Dado que tenía armas para un combate a corta o a mediana distancia, todos estarían más seguros en terreno abierto. Había casi veinte hectáreas entre la casa y el mar, un terreno ondulado dividido por empalizadas bajas de piedra y bordeado por un camino sinuoso que descendía por el borde del risco hasta el terreno más bajo de la caleta, donde había un cobertizo para botes, invisible desde el camino. Las mujeres podían pasar allí la noche, mientras Murtagh y él vigilaban. El no dudaba que los asesinos llegarían en la oscuridad; alrededor de medianoche o en ese período breve y siniestro que precedía a la falsa alborada. Estacionarían a cierta distancia. Él o los asesinos se aproximarían a pie.
En ese momento Tove y la señora Murtagh entraron con un cesto de huevos y un cubo de leche fresca. Murtagh estaba limpiando sus botas en la puerta, y esperando que le invitaran a beber su whisky del fin de la jornada. Matt Neylan los reunió a todos, sirvió las bebidas y anunció:
—No tengo la más mínima prueba, pero siento en los huesos que esta noche habrá problemas. De modo que propongo lo siguiente…
En Roma, a las siete de la misma tarde, monseñor Gerard Hopgood depositó sobre el escritorio del Pontífice el texto definitivo de la alocución, y dijo:
—Santidad, eso es todo. He verificado hasta la última coma. Ahora, con todo respeto, sugiero que salga usted de aquí y pase una noche tranquila. Mañana será un día pesado.
—Gerard, no debe preocuparse.
—Me preocupo, Santidad. Mi tarea es mantenerlo de pie, con la mente clara, un texto adecuado y una actitud de confianza absoluta. A propósito, he ordenado a su asistente que le afeite a las seis y media de la mañana, y que le retoque un poco los cabellos.
—¿Y no ha pensado que eso es presuntuoso?
—Lo he pensado, Santidad; pero después me he dicho que es preferible arriesgarme a sufrir su cólera si es necesario para lograr que tenga buen aspecto cuando se presente ante el consistorio. Si me perdona otra presunción, tenemos un texto muy elegante, y merece contar con un portavoz muy elegante.
—Y eso, mi estimado señor Hopgood, revela un enfoque muy mundano.
—Lo sé; pero Su Santidad hablará ante gente que conoce muy bien las formas mundanas. Le rinden homenaje y obediencia; pero de todos modos recordarán que ellos son los príncipes que le eligieron, y que si usted no hubiese sobrevivido, habrían elegido a otro en su lugar.
Era el discurso más audaz que había pronunciado nunca y un reproche estuvo a punto de brotar de los labios de su jefe. No se manifestó, porque el propio Hopgood adoptó una actitud de sumisión instantánea.
—Discúlpeme, Santidad. Eso ha sido impertinente; pero estoy preocupado por usted. Estoy preocupado por el trabajo que usted comienza en una etapa tan tardía de la vida. Pertenezco a otra generación. Entiendo la necesidad de lo que usted quiere hacer, abrigo la esperanza de que su plan se realice. Y advierto con cuánta facilidad es posible deformar y frustrar lo que usted piensa. Le ruego que me perdone.
—Hijo mío, está perdonado. Sé tan bien como usted que nuestros mayores no son siempre los mejores; y aunque en el pasado a menudo la impuse, ya no creo que la obediencia debe ser ciega. Su verdadero pecado es la falta de confianza en Dios. No es fácil consagrarse a Él. Es como saltar de un avión sin paracaídas. Pero cuando usted lo ha hecho, como lo hice yo, sin saber si viviré o moriré, de pronto parece la cosa más natural del mundo. Aún padecemos sentimientos de ansiedad, la adrenalina continúa fluyendo para prepararnos, como hace con todos los animales, para el ataque o la defensa. Pero la serenidad esencial persiste, la convicción de que, vivos o muertos, la mano del Todopoderoso nunca nos abandona… ¿Con quién cenará esta noche?
—Recibo a mi amigo, el padre Lombardi. Es el hombre que dirige el club atlético. Últimamente ha tenido dificultades con el cura de su parroquia, que a su vez está en dificultades, porque hace poco sufrió un ataque y su ama de llaves le dejó… De modo que Lombardi necesita que le reanimen un poco.
—¿Dónde cenarán?
—En Mario’s. A pocos pasos de la Porta Angelica. Dejaré el número en la centralita, por si Su Santidad me necesita.
—No le necesitaré. Vaya y páselo bien con su amigo. Le veré aquí a las seis de la mañana.
Cuando monseñor Hopgood se retiró, el Pontífice descolgó el auricular del teléfono y llamó a la línea de Antón Drexel. Habían convenido en que Drexel, que ahora estaba completamente retirado, no debía acudir al consistorio. Sin embargo, varios de los prelados visitantes ya le habían telefoneado para conocer su interpretación personal de la situación. El Pontífice estaba interesado en saber lo que esos dignatarios pensaban. Drexel se lo explicó.
—Están desconcertados. No pueden reconciliarse con la idea de que en usted hay un cambio personal. Me temo que Clemens ha permitido que su malhumor le domine. Ha ofrecido de usted la imagen de un casi hereje, o por lo menos de un excéntrico peligroso, y eso parece también increíble a sus colegas. De modo que, en resumen, goza usted de cierta ventaja. Ahora, todo depende de su alocución. ¿Ha distribuido copias?
—No. Me pareció mejor no hacerlo. Describiré el documento como una exposición de mis opiniones, una invitación al comentario un preludio a un
Motu Proprio
sobre algunos de los temas principales. De ese modo obtendré reacciones, favorables y contrarias.
—Coincido con usted. Tan pronto reciba comentarios, los retransmitiré a Su Santidad.
—Aprecio eso, Antón. ¿Cómo se siente?
—Solitario. Extraño a mi Britte. Me envió una hermosa tela, y su madre escribió una carta con noticias. Todavía están amenazadas, lo cual me molesta mucho; pero no puedo hacer nada eficaz. Neylan las cuida muy bien. Pero hay otra cuestión, Santidad: ¿hasta qué punto puede decirse que la seguridad de usted es eficaz?
—Es tan eficaz o tan ineficaz como lo ha sido siempre, Antón. San Pedro estará atestada mañana por la mañana. Habrá gente en la plaza. ¿Quién puede controlar a una multitud como ésa en un edificio tan enorme? En cierto sentido, la presencia simbólica de los miembros de seguridad es tan eficaz como la de un destacamento entero de hombres armados que, de todos modos, no podrían utilizar sus armas. Créame, soporto todo el asunto con muchísima tranquilidad.
—Nuestros hijos rezan por usted.
—Es la mejor protección que puedo pedir. Gracias, Antón. Agradézcaselo también en mi nombre. Y eso me recuerda otra cosa. En un futuro próximo le enviaré a mi nuevo secretario, un inglés, monseñor Gerard Hopgood. Es un excelente atleta que entrena a los miembros de un club juvenil de la Flaminia. También tiene experiencia en las actividades atléticas de los minusválidos. Está interesado en el trabajo de la colonia, y posee las aptitudes necesarias; quizá pueda aportar tanto el impulso como los medios para crear cierta continuidad… Detestaría perder a un buen secretario; pero, amigo mío, tengo una deuda con usted. Desearía encontrar un modo apropiado de pagarla.
—Santidad, nada me debe.
—Antón, no discutiremos eso. Esta noche rece por mí. —Sonrió, con una sonrisa breve y seca—. Acabo de sermonear a monseñor Hopgood sobre la necesidad de confiar en Dios. ¡En este momento necesito ese sermón más que él!
Poco antes de la caída de la noche, Murtagh retiró de la casa los grandes envases de leche destinados a la cooperativa, y después llevó el ganado a un corral que estaba a medio camino entre la casa y el borde del risco. Neylan bajó con las mujeres hasta el cobertizo de los botes, y las instaló allí con alimentos, mantas, una estufa de queroseno y la compañía del sabueso y una escopeta. Britte estaba nerviosa y desencajada, y se quejaba del frío y la jaqueca. Tove hizo señas a Neylan, indicándole que se fuese. Podría afrontar la situación mejor sin él. Después, Neylan y Murtagh se vistieron con ropas abrigadas para pasar una noche larga y fría, prepararon bocadillos y un termo de café, cargaron las armas y se llevaron el Range Rover y el coche nuevo, dejándolos a la sombra del alero, sobre el borde oeste de la propiedad. Matt Neylan trazó su plan.
—… que no es un plan. Es sólo que tenemos que hacer lo que podamos; es decir, matarlos cuando se acerquen, pero en esta propiedad, no fuera. ¡No se haga ilusiones! Son asesinos profesionales. No pelean ajustándose a las reglas de la caballerosidad. Seguramente conocen todas las artes marciales, y cuando actúen serán veloces como tigres. De modo que no podemos permitirles que se acerquen… Y tenemos que liquidarlos a todos, ¿comprende? De lo contrario, los que queden insistirán en acercarse a Tove y a Britte. ¿Me entiende ahora?
—Le entiendo; pero para ser sacerdote, es usted un sujeto bastante sanguinario, ¿verdad?
—No soy sacerdote; pero sí sanguinario. Ahora, intentemos imaginar cómo se acercarán, y cómo podemos detenerlos.
—Si su intención es la eliminación total, creo que puedo ayudarle.
—Le escucho, Murtagh.
—Cuando era más joven y más tonto, y antes de que mi esposa me amenazara con separarse, solía hacer trabajos ocasionales para los
provos
(no por dinero, sino porque creía en la causa)… Era eficaz construyendo trampas cazabobos y organizando emboscadas. Pero después de un tiempo me harté. Ya no era divertido, a lo sumo sangriento y peligroso. ¿Me entiende?
—Le entiendo, Murtagh, pero desearía que fuese al grano.
—El grano es que si usted retira unos pocos litros de nafta de los tambores que están en el depósito y después me ayuda a construir una pequeña instalación eléctrica, creo que podemos dar a nuestros visitantes la sorpresa de su vida.
—No quiero sorprenderlos —dijo secamente Matt Neylan—. Los quiero muertos.
—Morirán —dijo Murtagh—. Las trampas cazabobos los distraerán el tiempo necesario para enviarles una andanada mortal. Usted estará en el granero. Y yo en el establo.
—Ojalá que no incendie la maldita casa.
—No… Quizá la chamusque un poco. Nada que no pueda arreglarse con una mano de cal. Pero será mejor que tenga usted buen ojo y la mano firme. Dispondrá de tiempo sólo para disparar una carga… ¿Está listo?
—Completamente. Lo único que me enseñaron fue el sacerdocio y la política de Estado. Ninguna de las dos cosas vale un centavo en este momento.
—Entonces, piense en la niña y las mujeres del cobertizo. Eso le calmará los nervios. ¿A qué hora cree que llegarán los bastardos?
—No antes de medianoche, la hora en que cierran las tabernas y se vacían los caminos.
—Disponemos de suficiente tiempo. Traiga ahora el cornbustible. Use un par de cubos de leche. Deje uno en la puerta del fondo de su casa, y el otro al lado de la cocina de la casa pequeña. Necesitaré un poco de cable eléctrico y un par de pinzas, y un destornillador…
Acurrucadas en el cobertizo, con un viento frío que se filtraba por las grietas y el golpeteo de la marea sobre los guijarros de la playa, Tove Lundberg y la señora Murtagh cuidaban a Britte, que no había mejorado. La jovencita dormía inquieta, moviéndose y quejándose. Tove le sostenía la mano y le limpiaba el sudor pegajoso de la cara, mientras la señora Murtagh pasaba su rosario y hablaba con acento de impotencia.
—Necesita un médico.
—Así es. —Tove había aprendido mucho antes que si uno discutía con la señora Murtagh, ésta se retraía como un conejo que se sepulta en su madriguera y se abstraía durante varias horas—. Matt vendrá a buscarnos cuando haya pasado el peligro. Ahora, cálmese y rece por todos.
La señora Murtagh calló, hasta que ya no pudo soportar más. Entonces, preguntó:
—¿Qué pasa entre usted y Matt Neylan? ¿Se casará con él? Si no piensa hacerlo, está malgastando su vida, y una mujer de su edad no puede permitirse ese lujo.
—Mayor razón todavía para evitar un error, ¿no le parece?
—Me parece que ya se han cometido muchos errores: usted con esta pobre niña y sin marido que la ayude, Matt Neylan con esa hermosa carrera en Roma. Decían que llegaría a obispo, ¿lo sabía? ¡Y ahora, véalo! ¡Ha colgado los hábitos! ¡Se ha alejado totalmente de la Iglesia, y quizá por toda la eternidad!
—Señora Murtagh, estoy segura de que Dios lo comprende mejor que nosotros.
—Pero, ¡renunciar a toda la gracia que se le otorgó! Vea, el domingo pasado monseñor O’Connell, el cura de nuestra parroquia de Clonakilty, predicó sobre eso, el rechazo de la gracia. Dijo que es como negarse a aceptar un salvavidas en un mar tormentoso…
—Señora Murtagh, mi padre también era pastor. Solía decir: «Los hombres y las mujeres se cierran sus puertas unos a otros, pero la puerta de Dios siempre está abierta».
—¿Ha dicho su padre?
El concepto de un sacerdote casado era un problema demasiado complejo para la señora Murtagh, y en todo caso le parecía indefinidamente obsceno. Era una de «esas cosas protestantes».
—Sí, y sus feligreses le amaban.
—Pero usted también dejó su Iglesia.
—Lo mismo que Matt, descubrí que no podía creer… en todo caso, no podía creer lo que me habían enseñado. De modo que adopté la única actitud que me pareció honesta. Me alejé.
—Para meterse en dificultades —dijo intencionadamente la señora Murtagh.
—Pero ésa no es la cuestión, ¿verdad? Si la única razón por la cual usted se aferra a Dios es el deseo de evitar las dificultades, ¿qué clase de religión es ésa?
—No lo sé —dijo fervientemente la señora Murtagh—. Pero le diré una cosa: me alegro de tener ahora el rosario en mis manos.
Britte emitió un grito súbito y agudo de dolor y despertó asustada. Su madre trató de calmarla, pero la jovencita se llevó las manos a la cabeza y rodó de un lado al otro, gimiendo. Los ojos se le revolvieron en las órbitas. Tove se sentó junto a ella y la acunó en sus brazos, mientras la señora Murtagh le limpiaba el sudor de la cara y la arrullaba:
—¡Vamos, vamos! El dolor pasará pronto.
Fuera, el viento aullaba misteriosamente y el golpeteo de la marea sonaba como pasos sobre los guijarros.
Llegaron una hora después de medianoche, los cuatro, dos por el este y dos por el oeste, enmascarados y vestidos de negro de la cabeza a los pies, trotando silenciosos sobre la hierba espesa de los lados del camino. Cuando llegaron a los rincones de la propiedad interrumpieron la marcha para orientarse. Después, un miembro de cada pareja se adelantó hacia el frente de la casa. Los dos restantes salvaron la empalizada del frente y avanzaron hasta que estuvieron a la altura del granero. Después giraron y caminaron acercándose uno al otro. Una vez completada la maniobra, había una figura oscura de pie, inmóvil y apenas visible, en cada esquina del rectángulo formado por las construciones.