Entonces, por un juego de asociación —o porque se le concedió la pequeña piedad de la distracción—, pensó en Tove Lundberg, velando a su hija en aquel país lejano y brumoso al que los romanos llamaban Hibernia. Ésa era otra clase de sufrimiento, y encerraba refinamientos que él sólo podía conjeturar. Neylan probablemente los entendería mejor. Neylan había llegado a la conclusión de que el universo era un lugar tan irracional que había abandonado toda fe en un creador inteligente. Y sin embargo, precisamente él ahora estaba comportándose con valor, con dignidad y compasión.
Lo que no podía pedir para sí mismo, podía rogarlo para ellos. También oró por Drexel, atrapado en la última y dolorosa ironía de la edad. Había abierto su corazón al amor y ahora, en sus años de ancianidad, también eso se le arrebataba.
Sintió un toque en el hombro y la voz del maestro de ceremonias, que murmuró:
—Santidad, es hora de comenzar.
Desde su puesto, cerca del Cuerpo Diplomático, el jefe de seguridad observaba todos los movimientos del Pontífice y sus concelebrantes en el Altar, y escuchaba los lacónicos informes que le transmitían minuto a. minuto desde los puntos estratégicos de vigilancia alrededor de la Basílica. Desde la cúpula, todo parecía normal; en la nave, normal; en el crucero, normal…
Ahora estaban en el Prefacio, la oración que introducía los actos eucarísticos centrales. El coro íntegro entonó la doxología: «Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios de los Ejércitos, el Cielo y la tierra exaltan tu Gloria…». La radio continuó desgranando sus informes: baldaquín, normal. Crucero, normal… Pero los verdaderos momentos de peligro en el curso de la ceremonia, llegarían poco después: la Narración, cuando el Pontífice estaba en el centro del altar y elevaba los elementos consagrados sobre su cabeza para ofrecerlos a la adoración de los fieles, y el momento, poco antes de la Comunión, en que alzaba de nuevo la Hostia y pronunciaba las últimas palabras de alabanza.
El maestro de ceremonias se atenía rigurosamente a sus órdenes, y siempre que era posible aislaba al Pontífice, de modo que, incluso si caía herido, las bajas fuesen mínimas. Era una terrible ironía. Mientras se ofrendaba sobre el altar la víctima ritual, el blanco viviente se ofrecía al golpe del asesino.
Instalados entre los miembros de la Casa Papal, Sergio Salviati y Menachem Avriel consiguieron mantener una conversación de murmullos pese a las resonancias del canto. El secretario de Estado había hablado con ellos y les había suministrado una rápida versión de las noticias de Irlanda. Avriel quiso saber:
—¿Qué hará ahora con Tove?
—Escribirle, llamarla.
—Pensé que…
—También yo, antes. Pero eso fue antes de que se marchase. Nadie tiene la culpa. Demasiados espectros en nuestros lechos, eso es todo.
—Entonces, acepte mi consejo. Concédase una pausa. Venga a Israel.
—Conozco el resto. «Le encontraremos una muchacha judía bonita e inteligente y…» Lo intentaré. Mis cirujanos jóvenes trabajan bien. Morrison llegará y podrá vigilarlos. ¿Qué parte del Servicio es ésta?
Menachem Avriel señaló el lugar del texto y explicó en un murmullo.
—Es la versión cristiana de la Pascua.
—¿Cómo lo sabe?
—Me dedico a leer. Estudio las costumbres locales, que es precisamente lo que los diplomáticos deben hacer. Ahora, calle. Esta parte es muy sagrada.
El Pontífice estaba recitando la primera fórmula de la Consagración:
—Mientras cenaban, Él tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomad y comed; éste es mi cuerpo que será ofrecido por vosotros y por todos los hombres».
En el coro de murmullos que siguió, el Pontífice alzó la Hostia blanca sobre su cabeza mientras la gran congregación se inclinaba en señal de reverencia. Mientras los brazos del Pontífice se elevaban sobre su cabeza, él mismo era un blanco perfecto. Cuando los bajó, el jefe respiró aliviado. Había pasado el primer momento de peligro. Ahora, el Pontífice se inclinó sobre el altar, tomó en sus manos el cáliz de oro y recitó las palabras que consagraban el vino:
—Del mismo modo, acabada la cena, tomó el vino, lo bendijo, y lo ofreció a sus discípulos diciendo: «Tomad y bebed todos de él. Éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados. Haced esto, en conmemoración mía».
De nuevo alzó los brazos mostrando el líquido consagrado y presentándolo a la adoración de la gente.
Entonces le alcanzó la bala, abriendo un orificio en su pecho y derribándole hacia atrás, de modo que el líquido se derramó sobre su cara y las vestiduras, mezclándose con su propia sangre.
Su Eminencia Karl Emil Clemens, Cardenal Camarlengo, era un hombre muy atareado. La Sede de Pedro estaba vacante, y hasta que se eligiese un nuevo Pontífice, el Camarlengo dirigía el despacho bajo la supervisión del Sacro Colegio. Esta vez no habría confusiones ni errores. Ordenó un examen post mortem y reclamó que estuviese a cargo del médico jefe de la comuna romana, en presencia de tres médicos testigos, entre ellos el profesor Sergio Salviati, cirujano del Pontífice.
Las conclusiones fueron unánimes. La muerte había sido provocada por una bala de gran calibre, un proyectil de alta velocidad y punta hueca, disparada desde una posición elevada. Había atravesado el corazón y se había desintegrado contra las vértebras, enviando fragmentos a distintos lugares de la cavidad torácica. La muerte había sido instantánea. Estas conclusiones concordaron con las observaciones de los investigadores llamados a colaborar con el
Corpo di Vigilanza
del Vaticano. Descubrieron que el equipo de sonido utilizado por el grupo de cineastas japoneses en realidad era el cañón alargado de un rifle, que confería extraordinaria exactitud al proyectil. Pero en el momento de examinar este equipo, el operador de sonido había desaparecido. Se comprobó también que en realidad era un coreano, nacido en Japón, a quien se había contratado para la ocasión. Los restantes miembros del equipo fueron interrogados, pero finalmente fueron traspasados a la custodia del embajador japonés, que dispuso la partida inmediata de los hombres.
El cuerpo del Pontífice no fue mostrado al público. Los tres ataúdes —uno de plomo, con su escudo de armas y el certificado de defunción, otro de ciprés y otro de olmo— ya estaban sellados, y se abreviaron las exequias por temor, según dijeron los periódicos, a que hubiese nuevos episodios de violencia. Después de la primera serie de artículos que reflejaron la impresión y el horror provocados por el episodio, los materiales conmemorativos sobre León XIV tuvieron también un acento discreto. Le describieron como un hombre severo, partidario de una disciplina inflexible, modelo de rectitud en su vida privada, de celo en su defensa de la tradición pura de la fe. Incluso Nicol Peters observó fríamente: "Hubo manifestaciones públicas de reverencia, pero no de afecto. Fue una especie de Cromwell de la historia papal, un hombre del pueblo que no consiguió llegar al corazón de su pueblo… Hubo muchos rumores en el sentido de que después de su enfermedad había cambiado, y de que preparaba una importante transformación política; pero como, de acuerdo con la costumbre, todos sus papeles estaban en manos del camarlengo, probablemente nunca conoceremos la verdad completa".
Se acuñaron dos medallas. Una para el camarlengo, y otra para el Gobernador del futuro Cónclave, donde se elegiría al nuevo Pontífice. También se acuñaron nuevas monedas del Vaticano y otros sellos, con las palabras "Sede vacante". La primera página del
Osservatore Romano
publicaba las mismas palabras con un gran reborde negro.
Entretanto, el Cardenal camarlengo se había posesionado de los apartamentos papales, de sus llaves y de todo su contenido, incluso el diario del Pontífice, su testamento, sus papeles y efectos personales, así como el contenido de los archivos de su despacho. Monseñor Gerard Hopgood ayudó al camarlengo a descargar estas obligaciones fúnebres, y como parecía un hombre razonable, discreto y culto, el camarlengo propuso que continuase en su cargo hasta que se eligiese al nuevo Pontífice, momento en que podría ayudar a instruir al nuevo personal. Entretanto, debía pensar en otra designación, y con ese fin podía contar con una excelente recomendación. Y ésa fue la razón por la que, un frío y ventoso domingo de noviembre, monseñor Hopgood fue a Castelli para visitar al Cardenal Drexel.
El anciano ahora estaba un tanto encorvado. Su andar ya no era vivaz, y cuando recorría el huerto y las tierras de cultivo se apoyaba en un bastón. De todos modos, mantenía su visión clara de los hombres y las cosas. Cuando Hopgood mencionó la sugerencia del fallecido Pontífice en el sentido de que podría trabajar en, la villa, Drexel rechazó la idea:
—No malgaste su vida en esto. De todos modos, era un asunto que debía durar poco, mi placer personal, que no podía llevar a ninguna parte. Hicimos algunas cosas buenas, ayudamos a un grupo reducido, pero ahora veo claramente que para convertir esto en una empresa viable se necesitarían sumas enormes, mucho apoyo público —algo que es difícil en Italia—, y un núcleo: de personal instruido, lo cual es todavía más difícil. ¿Desea utilizar su corazón, su cabeza y sus músculos? Vaya a los países nuevos, los africanos, los sudamericanos… Europa es un continente demasiado próspero. Aquí se sofocará… o se convertirá en un ratón del Vaticano, lo que sería una lástima.
—.Pensaré en ello, Eminencia. Entretanto, ¿puedo pedirle consejo?
—¿Sobre qué?
—Sobre lo siguiente: opino que no se hace justicia a la memoria del fallecido Papa. Todo lo que se publica destaca el período reaccionario de su reinado. Nadie menciona que estaba a un paso de promover cambios trascendentes e históricos, como sin duda usted sabe.
—Sí, lo sabía. —Drexel no parecía dispuesto a ir más lejos.
—Quisiera escribir un homenaje a su memoria, un retrato del hombre nuevo en que se había convertido. Me agradaría… —abordó el tema con cierta ansiedad—, publicar e incluso interpretar algunos de sus últimos trabajos, entre ellos su alocución al consistorio.
—Por desgracia —dijo Drexel con áspero humor—, no tiene derecho a esos materiales.
—Creo que lo tengo —dijo Hopgood con voz firme—. ¡Mire!
Rebuscó en sus portafolios y extrajo dos volúmenes encuadernados en cuero. El primero y más grande estaba formado por notas manuscritas y hojas mecanografiadas con, muchas correcciones. El segundo era el texto de la alocución del Pontífice al consistorio. Ambos ostentaban la misma inscripción:
A
mi bienamado Hijo en Cristo
Gerard Hopgood
que me prestó estas palabras
para interpretar mis esperanzas y mis planes
León XIV, Pont. Max.
—Según entiendo el asunto —dijo alegremente Hopgoodel derecho de autor guarda relación directa con el autor de las palabras y con la forma de éstas. Y ante la posibilidad de que se afirmara que las escribí como empleado o las doné como un regalo, Su Santidad tuvo el cuidado de usar la palabra «prestó».
Drexel pensó un momento, y después rió con auténtico regocijo.
—Me agrada mucho un hombre concienzudo. ¡Muy bien! Este es mi consejo. Consiga su nombramiento. Si está dispuesto a ir a Brasil, puedo recomendarle a mi amigo Kaltenborn, que es Cardenal Arzobispo de Río. Después, cuando esté lejos de Roma y su Obispo se sienta complacido con el trabajo que usted desarrolla, publique su obra y done el dinero a su misión, de modo que nadie pueda acusarle de alentar motivaciones sórdidas.
—Gracias, Eminencia. Haré como usted dice, y le agradeceré mucho que me recomiende al Cardenal Kaltenborn.
—Magnífico. Le escribiré antes de que usted se marche. ¡Es extraño cómo Dios arregla las cosas! Su Santidad recibió un hijo. Yo perdí una nieta. Mi tiempo se acaba. El tenía por delante años de trabajo útil. Yo continúo aquí. Y él está muerto.
—Siempre me pregunto… —El tono de Hopgood era sombrío.— Cuánto ha perdido la Iglesia con su muerte.
—¡No ha perdido nada! —La voz de Drexel se elevó fuerte y sorprendente, y reverberó en la cámara abovedada.— Sobre la colina del Vaticano, los Pontífices van y vienen a través de los siglos, santos y pecadores, sabios y tontos, rufianes y canallas, reformadores, ¡y a veces incluso un loco! Cuando desaparecen, son incorporados a la lista que comenzó con Pedro el Pescador. Se venera a los buenos; no se hace caso de los malos. Pero la Iglesia continúa, no por ellos, sino porque el Espíritu Santo continúa insuflando su hálito a las aguas sombrías de la existencia humana, como hizo en los primeros días de la Creación. Eso es lo que nos sostiene, eso es lo que nos mantiene unidos en la fe y el amor y la esperanza. ¡Recuerde a San Pablo! "Un hombre no puede afirmar que Jesús es el Señor a menos que el Espíritu le anime". —Se interrumpió, como si de pronto le avergonzara su propia vehemencia.— Venga conmigo, debe probar una copa de mi vino. Lo llamo Fontamore. Espero que se quede a cenar. Unos buenos amigos llegan en el vuelo vespertino de Irlanda. Dicen que me traen una grata sorpresa.
Clareville,
Australia
Abril de 1981
1
Según la edición de 1990: “«Había un enfermo llamado Lázaro de Betania, que había caído enfermo… Cuando llegó Jesús, descubrió que Lázaro ya llevaba cuatro días en la tumba.»”
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2
La edición de Javier Vergara de 1990 escribe el tecnicismo “valet”.
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3
La edición de Javier Vergara de 1990 dice “mandíbula de piedra”.
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4
La edición de Javier Vergara de 1990 dice “fiducia”.
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5
La edición de Javier Vergara de 1990 dice “El sesgo de su mente”.
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6
La edición de Javier Vergara de 1990 dice “El sesgo de su mente”.
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7
La edición de Javier Vergara de 1990 escribe: “Y dijo con voz fuerte: Lázaro, ven aquí, ven a mí. Y entonces el muerto salió, con las manos y los pies, sujetos con tiras de lienzo, y la cara cubierta con un velo. Jesús dijo: Desatadle, dejadle libre”.
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8
La edición citada de Javier Vergara de 1990 cita así: “ Pero cuando uno es viejo, extiendes las manos y otro te aferra y te conduce adonde no quieres ir”.
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