ben Shaúl realizó una visita personal a la Clínica Internacional, para hablar con Sergio Salviati. Deseaba hacerle una petición especial y desusada.
—Desearía que me facilitase sus conocimientos médicos durante una noche.
—¿Para hacer qué?
—Supervisar un interrogatorio. No habrá violencia; pero usaremos un nuevo derivado del pentotal producido en Israel. Sin embargo, puede originar ciertos efectos colaterales. En algunos pacientes provoca acentuada arritmia. Necesitamos un experto que supervise el procedimiento.
—¿Quién es el sujeto?
—Omar Asnan, jefe de La Espada del Islam. Nos proponemos detenerlo, y después de interrogarle le dejaremos en libertad.
—Eso no me dice nada.
—Nuestras fuentes afirman que todavía está planeando el asesinato del Pontífice romano, pero mediante la subcontratación de otro grupo, probablemente oriental. Necesitamos obtener información detallada acerca de la identidad de los atacantes, y el modo de actuación. ¿Está dispuesto a ayudarnos?