—Malachy, tiene nuestro permiso. Y no olvidará el otro asunto, ¿verdad?
—Me ocuparé hoy mismo. Dios le sonría, Su Santidad. Por la mañana ofreceré la misa por su recuperación.
—Vaya con Dios, Malachy.
El Pontífice León cerró los ojos y se recostó sobre las almohadas. Se sentía extrañamente vacío, un fragmento de resaca humana flotando impotente en un océano vasto y vacío.
Al salir de la clínica, Malachy O’Rahilly se detuvo frente al mostrador de recepción, ofreció a la joven su más seductora sonrisa irlandesa y preguntó:
—La joven señora que anoche falleció aquí…
—¿La
signora
de Rosa?
—La misma. Necesito hablar con su marido. ¿Tienen su dirección?
—En realidad, monseñor, ahora está aquí, conversando con la
signora
Lundberg. Los empleados de la funeraria acaban de retirar el cuerpo de su esposa. La enterrarán en Pistoia. Si desea esperar… Estoy segura de que no tardarán mucho.
O’Rahilly estaba atrapado. No podía retirarse sin pasar por tonto. Y sin embargo, lo que menos deseaba era la confrontación con un marido pesaroso y ofendido. En el mismo instante una luz se encendió en su mente. De Rosa, Lorenzo, de Pistoia, en Toscana, un hombre que había asistido a la Universidad Gregoriana al mismo tiempo que O’Rahilly. Era un demonio de hermosa figura, que irradiaba inteligencia, pasión y encanto, y exhibía una arrogancia tan natural que tanto los amigos como los profesores juraban que un día se convertiría en cardenal o heresiarca.
En cambio, aquí estaba, atrapado en una sórdida y mezquina tragedia matrimonial que no era digna de él ni de la Iglesia, y de la que ni siquiera el Papa podía rescatarle ahora. No por primera vez, Malachy O’Rahilly agradeció a su estrella la excelente educación jansenista irlandesa, que le garantizaba que, si bien la bebida podía atraparle un día, una mujer no lo conseguiría jamás.
Entonces, como un cadáver ambulante, Lorenzo de Rosa apareció en el vestíbulo. La piel, pálida y transparente, parecía el tenso pellejo de un tambor sobre los huesos de la cara de rasgos clásicos. Tenía los ojos mortecinos y los labios exangües. Se movía como un sonámbulo. O’Rahilly le había dejado pasar sin decirle una palabra, pero la recepcionista cerró la trampa sobre él.
—
Signor
de Rosa, este caballero desea verle.
Desconcertado y desorientado, De Rosa se detuvo súbitamente. O’Rahilly se puso de pie y le tendió la mano.
—¿Lorenzo? ¿Me recuerda? Malachy O’Rahilly, de la Gregoriana. He venido a visitar a un enfermo, y he sabido la noticia de su lamentable pérdida. Lo siento, lo siento sinceramente.
La mano cayó inútil frente a él como una hoja otoñal. O’Rahilly le imitó. Hubo un silencio prolongado y hostil. Los ojos mortecinos le examinaron de la cabeza a los pies, como una muestra de sustancia venenosa. Los labios exangües se movieron y una voz lisa y mecánica le contestó.
—Sí, le recuerdo, O’Rahilly. Ojalá jamás le hubiese conocido, o conocido a cualquiera de su especie. Ustedes son estafadores e hipócritas. Todos ustedes son eso, y el dios que comercian es la estafa más cruel que uno pueda concebir. Por lo que recuerdo, llegó a secretario papal, ¿verdad? ¡Pues bien, diga de mi parte a su jefe que ansio que llegue el momento en que yo pueda escupir sobre su tumba!
Y se alejó, una figura sombría y espectral salida de una antigua leyenda popular. Malachy O’Rahilly se estremeció en la atmósfera helada que emanaba de la cólera y la desesperación del hombre. Le llegó de muy lejos la voz de la recepcionista con sus acentos calmantes y solícitos.
—Monseñor, no debe preocuparse. El pobre hombre ha sufrido un golpe terrible; su esposa era una mujer muy buena. Se amaban profundamente, y estaban consagrados a sus hijos.
—No lo dudo —dijo Malachy O’Rahilly—. Todo esto es muy lamentable.
Se sintió tentado a regresar e informar al Pontífice lo que había sucedido. Después, se formuló la pregunta clásica:
Cui bono?
¿Qué bien podía obtenerse de todo eso? Todo el daño había sido cometido siglos atrás, cuando se había puesto a la ley por encima de la sencilla caridad y se había entendido que las almas dolientes eran bajas necesarias en la cruzada interminable contra las locuras de la carne humana.
El resto de la jornada del Pontífice fue una lenta procesión hacia las sombras bienhechoras que le habían prometido. Se paseó solo por el jardín, fragante con los primeros árboles en flor, el olor de la hierba cortada y la tierra recién removida. Se sentó sobre el borde de mármol de la fuente, la misma que, según le explicó el jardinero, era el asiento del antiguo santuario de Diana, donde el nuevo Rey de los Bosques se lavaba después de la muerte ritual. Ascendió por la colina hasta el límite de la propiedad, para contemplar las oscuras honduras del lago Nemi; pero cuando llegó allí, le faltaba el aliento y estaba mareado, y sintió el conocido dolor en el pecho. Se apoyó en el tronco de un pino hasta que pasó el dolor y tuvo aliento suficiente para regresar a la seguridad de su habitación, donde estaba esperándole el secretario de Estado.
La actuación de Agostini fue, como siempre, impecable. Traía sólo buenas noticias: los solícitos buenos deseos de la realeza y los jefes de Estado, los saludos ansiosos de los miembros del Sacro Colegio y la alta jerarquía… las respuestas que había esbozado y que sometía a la aprobación del Pontífice. Todo el resto se desarrollaba de acuerdo con las normas aprobadas por Su Santidad. Y rehusó absolutamente enredarse en discusiones sobre los asuntos concretos o las cuestiones de Estado.
Sin embargo, había una cuestión importante. Si Su Santidad deseaba pasar parte de su convalecencia fuera del territorio del Vaticano, en la República de Italia, no habría objeciones, con la condición de que se mantuviesen condiciones apropiadas de seguridad; y por su parte, el Vaticano estaba dispuesto a solventar el costo de un contingente oficial de seguridad. Las únicas salvedades eran que la República se reservaba el derecho de aprobar el lugar, y que se consultara de antemano a las autoridades provinciales y comunales acerca de los problemas de tráfico y las reuniones públicas.
El secretario de Estado comprendía perfectamente que Su Santidad no deseara adoptar una decisión hasta que se hubiese realizado la operación, pero por lo menos las alternativas estaban disponibles. El Pontífice se lo agradeció. Agostini preguntó:
—¿Su Santidad desea que me ocupe de algunos encargos personales?
—No, gracias, Matteo. Estoy cómodo aquí. He aceptado que el futuro está fuera de mi control. Me encuentro en un lugar tranquilo… pero también solitario.
—Ojalá fuese posible compartir la experiencia, de modo que la soledad fuese un poco más soportable.
—No es así, amigo mío; pero no llego a esta soledad sin ninguna preparación. Casi podría decirse que en la mente y el cuerpo hay un mecanismo que nos prepara para este momento. ¿Puedo decirle algo? Cuando era un sacerdote joven, solía predicar con mucho ardor sobre los consuelos de los últimos sacramentos, la confesión, la extremaunción, el viático… Parecían poseer un sentido especial para mí porque mi padre, a quien yo amaba profundamente, había muerto sin ellos. De pronto cayó muerto sobre los surcos, detrás de su arado. Imagino que en cierto modo eso me molestó. Era un buen hornbre, y merecía algo mejor. Sentí que se le había privado de algo que él se había ganado realmente.
Agostini esperó en silencio. Era la primera vez que veía al Pontífice en esa actitud elegiaca.
—Como usted sabe, antes de venir aquí mi capellán me administró los últimos ritos. No sé qué esperaba… un sentimiento de alivio, quizá de excitación, como lo que siente la persona que está en una estación ferroviaria con todo su equipaje, espera subir a un tren que la llevará a un lugar exótico… Pero de ningún modo fue así. Fue ¿cómo podría explicarlo? sólo una cosa apropiada, algo bien hecho pero un tanto redundante. Lo que persistía entre mi propia persona y el Todopoderoso era como había sido, algo completo y definitivo. Yo estaba, como había estado siempre, en la palma de Su mano. Podía bajarme si lo deseaba; pero mientras quisiera continuar en ella, allí me quedaba. Yo era, yo soy. Tengo que aceptar que eso es suficiente. ¿Mis palabras le incomodan, Matteo?
—No. Pero me sorprende usted un poco.
—¿Por qué?
—Quizá porque Su Santidad generalmente no se muestra tan elocuente acerca de sus propios sentimientos.
—¿O tan sensible ante los movimientos ajenos?
Matteo Agostini sonrió y movió la cabeza.
—Soy su secretario de Estado, no su confesor.
—Por lo tanto, no necesita juzgarme; pero puede soportarme un momento más. Pregúntese cuánto de lo que hacemos en Roma, cuánto de lo que recomendamos o legislamos, tiene verdadera importancia en la vida secreta de cada alma humana. Durante siglos hemos tratado de convencernos y persuadir a los fieles de que nuestro mandato llega hasta las puertas mismas del cielo, y desciende hasta las rejas del infierno. No nos creen. En el fondo, nosotros mismos no lo creemos. ¿Mis palabras le extrañan?
—Santidad, nada extraña a un diplomático. Usted lo sabe. Pero desearía que concibiera pensamientos más felices.
—¡Y bien, Matteo! En definitiva cada hombre afronta su propia y particular agonía. Ésta es la mía: saber cuál es la magnitud de mi fracaso como hombre y como pastor; ignorar si sobreviviré para reparar el daño. Vuelva ahora a su casa. Escriba a sus primeros ministros, a sus presidentes y a sus reyes. Envíeles nuestro agradecimiento y nuestra Bendición Apostólica. Y consagre un pensamiento a Ludovico Gadda, que pronto iniciará su vigila nocturna en Getsemaní.
Pero la vigilia nocturna estuvo precedida por una serie de pequeñas humillaciones.
El anestesista llegó para explicar los procedimientos, para aliviar los temores de su paciente acerca del sufrimiento que podía prever, y para sermonearle acerca del régimen que debía seguir después con el fin de reducir su peso, aumentar la intensidad de sus ejercicios y mantener los pulmones libres de fluidos.
Después llegó el barbero, un napolitano charlatán, que le afeitó dejándole liso como un huevo, del cuello a la ingle, y que riendo le prometió toda suerte de exquisitas incomodidades cuando el vello comenzara a crecer otra vez. Siguió al barbero una enfermera que le introdujo un supositorio en el recto y le advirtió que evacuaría rápida y frecuentemente durante una hora o dos, y que después podría ingerir sólo líquidos, y absolutamente nada después de medianoche.
Así le encontró Antón Drexel, privado de dignidad, con el estómago vacío y el humor destemplado, cuando vino para hacerle la última visita permitida del día. Drexel traía un portafolios de cuero, y su saludo fue brusco y directo como siempre.
—Santidad, veo que ha tenido un mal día.
—He vivido momentos mejores. Me dicen que esta noche me dormirán con una pastilla. Me alegro de que sea así.
—Si lo prefiere, le daré la comunión y antes de irme leeré las completas con usted.
—Gracias, Antón, es un hombre considerado. Me pregunto por qué he tardado tanto tiempo en apreciarle.
Antón Drexel se echó a reír.
—Ambos somos obstinados. Se necesita tiempo para infundirnos un poco de sensatez… Voy a arrimar un poco esta lámpara. Tengo que enseñarle algo.
Abrió su portafolios y sacó un gran álbum de fotografías, encuadernado en cuero repujado, y lo depositó sobre las rodillas del Pontífice.
—¿Qué es esto?
—Véalo primero. Se lo explicaré después.
Drexel se atareó depositando sobre la mesilla de noche un lienzo de hilo, un copón, un pequeño recipiente de plata y una copa. Al lado de estos objetos depositó su breviario. Cuando terminó, el Pontífice estaba por la mitad del volumen de fotografías. Sin duda se sentía intrigado.
—¿Qué lugar es éste? ¿Dónde está?
—Es una villa, a quince minutos de aquí. Pertenecía a Valerio Rinaldi. Usted seguramente le conoció. Sirvió bajo su predecesor, el papa Kiril. Su familia pertenecía a la antigua nobleza, y según creo eran gente adinerada.
—Le conocí, pero nunca muy bien. El lugar parece encantador.
—No es sólo eso. Es un lugar próspero y lucrativo: tierras de cultivo, viñedos y huertos.
—¿Quién es su actual propietario?
—Yo. —Drexel no pudo resistir la tentación de esbozar un breve gesto teatral—. Y tengo el honor de invitar a Su Santidad a pasar allí la convalecencia. Lo que está viendo ahora es la casa destinada a los huéspedes. Hay una habitación para alojar a un criado, si usted desea llevar a su propio asistente. En caso contrario, mi personal le servirá de buena gana. Tenemos un terapeuta interno y un dietista. El edificio grande está ocupado por mi familia y las personas que la atienden…
—Veo que es una familia muy numerosa. —El tono del Pontífice era seco—. Estoy seguro de que Su Eminencia me lo explicará a su debido tiempo. Y abrigo la esperanza de que también me explique de qué modo un miembro de mi Curia puede tener una propiedad como ésta.
—Esa parte es fácil. —Era evidente que Drexel gozaba con la situación—. Rinaldi me vendió el lugar a cambio de un pequeño depósito y una prolongada hipoteca financiada por el Instituto de Obras de Religión a las tasas actuales de interés. También se incluyó una cláusula en el sentido de que a mi muerte el título de propiedad pasaría a una obra de caridad conocida. Con un poco de buena suerte y una buena administración pude afrontar los pagos de la hipoteca con los recursos de la finca, y mi propio estipendio como prelado… Sabía que era un lujo, pero también sabía que no podría soportar la vida en Roma si no disponía de un lugar donde lograra retirarme, ser yo mismo. Además —dijo con humor—, como Su Santidad sabe, ¡los alemanes tenemos una antigua tradición de príncipes obispos! Me agradaba el modo de vivir de Rinaldi. Admiraba su estilo anticuado. Y decidí tener el placer de emularle. Y lo hice, sin mérito espiritual pero con mucha satisfacción humana, hasta que decidí fundar esto que es ahora mi familia.
—¡Y hasta ahora ha conseguido mantenerla en secreto a los ojos de todos! ¡Expliqúese, Eminencia! ¡Expliqúese!
Drexel explicó, con elocuencia y extensamente, y el Pontífice León se sintió celoso de la alegría que había en su voz, en los ojos y en todos sus gestos, mientras relataba la historia de su encuentro en Frascati con la niña Britte y cómo ella le había asignado el papel de abuelo. Ahora ella tenía dieciséis años —dijo orgullosamente Drexel— y era una artista de talento que pintaba con el pincel sostenido entre los dientes, y cuyos cuadros se vendían en una galería muy prestigiosa de Via Margutta.