—¡No!
—¿Por qué no?
—Porque todo lo que usted sugiere me huele muy mal. Me recuerda toda la serie de perversiones que nuestra profesión ha protagonizado en el curso de este siglo: las salas de tortura en Argentina, con el médico cerca para mantener vivos a esos pobres infelices, los experimentos médicos en Auschwitz, el confinamiento de los disidentes en instituciones mentales soviéticas, lo que ustedes están haciendo ahora a los palestinos. ¡No quiero tener nada que ver con eso!
—¿Ni siquiera para impedir el asesinato de su paciente?
—¡Ni siquiera para eso! Permití que ese hombre tuviese un nuevo plazo de vida. Después, lo demás corre por su cuenta, como nos sucede a todos.
—Si Omar Asnan ha subcontratado la operación, seguramente contempló todos los aspectos, incluida Tove Lundberg, y quizá también su hija.
—Están fuera del país. En un rincón de la campiña irlandesa.
—¡Donde es fácil llegar y donde se planean asesinatos todos los días de la semana! ¡Vamos, profesor! ¿A qué viene esta súbita avalancha de moral? No le estoy pidiendo que mate a nadie, sólo que mantenga vivo a un hombre con el fin de que revele todo lo que sabe de un asesinato inminente. ¡Maldición! Defendimos la seguridad de su distinguido paciente. Secuestramos a la mujer que debía liquidarle. Usted nos debe algo… y aceptamos el pago con un importante descuento.
Salviati vaciló y casi cayó en la trampa, pero lo advirtió a tiempo.
—¿Por qué yo? Un estudiante mediocre puede supervisar el ritmo cardíaco.
—Porque hacemos esto sin los italianos. Necesitamos la ayuda de uno de los nuestros.
—¡Olvida algo! —La cólera de Salviati se acentuó bruscamente—. ¡Soy italiano! Nuestro pueblo está aquí desde hace cuatro siglos. Soy judío, pero no israelí. Soy hijo de la Ley, pero no hijo de su casa. En Italia hemos soportado toda la basura que nos han volcado encima a lo largo de los siglos, hasta el último Sabbath Negro, cuando los nazis nos sacaron del gueto romano para llevarnos a los campos de la muerte en Alemania. Pero nos quedamos, porque pertenecemos a este lugar, desde los tiempos de la antigua Roma hasta ahora. Hice equilibrios para ayudarle y ayudar a Israel. Ahora usted me insulta, y quiere extorsionarme con Tove Lundberg. Usted haga su trabajo como le parezca. Deje que yo haga el mío. Y ahora, salga de aquí inmediatamente.
Aharon Ben Shaúl se limitó a sonreír y se encogió de hombros.
—¡No puede criticarme porque lo haya intentado! De todos modos, es extraño. Nada de todo esto habría sucedido si usted no hubiese sido atrapado por todo este
goyische papisterei
.
Cuando el individuo del Mossad se marchó, Salviati mantuvo una irritada conversación con Menachem Avriel, que se disculpó profusamente y afirmó que nada sabía del asunto. Más tarde, llamó a Irlanda y habló brevemente con Tove Lundberg, y durante un rato mucho más prolongado con Matt Neylan.
Ahora, otro término estaba siendo usado en los corredores del Vaticano y en la correspondencia privada de los hombres decisivos de la Iglesia. La palabra era «normativa», y tenía un significado preciso: «crear o afirmar una norma». Todos los prelados la conocían. Todos comprendían exactamente el interrogante que Clemens y sus amigos estaban formulando: «¿Qué debe ser ahora normativo en el gobierno de la Iglesia: el códice del Derecho Canónico, las actas de la Sede Apostólica, los Decretos de los Sínodos, o los juicios subjetivos de un Pontífice enfermo, declarados informalmente y sin consulta». Era una espada de doble filo que llegaba hasta el centro de dos cuestiones: el valor de la autoridad papal y el poder de la institución misma para aplicar sus propios decretos. Precisamente para preservar este poder y reforzarlo se había creado la Congregación para la Doctrina de la Fe, antaño la Santa Inquisición.
Desde tiempos inmemoriales la Iglesia se había visto infiltrada por ideas extrañas, gnósticas, maniqueas o arrianas. Los vestigios de las mismas aún perduraban y teñían las actitudes de este o aquel grupo (los carismáticos, los tradicionalistas, los literalistas, los ascetas). Durante los primeros siglos los instrumentos de la depuración habían sido el debate público, los escritos de los grandes Padres, las decisiones de los Sínodos y los Concilios. Pero cuando se reclamó el poder imperial como un designio de Dios a través de su Vicario, el Papa, fue posible echar mano de todos los instrumentos represivos: los ejércitos de las Cruzadas, los verdugos públicos, los inquisidores implacables, absolutos en su convicción de que el error no tenía derecho a existir. Lo que quedaba al final del segundo milenio era una pálida sombra de esos poderes, y a juicio de muchos era absurdo renunciar a ellos en favor de una concepción puramente humanista de los derechos humanos.
El Pontífice León tomó conciencia de la división mediante sus conversaciones con los Cardenales de la Curia acerca de las nuevas designaciones, pero sólo Agostini se mostró totalmente franco.
—Santidad, en términos meramente políticos es absurdo que un gobernante renuncie a un instrumento cualquiera de poder, incluso si jamás llega a sentir la necesidad de usarlo. No me agrada lo que usted me pide que haga… limitar las atribuciones de los nuncios apostólicos, obligarlos a informar a los obispos locales de las quejas que envían a Roma. Sé por qué lo hace. Sé que hay muchos motivos de fricción, del mismo modo que hay ventajas en el sistema actual; pero meramente desde el punto de vista de la práctica política, no me agrada renunciar a lo que tengo. Soy como el conservador de un museo, que prefiere aferrarse a cinco páginas de un manuscrito valioso antes que verlas incorporadas al libro entero en otro lugar.
—Matteo, por lo menos usted se muestra franco en este asunto. —El Pontífice le dirigió una sonrisa de cautelosa aprobación—. Durante mucho tiempo sostuve exactamente la misma opinión. Esto es lo que Clemens no quiere aceptar; no rne he convertido de la noche a la mañana en su enemigo o en un peligro para la Iglesia.
—El cree que lo es.
—¿Y usted?
—Creo que podría serlo —dijo el secretario de Estado.
—Explíqueme por qué y cómo.
—Comenzamos con nuestra verdad. Nuestro Acto de Fe, nuestra sumisión a Dios, nuestra confesión de Jesús como el Señor, es un acto libre. Es el acto que nos confiere la condición de miembros de la comunidad de creyentes. La capacidad de realizar cualquier acto es un don. El acto mismo es libre.
—Y así debe continuar. Elegimos todos los días.
—Pero yo creo que ahí es donde Su Santidad se equivoca. Usted cree que los hombres y las mujeres desean ser libres, que necesitan ejercer su derecho de decisión. El hecho concreto de la vida es que no lo desean. Quieren ser dirigidos, quieren que se les diga lo que es necesario, necesitan al policía en la esquina, el obispo tocado con su mitra y proclamando la Buena Nueva con autoridad y certidumbre. Por eso aceptan a los dictadores. ¡Por eso sus predecesores gobernaron como si hubieran sido el rayo de Júpiter! Dividieron al mundo y a la Iglesia, pero trasuntaban poder. El riesgo que usted corre es muy distinto. Usted ofrece a la gente los primeros frutos de la salvación, la libertad de los Hijos de Dios. A muchos, como a Clemens, les parecerá que tienen el sabor de los frutos del Mar Muerto, ¡polvo y cenizas en la boca!
—¡Bien! —La voz del Pontífice era fría como el hielo—. Volvemos a los viejos lemas: no es práctico. ¡No es oportuno!
—No digo eso. —Agostini mostró desusada vehemencia—. Estoy expresando, como es mi obligación hacer, un consejo y una advertencia. Pero sucede que coincido con Su Santidad… ¡al menos al principio! Anoche leí, por primera vez en muchos años, el decreto del Vaticano II sobre la Dignidad de la Persona Humana. Me impuse recitarlo, de manera que se me grabase en la memoria. «… La auténtica libertad es un signo excepcional de la imagen divina del hombre… Por lo tanto, la dignidad exige que él actúe de acuerdo con una decisión consciente y libre.» Quizá sea sensato recordar a nuestros hermanos que éste es un documento conciliar y no una opinión privada del Papa.
—¡Cabe preguntar por qué es necesario preguntar a hornbres adultos cosas tan sencillas!
—Porque la mayor parte de su vida no se ven obligados a abordarlas. Forman una especie protegida, que vive en las condiciones de un invernadero. En esta alocución, ¿piensa decir algo sobre la situación de las mujeres en la Iglesia!
—Ahora estoy trabajando en esa sección. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque me parece, Santidad, que estamos hablando nada más que a la mitad del mundo, y solamente sobre esa mitad. Somos una sociedad patriarcal cuyo diálogo con las mujeres está debilitándose cada vez más, y es cada vez menos importante. Hay mujeres que son jefas de Estados importantes. Hay legisladoras y juezas y presidentas de importantes empresas comerciales. El único modo en que reconocemos su existencia es a través de la Comisión Pontificia de la Familia, donde sirven algunos matrimonios, pero que se reúne una sola vez al año. Las mujeres de las comunidades religiosas todavía están «protegidas» por un Cardenal de la Curia, un hombre a quien mal puede considerarse la expresión adecuada de los intereses o las inquietudes de esas mujeres. Los problemas conyugales, los problemas bioéticos, deben ser tratados por las propias mujeres. El tema de las mujeres sacerdotes todavía es tabú, pero se discute cada vez más, e incluso sobre la base de la Biblia y la tradición mal puede decirse que se haya clausurado la polémica…
—Hasta ahora —dijo con cautela el Pontífice—, he llegado a un punto en que reconozco nuestras debilidades y nuestra voluntad de hallar correctivos. Pero no es fácil determinar cuáles son los propios correctivos. ¡Mire la situación que prevalece aquí! Estamos tan atareados protegiendo nuestra castidad, que nadie amenaza, y nuestra reputación de sacerdotes virtuosos que es imposible mantener una conversación normal, ¡y mucho menos dar un paseo a la luz del sol con un miembro del sexo opuesto! Inevitablemente nos veremos forzados a aceptar un clero casado del rito romano, como ya lo hemos admitido entre los uniatos; pero ni siquiera yo tengo audacia suficiente para abordar la cuestión en este momento. En fin, le contesto: sí, formularé el tema de las mujeres en la Iglesia, e intentaré abstenerme de adOmarlo con excesiva imaginería mañana. La madre de Jesús fue una mujer de su tiempo y su condición. Tal es la esencia del misterio, y no necesita cuentos de hadas que lo adornen.
Agostini movió la cabeza, asombrado e incrédulo.
—En todo esto hay trabajo para dos vidas enteras. ¿Por qué no acepta menos y se ahorra sufrimientos?
El Pontífice rió, con un sonido franco y gozoso que Agostini jamás le había escuchado antes.
—¿Por qué? Matteo, porque soy hijo de campesinos. Uno ara la tierra. La desmenuza. Arroja la semilla, y lo que los pájaros no comen y las lluvias no pudren y el moho no ataca, es lo que queda para cosechar. Además, creo que por primera vez en mi vida soy un hombre feliz. Estoy arriesgando todo lo que soy y todo lo que tengo a la verdad del Evangelio.
Ni siquiera Agostini, el pragmático puro, tuvo valor para recordarle que, ganara o perdiese, la recompensa sería la misma: le clavarían en una tabla y le verían morir, muy lentamente.
Siguiendo una sucesión de escalones irlandeses, de Murtagh a un primo por el lado materno, de la esposa de este primo a su hermano, de quien se sabía que tenía vínculos con el IRA y tal vez, sólo tal vez, con los Provisionales, Matt Neylan se encontró un jueves por la mañana sentado en la oficina del policía Macmanus, del puesto de los Garda en Clonakilty.
Llegó recomendado, lo que significaba que se consideraría auténtica su historia, aunque habría sido un estúpido si hubiese creído al pie de la letra todo lo que se le dijera. Hizo rápidamente su petición.
—Como usted sabe, he colgado los hábitos; pero estoy cuidando de dos damas que son muy valiosas para ciertas personas de relieve del Vaticano. Una de ellas es nada menos que un cardenal, y podría decirse que la otra está un escalón más alto. Recibí una llamada de Roma para decirme que quizá recibamos ciertas visitas desagradables. De manera que primero solicito un consejo. ¿Qué tipo de advertencia podemos recibir si ciertos extraños preguntan por mí? ¿Y qué puede hacer usted para impedir que se me acerquen?
Macmanus no se caracterizaba por la rapidez mental, pero no necesitó mucho para formular la respuesta.
—No mucho, en ninguno de los dos casos. A menos que alguien mencione su nombre, ¿quién puede saber si ha venido a pescar, o a hacer turismo o a preparar una inversión comercial? En estos tiempos recibimos en Irlanda a toda clase de gente: alemanes, holandeses, japoneses, la colección completa con todos los colores. ¿Qué podemos hacer para impedirles que se acerquen a usted? Nada, a menos que desplieguen un estandarte con las palabras «Maten a Neylan», o porten un bazooka sin permiso. Estoy seguro de que me entiende.
—Queda sumamente claro —dijo amablemente Matt Neylan—. De modo que pasaré a la pregunta siguiente. ¿Dónde puedo conseguir algunas armas de fuego y la licencia para tenerlas y usarlas?
—Advierto que usa el plural. ¿A qué se debe?
—Porque dos personas, Murtagh y yo, podemos usarlas. Porque creo que deberíamos tener cada uno una pistola; y si es posible, preferiría un par de semiautomáticas, en caso de que haya un ataque por sorpresa sobre la casa.
—Espero que no suceda nada semejante. Lamentaría tener que afrontar todo el papeleo de una cosa así… Déjeme pensar un poco. Antes de que continuemos, ¿está en condiciones de pagar esos artículos?
—Salvo que la Garda deseara donarlas a la causa de la ley y el orden.
—¡Seguramente bromea!
—Entonces, por supuesto, pagaremos.
—Las armas y las licencias, y naturalmente el trabajo de conseguirlas.
—Uno siempre paga esas cosas —dijo Matt Neylan, y se alegró de que el gendarme pareciese ignorar la alusión—. ¿Cuánto tardarían en entregarme todo eso?
—Por casualidad, ¿tiene encima el dinero necesario?
—No; pero puedo conseguirlo en el banco.
—En ese caso, magnífico. Haremos una pequeña excursión al campo. Puede recoger los artículos y llevárselos a su casa. Y de paso, le conseguiremos un perro… un animal grande, parecido a un sabueso. Uno de mis amigos los cría. Le hará un buen precio.
—¿Y las licencias?
—Las redactaré antes de que salgamos, y después completaré los detalles. A propósito, ¿sabe escribir a máquina?