La vez siguiente que Hopgood llegó con cartas que necesitaban la firma del Pontífice, éste le entregó el papel acompañándolo con un comentario casual.
—Creo que se le cayó esto.
Hopgood, fríamente, se limitó a mirar el papel y asintió.
—Sí, así es. Gracias, Santidad.
Su Santidad continuó firmando las cartas. Habló sin apartar los ojos del papel.
—¿Qué opina de mi alocución, hasta ahora?
—Hasta ahora —dijo Hopgood midiendo cuidadosamente las palabras—, parece que usted está avanzando hacia un documento. Pero está muy lejos del documento mismo.
—Tan grave es la situación, ¿eh? —El Pontífice continuó escribiendo sin apartar los ojos del papel.
—No es bueno ni malo. No debemos juzgar por la forma actual, que es provisional.
—Monseñor O’Rahilly me dijo que yo era el peor escritor del mundo. ¿Algún comentario?
—Ninguno. Pero si Su Santidad acepta una sugerencia…
—Hágala.
—Escribir como hace usted es un trabajo infernal. ¿Por qué lo soporta? Si usted me concede una hora diaria, y me explica lo que desea decir, se lo escribiré en la mitad de tiempo. Después, puede corregirlo de acuerdo con sus preferencias. Soy eficaz en ese tipo de cosas. He escrito y dirigido teatro en Oxford; de modo que la retórica del asunto me parece fácil… Además, deseo firmemente que el consistorio tenga éxito.
El Pontífice dejó la pluma, se recostó sobre el respaldo de su sillón y examinó a Hopgood con ojos sombríos que no parpadearon.
—¿Y cómo definiría el éxito?
Hopgood consideró la pregunta durante unos momentos, y después, con su estilo preciso y profesional, contestó:
—Su público estará formado por hombres poderosos de la Iglesia. Si lo desean, pueden mostrarse completamente indiferentes a lo que usted diga. Si les desagrada, pueden estorbarle de mil modos distintos. Pero si salen a la plaza de San Pedro y contemplan a la gente y sienten que se ha establecido con ella una nueva relación, y que pueden demostrarle una consideración distinta… en ese caso, su alocución habrá tenido un sentido. De lo contrario, serán palabras lanzadas al viento y disipadas en el instante mismo de pronunciarlas.
—Por lo que parece, es usted un hombre muy abnegado pero un tanto recluido. ¿Cuál es su contacto con la gente?
Era la primera vez que el Pontífice veía intimidado a monseñor Gerard Hopgood. El sacerdote se sonrojó, movió incómodo el cuerpo e hizo su sorprendente confesión:
—Soy corredor, Santidad. Me entreno en mis días libres con un club de la Flaminia. Uno de mis amigos es el sacerdote del club. Lo organizó para apartar a los niños del circuito de las drogas y del contacto con los ladrones. De modo que la respuesta es que veo a mucha gente.
—Monseñor, ¿es buen corredor?
—No soy malo… y eso me recuerda una cosa: Santidad, últimamente usted omite sus ejercicios matutinos. No puede hacer eso, ¡es peligroso! Si le facilita las cosas, yo le acompañaré.
—Se me reprende en mi propia casa —dijo el Pontífice León—. ¡Y mi propio secretario! ¡Que es corredor!
—«Perseveremos en nuestra carrera…»
19
—dijo monseñor Hopgood con aire inocente—. San Pablo a los hebreos. Espero la decisión de Su Santidad sobre la alocución… Y los ejercicios. Personalmente, yo preferiría los ejercicios, porque por lo menos le ayudarán a mantenerse vivo. En definitiva, el Espíritu Santo se hará cargo de la Iglesia.
El Pontífice firmó la última carta. Hopgood las recogió todas y esperó que le despidiese formalmente. En cambio, el Pontífice le indicó una silla.
—Siéntese. Revisemos el texto que tenemos hasta ahora.
En la finca de Matt Neylan el otoño era diferente, tibio y brumoso por los efectos de la Corriente del Golfo, nublado casi todos los días, con el aire que olía a restos marinos y humo de turba y el pasto pisoteado de los prados donde pacían las vacas. Era un lugar solitario, a medio camino entre Clonakilty y Courtmacsherry, casi veinte hectáreas de tierras de pastoreo, con un huerto y el espectáculo de la bahía hasta Galley Head.
La casa era más espaciosa de lo que él recordaba, con una arboleda que la defendía de los vientos del oeste, calefacción central y un jardín amurallado donde crecían rosales, y perales y manzanos cerca de los muros. Dentro, reinaba una limpieza inmaculada. Los adornos de su madre estaban todos en sus respectivos lugares, los libros de su padre desempolvados, los cuadros bien colgados de las paredes. Había un Barry sobre el reborde de la chimenea y un David Maclise en el estudio, y a Neylan le pareció muy agradable tenerlos allí.
La bienvenida de los Murtagh fue como el clima, grisácea y tibia; pero cuando Neylan les relató la historia, que esa valerosa mujer había cuidado y aconsejado a Su Santidad y ahora se veía amenazada por algo peor, y que la niña era la pupila y la nieta adoptiva del gran Cardenal Drexel, se mostraron más cálidos y la señora Murtagh se apoderó de las dos visitantes como una gallina madre, mientras Neylan y el señor Murtagh bebían whisky irlandés en la cocina.
Esto dejó en pie un solo problema: que Neylan había desertado de la fe, lo cual, según explicó el señor Murtagh, a él no le inquietaba demasiado, pero molestaba un poco a su esposa, que tenía una hermana en el Convento de la Presentación, en Courtmacsherry. Pero, por otra parte —reconoció después de dos whiskys— las convicciones de un hombre eran asunto personal, ¿y acaso no estaba ofreciendo refugio y protección a esas dos criaturas amenazadas? Lo cual originó la pregunta siguiente: ¿Neylan creía que las perseguirían hasta ese rincón del mundo? Neylan reconoció que era posible, aunque no probable. Pero por las dudas quizá fuera conveniente hacer correr la voz por las aldeas próximas, en el sentido de que se apreciaría un aviso inmediato si aparecían extraños. Y —éste fue el aporte de Murtagh— había una escopeta del doce y un rifle que había pertenecido a su padre. Convenía mantenerlos aceitados y limpios. Y a propósito, ¿cómo había que hablarle, ahora que ya no era sacerdote? ¿Y a las damas, correspondía tratarlas de señora o señorita? Matt Neylan le contestó que usara los nombres de pila.
Después, la vida fue más fácil. Comían como reyes. Mimaban a Britte. Exploraron la costa de Skibbereen a Limerick, y atravesaron los condados hasta llegar a Waterford. Comían y bebían bien, y dormían abrigados, aunque separados. Pero cuando llegaron los primeros vendavales se miraron unos a otros y se preguntaron qué demonios estaban haciendo en ese lugar, y cómo demonios esperaban pasar el invierno.
Dos llamadas telefónicas les dieron la respuesta. Salviati dijo sin vacilar:
—Quedaos allí. Todavía no ha empezado.
La Embajada israelí formuló una advertencia todavía más clara:
—No se muevan. Mantengan baja la cabeza. ¡Les diremos cuándo es seguro regresar! —Y para completar las precauciones, les suministraron un número telefónico de Dublín, donde el Mossad mantenía un puesto para vigilar el movimiento de armas desde Libia y otros lugares.
De modo que Britte comenzó a pintar. Matt Neylan retomó el trabajo en su libro, y Tove Lundberg se encerró en un silencio inquieto hasta que leyó que un fabricante alemán de productos farmacéuticos, que gozaba de una exención impositiva en Holanda, había decidido realizar una donación a la unidad cardíaca del Hospital de las Hermanas de la Piedad en Cork. Necesitarían personal idóneo. Ella poseía las mejores referencias posibles. ¿Alguien se oponía? Britte de ningún modo. Matt trabajaba en el hogar. Los Murtagh se ocupaban de la casa y la finca. ¿Qué decía Matt Neylan?
—¿Qué puedo decir? Si se trata de elegir entre enloquecer aquí o asomar un poco la cabeza… Y por Dios, ¿quién se ocupa de Cork en Roma? Creo que sí, que debe ir. De aquí a Cork hay unos setenta kilómetros. Probablemente le asignarán una habitación en el hospital. ¿Por qué no presenta su solicitud?
—¿No le importa cuidar a Britte?
—¿Qué debo cuidar? La señora Murtagh la atiende y se ocupa de sus necesidades femeninas. Yo la distraigo y la saco a pasear cuando no pinta. Parece que el régimen le sienta bien. Usted es la que necesita preguntarse si será feliz con esta solución.
—¿Y usted?
—Estoy bien. Vivo en mi propia casa. Por el momento, soy feliz. Y estoy trabajando bien.
—¿Y eso es todo?
—No, no es todo. Llegará el día en que sentiré cierto comezón. Y entonces iré en coche a Dublín y subiré a un avión que me lleve a otro país, y regresaré cuando haya calmado mis nervios. Los Murtagh se ocuparán de Britte. Usted estará cerca. Esto es a lo que me comprometo yo. ¿Ve algún problema en ello?
—No, Matt. Pero creo que usted sí.
—¡Por supuesto, tengo problemas! —De pronto sintió el ansia de hablar—. Pero son mis problemas. Nada tienen que ver con usted y con Britte. Ansiaba regresar… y en cierto sentido no estoy decepcionado. Llevo una vida cómoda. Esta casa es un refugio agradable que me respaldaría si tuviera que soportar malos tiempos. ¡Pero eso es todo! Aquí no hay futuro ni continuidad para mí. He cortado la raíz principal. No pertenezco a la antigua Irlanda católica; no me agradan los nuevos ricos y los europeos que vienen aquí para eximirse de pagar impuestos. Cuando llegue el día en que me enamore y quiera instalarme con una mujer, sé que no lo haré aquí.
—Comprendo lo que siente.
—Supongo que sí.
—¿No lo ve? Nuestras vidas corren paralelas. Ambos abandonamos una religión antigua y dura, un país pequeño, un idioma pequeño, una historia estrecha. Ambos nos hemos convertido en mercenarios al servicio del extranjero. Yo no podría vivir ahora en Dinamarca, del mismo modo que usted no puede vivir aquí.
—Eso, con respecto al país. ¿Qué me dice del matrimonio?
—Para mí está fuera de la cuestión.
—¿Y Salviati?
—Él está donde necesita estar; en libertad para empezar de nuevo con otra mujer.
—¡Muy noble de su parte!
—¡Por Dios! Es una decisión egoísta del principio al fin. No podría pedir a un hombre que comparta la responsabilidad de Britte. Y a mi edad no me arriesgo a tener otro hijo. E incluso si lo tuviese, eso significaría arrojar a Britte a una especie de exilio permanente. Lo he visto en muchas familias. Los niños normales miran con desagrado a los impedidos.
—Me parece —dijo serenamente Matt Neylan— que usted deriva toda la existencia de un mundo perfecto, y ambos sabemos que eso no existe. Para la mayoría, la vida es una sucesión de rectificaciones. Estoy seguro de que muchos de mis ex colegas creen que soy un infiel desaprensivo con la moral de un gato callejero y la posibilidad de divertirse con todas las mujeres del mundo. En vista del desorden de mi vida reciente, no los critico. Pero la verdad real es algo distinta. Soy como el camellero que se durmió bajo una palmera, y al despertar descubrió que la caravana se había marchado y que él estaba solo en medio de un desierto. No me quejo de esto, me limito a señalar la cuestión.
—¿Cuál es?
—Britte y yo. Nos llevamos muy bien. Conseguimos comunicarnos. Somos buenos compañeros. Soy por lo menos una conveniente figura de padre que ocupa el lugar del nonno Drexel. En esa hermosa cabeza y detrás de esos balbuceos chapurreados hay una mente afilada como una navaja, y sé que me está cortando en rebanadas día tras día y examinándome al microscopio. En este momento estamos hablando de la posibilidad de una exposición en una buena galería de Cork o Dublín.
—Supongo que usted pensó consultarme en cierta etapa del plan.
—En cierta etapa, sin duda; pero todavía es demasiado temprano. Por lo que se refiere a usted y a mí… ¡Demonios! ¿Cómo llegamos a todo esto?
—No lo sé; pero, Matt, usted tiene la palabra. ¡Primero, su discurso!
El se zambulló temerariamente.
—Entonces, lo diré de prisa, y si no le agrada puede rechazarme. Ustedes son mil veces bienvenidas bajo mi techo. Al margen de que yo esté aquí o me ausente, esta casa les pertenece, y no necesitan pensar en el alojamiento ni en la pensión… Pero yo duermo al fondo del corredor, y por la noche permanezco despierto deseándola y sabiendo que estoy dispuesto a aceptarla sean cuales fueren las condiciones durante tanto o tan escaso tiempo como usted quiera, porque usted, Tove Lundberg, es una mujer muy especial, y si yo creyera que puedo hacerla feliz, ¡arrancaría del cielo las estrellas y las arrojaría sobre su regazo! ¡Bien, ya lo he dicho! No volveré a hablar del asunto. Señora, ¿me acompaña a beber una copa? ¡Creo que la necesito!
—Acepto —dijo Tove Lundberg—. Ustedes los irlandeses discursean demasiado sobre las cosas sencillas. ¿Por qué no me lo preguntó antes, en lugar de perder tanto tiempo?
A fines de septiembre Su Excelencia Yukishege Hayashi, embajador extraordinario y plenipotenciario ante la Santa Sede, recibió una carta de Tokyo. La carta informaba a Su Excelencia que un equipo de cineastas independientes visitaría Roma en octubre y noviembre. Parte de su plan de trabajo era filmar un documental de dos horas, para la televisión japonesa, sobre el Vaticano y sus tesoros. Se pedía a Su Excelencia que facilitara esta labor y asegurase los buenos oficios de la Comisión Pontificia de Comunicaciones Sociales, que era el organismo que concedía todos los permisos necesarios.
La carta llegó acompañada por una copia de una recomendación de Paul Ryuji Arai, Arzobispo Apostólico pro—nuncio, al presidente de la Comisión, para solicitarle que se interesara personalmente por el proyecto.
Era uno de los centenares de peticiones semejantes que los comisionados recibían a lo largo del año. El origen era impecable. Había muy buenas razones que justificaban conceder atenciones especiales a los japoneses. Su Excelencia recibió la seguridad de que se otorgarían los permisos apenas el equipo llegase a Roma y se le suministrara la información de costumbre: número y personas del equipo, los temas de las fotografías, los equipos y el transporte, etcétera.
Simultáneamente, el presidente envió una nota personal al embajador para señalarle que, durante la festividad de Todos los Santos, el Colegio de Cardenales asistiría a una Gran Misa Pontificia en San Pedro, y que se invitaría a los miembros del Cuerpo Diplomático. Al parecer sería una ceremonia muy especial y convenía llamar la atención de los cineastas, sobre todo porque Su Excelencia estaría presente en nombre del Emperador.
La información fue mencionada de pasada en una conversación con Nicol Peters, que había acudido a la Comisión para comentar el anuncio del consistorio y preguntar cómo cuadraba en el subtexto oculto de los asuntos del Vaticano. En relación con esa pregunta, el presidente adoptó una actitud amable pero indefinida. Con el propósito de tener mejor información, Peters telefoneó al Cardenal Drexel y fue invitado inmediatamente a almorzar. El anciano se mostró tajante y enérgico como siempre, pero reconoció sin rodeos que había un hueco en su vida.