Presionó el clip del bolígrafo. Se oyó un sonido breve y áspero y Khalid se desplomó. Un delgado hilo de sangre brotó del agujero en la cabeza. Omar Asnan dijo secamente:
—Recójanle. Métanle en el recipiente grande, el de vidrio con tapa. Sellen la tapa con cemento. Después, desinfecten este lugar. ¡Ya huele a judío! Cuando hayan terminado, nos reuniremos arriba.
En su oficina de la clínica, Sergio Salviati hablaba con el Cardenal Matteo Agostini, secretario de Estado. Después de una larga velada y de una intervención quirúrgica sencilla que de pronto había adquirido un sesgo peligroso, su paciencia estaba agotada.
—Entiéndame, Eminencia. Hablo en términos clínicos del bienestar de mi paciente. Él dijo que se atendrá a los criterios que usted formule… Sé que usted tendrá otras preocupaciones, pero éstas no son asunto que me concierna.
—Su Santidad no necesita mi consentimiento para hacer algo.
—Desea su aprobación, su apoyo frente a los posibles críticos.
—¿Ésa es una cuestión clínica?
—¡Sí, lo es! —Salviati habló con voz seca—. En esta etapa de la recuperación cardíaca, todo es una cuestión clínica, todo lo que signifique una tensión innecesaria, todo lo que le impresione o le provoque angustia. Si no me cree, puedo mostrarle cómo se reflejan esas cosas en la pantalla de un monitor.
—Le creo, profesor. —Agostini parecía sentirse completamente cómodo—. Por lo tanto, me encargaré inmediatamente del traslado de Su Santidad a la villa del Cardenal Drexel. La seguridad en ese lugar correrá por nuestra cuenta. Supongo que usted continuará suministrando apropiada supervisión médica.
—Su propio médico le vigilará diariamente. Yo estaré cerca, para atender una consulta rápida. En todo caso, le veré al final del mes. Tove Lundberg es una visitante permanente de la villa. Sin embargo, sugiero que utilicen ustedes los servicios de un buen fisioterapeuta que vigile el ejercicio diario de Su Santidad. Puedo recomendarle un profesional.
—Gracias. Ahora le voy a hacer algunas preguntas. ¿Su Santidad está en condiciones de reanudar sus tareas normales?
—Estará en condiciones, después de una convalecencia adecuada.
—¿Qué significa eso?
—Ocho semanas para completar la curación de la caja torácica. Por lo menos seis meses de actividad dosificada. Recuerde que no es un hombre joven. Pero como no desarrolla tareas físicas pesadas… sí, puede asumir sus funciones muy bien. Pero debo hacer un par de advertencias: nada de ceremonias prolongadas, misas en San Pedro, transportar la cruz alrededor del Coliseo, ese tipo de cosas. Sé que ustedes deben ponerle en escena de vez en cuando, pero inicien y terminen las ceremonias con la mayor rapidez posible. Segunda precaución: nada de viajes aéreos largos por lo menos durante seis meses.
—Haremos todo lo posible para moderarlo —dijo Agostini—. Pregunta siguiente: su mente. ¿Gozará de cierta estabilidad? Dios sabe que nunca fue un hombre de trato fácil, y en efecto sabemos que en este momento padece cierta fragilidad emocional.
—Sí, fragilidad. Pero comprende su propio estado y lo afronta. Tove Lundberg le admira mucho. Se ha ofrecido para seguir de cerca el caso mientras sea necesario.
—Y bien, mis últimas preguntas. ¿Ha cambiado? ¿En qué sentido? ¿Y cuál es la permanencia del cambio?
—Ciertamente, ha cambiado. Antes, el paciente realizaba la «experiencia de Dios», la metanoia, que era el momento crítico de la terapia. Por mucho que se controlase, la experiencia ciertamente implicaba terror, cierto trauma y el shock de la supervivencia. Este hombre ha pasado por todo eso… Quizá parezca que estamos dramatizando el asunto, pero…
—Comprendo el dramatismo —dijo tranquilamente Agostini—. Me pregunto cómo se manifestará ese mismo estado en la actuación pública.
—Me temo que en eso no puedo ayudarle. —Salviati se echó a reír y abrió las manos en un gesto de impotencia—. Soy sólo el fontanero. La profecía
10
es tema que compete a la Iglesia.
—Por lo tanto, Antón, para mejor o para peor, aquí me tiene en la condición de huésped.
—Santidad, no puedo expresarle cuánto me complace que esté aquí.
Se habían sentado en el rincón del jardín que era el preferido del Pontífice, bajo la pérgola de sarmientos, y bebían limonada fría que Tove Lundberg les había enviado. Drexel tenía el rostro sonrojado de placer. El Pontífice parecía alimentar cierta aprensión.
—¡Un momento, amigo mío! No sólo yo seré el huésped. Vendrá un séquito completo. Miembros de seguridad, mi asistente, el fisioterapeuta, los visitantes a quienes no puedo rechazar. ¿Está seguro de que podrá afrontar todo eso?
—Absolutamente seguro. Usted se alojará en la mlletta, la pequeña villa que está en el límite inferior de la propiedad. Es cómoda e íntima, y tiene su propio jardín y su huerto. Además, protegerla es tarea fácil. Los miembros de seguridad ya la han inspeccionado y no creen que haya problemas. Hay habitaciones para su asistente. En la suite que usted ocupará hay un salón, un despacho y un comedor. Contará con los servicios de mi cocinera. La traeré de Roma.
—Antón, a decir verdad, creo que a usted le encanta todo este embrollo.
—¡Por supuesto! ¿Sabe que el primer y último Papa que visitó mi villa fue Clemente VIII, es decir, Ippolito Aldobrandini, en 1600? Su sobrino Piero levantó ese gran palazzo en Frasead… Pero imagine lo que era una visita papal en esos tiempos, con los conductores de los vehículos, los jinetes de escolta, los lacayos, los hombres de armas, los cortesanos y sus mujeres… —se echó a reír—. Si hubiéramos contado con más tiempo, sin duda podríamos haber preparado por lo menos un desfile para usted.
—Al demonio con los desfiles. —El Pontífice rechazó con un gesto la idea—. Voy porque quiero volver a ser un campesino. Necesito despojarme de mi sotana blanca y vestir ropa de trabajo, y dedicarme a cosas sencillas como son el hongo de los tomates y si la lechuga está creciendo bien. No necesitaré secretario, porque no quiero abrir un libro ni una carta, aunque en efecto me agradaría escuchar un poco de buena música.
—Y así se hará. Ordenaré que instalen un equipo y le enviaré algunas cintas grabadas y varios discos.
—Y quiero charlar, Antón. Deseo que hablemos como amigos y pasemos revista a una vida entera, pero también que miremos hacia adelante, hacia el mundo que los niños heredarán. Quiero participar de su familia, aunque confieso que eso me atemoriza un poco. Ignoro si tendré la habilidad o la energía necesaria para afrontarlos.
—¡Por favor! No se inquiete por eso. No tendrá que afrontar nada. No tendrá que aprender nada, excepto el modo de controlarse usted mismo. Usted llegará. Yo le presentaré. Le darán la bienvenida. Usted les concederá su bendición. Todo eso representa cinco minutos, nada más. Después, se olvida de ellos… Comprobará, como me sucedió a mí, que todos son criaturas muy inteligentes, deseosas de ocuparse de sus propios asuntos. Cuando estén preparados para acercarse, lo harán… y establecerán la comunicación con mayor rapidez de lo que usted podría conseguir jamás. Lo único que necesitan es que usted les sonría y los toque para reconfortarlos. Recuérdelo. El contacto físico es muy importante. Son sensibles a todo lo que sugiera repugnancia o incluso timidez. Ellos mismos son tímidos. Son valerosos y fuertes, y muy inteligentes.
—Y tienen un
nonno
que los ama.
—Imagino que eso también. Pero dan más de lo que reciben.
—Antón, debo confesarle una cosa. De pronto, temo abandonar este lugar. Aquí me defienden del dolor y la incomodidad. Me aconsejan como si fuera un novicio. Sé que si algo sale mal, Salviati sabrá exactamente qué hacer… ¿me entiende?
—Creo que sí. —Pareció que Drexel extraía las palabras de lo más profundo de sí mismo—. De noche estoy despierto y me pregunto cómo vendrá a buscarme la Hermana Muerte. Ruego que sea un encuentro decente, sin escándalo ni desorden. Pero si ella decide otra cosa, ¡bah!, ¿a quién puedo quejarme? Los niños no pueden ayudarme. Las mujeres duermen lejos de mis habitaciones… ¡En fin! Sí, sé lo que usted siente. Es la soledad de los ancianos y los dolientes. Pero puesto que se nos ha dado más que a la mayoría, debemos soportar con más elegancia la situación.
—He sido reprendido —dijo con seco humor el Pontífice León—. La próxima vez me buscaré un confesor más amable.
—Nadie tiene mejores posibilidades que usted para eso —dijo Drexel, completando la broma.
—Y ahora, necesito un consejo. —El Pontífice depositó sobre la mesa dos paquetitos envueltos en papel de seda—. Son regalos, para Salviati y Tove Lundberg. Me agradaría su opinión al respecto. He pensado mucho en Salviati. Es un hombre brillante y angustiado. He querido regalarle algo que signifique para él un momento de alegría. —Desenvolvió el primer paquete y mostró sobre un lecho de seda en una caja revestida de terciopelo, un antiguo
mezuzah
plateado—. Mi inteligente secretario O’Rahilly lo eligió para mí. Se remonta al siglo XVI, y se dice que lo trajeron de Jerusalén. El original está allí, escrito en hebreo. ¿Cree que le gustará?
—Estoy seguro de que será muy bien recibido.
—Y esto para Tove Lundberg. —Extrajo un disco de oro batido, grabado con letras rúnicas y colgado de una cadena de oro—. Según me dice O’Rahilly, vino de Estambul, y ha sido atribuido a los primeros vikingos que llegaron a Turquía descendiendo por los sistemas fluviales de Rusia.
—O’Rahilly tiene muy buen gusto, y sin duda un conocimiento cabal de las antigüedades.
—Para eso depende del subprefecto del Museo Vaticano, que también es irlandés. Según me dicen, a veces beben juntos.
—Afirman —observó Drexel— que a veces bebe demasiado y con excesiva frecuencia. En la situación actual, eso puede ser más peligroso para Su Santidad que para él.
—Es un buen hombre, y bondadoso. Y es un secretario excelente.
—Pero no necesariamente un hombre discreto. Quizá usted deba preguntarse si puede conservarle en su cargo.
—O en realidad, si puedo tener a alguien en ese cargo. Antón, ¿eso es lo que usted quiere decirme?
—Para ser franco, Santidad, sí. Todos somos prescindibles… incluso usted. Y ésta es mi idea. Cuando usted se restablezca, como ocurrirá, cuando comience la batalla para reconstruir la ciudad de Dios, tendrá menos que temer de sus enemigos que de los perezosos y los indiferentes, que jamás lo combatirán, y en cambio esperarán, cómodos y tranquilos, hasta que usted haya muerto.
—¿Y cómo lidiaré con ellos, estimada Eminencia?
—Santidad, como hacen todos los campesinos. Abren el surco y echan la simiente… ¡y esperan que provea la cosecha!
El Pontífice abandonó la clínica con mucha más ceremonia que a la llegada. Esta vez había tres limusinas; una para el Pontífice, otra para el secretario de Estado, y la tercera para los prelados de la Casa Papal. Los hombres de la vigilancia tenían sus propios coches rápidos, al frente, a retaguardia y sobre los flancos de la caravana. La Polizia Stradale suministró una escolta de motociclistas. Se habían levantado barricadas a lo largo de la ruta que iba de la clínica a la villa de Drexel, y había tiradores escogidos en los lugares de peligro a lo largo del camino sinuoso.
El Pontífice se despidió de Salviati y Tove Lundberg en la intimidad de su habitación. Los regalos habían complacido a ambos. Salviati dijo que reservaría el
mezuzah
para la casa que se proponía construir en el solar de una antigua finca que acababa de comprar cerca de Albano. Tove Lundberg inclinó la cabeza y pidió que el Papa le colgase el talismán rúnico. Después de hacerlo, el Pontífice estrechó las manos de ambos y se despidió.
—En el curso de mi vida jamás me sentí tan pobre como ahora. Ni siquiera tengo las palabras necesarias para darles las gracias. Lo mejor que puedo hacer es ofrecerles el regalo de Dios mismo: paz en vuestras casas.
Shalom
—
Shalom aleichem
—dijo Sergio Salviati.
—Aún no se la librado de mí —dijo Tove Lundberg—. Tengo que presentarle a mi hija.
Después, le acomodó en la silla de ruedas, le empujó por el corredor y salió del sendero, donde el personal se había reunido para despedirle.
Cuando la caravana atravesó las puertas y salió al camino, el Papa experimentó un súbito acceso de emoción. Era el auténtico día de la resurrección. Lázaro salía de la tumba, liberado de su mortaja, y caminaba entre los vivos, alineados a lo largo del camino, agitando banderines y arrojando flores y ramas arrancadas de los setos. El grito que se elevaba de ellos era siempre el mismo:
Evviva il Papa
. «Viva el Papa.» Y el Papa esperaba devotamente que ese deseo se realizara.
A causa del riesgo conocido por todos, la escolta policial imprimió considerable velocidad a la caravana, y los chóferes se vieron obligados a tomar bruscamente las curvas de la ladera. Los movimientos bruscos presionaron sobre la espalda y los músculos pectorales del Pontífice, de modo que cuando llegaron a la villa de Drexel estaba transpirando de dolor y náuseas. Cuando le ayudaron a descender de la limusina, murmuró a su chófer:
—No se vaya. Quédese a mi lado. Ayúdeme.
El chófer permaneció al lado del Pontífice, sosteniéndole el brazo mientras él respiraba grandes bocanadas del aire de la montaña y enfocaba la mirada en las apretadas filas del huerto y en los viñedos, y en los altos cipreses que se desplegaban como alabarderos sobre los perfiles de las colinas. Con la consideración acostumbrada, Drexel esperó hasta que el Papa estuvo listo, y después le acompañó en un rápido recorrido de presentación al personal de la colonia, las mujeres, las madres, los docentes y los terapeutas.
Después, le llevaron a los niños, una extraña procesión de cuerpos desmañados, algunos en sillas de ruedas, otros caminando, otros sostenidos por bastones o muletas. Durante un momento el Papa sintió que sus emociones inestables le traicionarían; pero consiguió dominarlas, y en una demostración de ternura que sorprendió incluso a Drexel, abrazó a cada uno, les tocó las mejillas, los besó, les permitió que ellos le llevasen a voluntad de uno al otro lado. El último, una niña, fue presentada por el propio Drexel.
—Y ésta es Britte. Quiere decirle que le agradaría pintar su retrato.
—Dígale, dígale…
La voz se le quebró. No podía soportar la visión de esa hermosa cara de niña—mujer implantada sobre el cuerpo enflaquecido.