Era el problema que aún dividía a la cristiandad como si fuera una manzana, y que los anticuados absolutismos de León XIV a lo sumo habían exacerbado. No se resolvería como lo resolvían los romanos, mediante la indiferencia cínica. No desaparecería como una verruga ni se curaría como el corte causado por la navaja. Se agravaría y emponzoñaría como un cáncer, debilitando la vida interna de la Iglesia, reduciendo ésta a la invalidez y a la indiferencia.
Lo cual proponía otros interrogantes a Nicol Peters, decano de prensa, confidente de cardenales, cómodo en su elegante dominio romano: «¿Por qué debo preocuparme tanto? ¡Por Dios, ni siquiera soy católico! ¿Por qué debo sudar sangre sobre cada matriz de la opinión clerical, mientras los propios jerarcas se sientan satisfechos al abrigo de las murallas de la Ciudad del Vaticano y contemplan la decadencia y la destrucción de la Iglesia Romana?».
A lo cual su esposa Katrina, que llegó en ese momento con una taza de café recién hecho y su sonrisa de buenos días, ofreció la respuesta perfecta:
—Hoy estamos sombríos, ¿verdad? ¿El sexo por la mañana no te sienta bien? Anímate, enamorado. Ha llegado la primavera. La tienda prospera. Y acabo de recibir una fascinante llamada telefónica de Salviati y su amiga, y nada menos que de tu amigo Drexel.
Exactamente a las diez de esa misma mañana monseñor Malachy O’Rahilly, principal secretario privado del Pontífice, esperaba a su jefe en la clínica.
Su presencia era radiante: cara redonda y reluciente, ojos azules de límpida inocencia, una sonrisa alegre, seis idiomas que brotaban de su lengua con una zalamera tonada irlandesa que suavizaba todos los ánimos. Su Santidad, un hombre de mal carácter, dependía del buen humor de monseñor O’Rahilly, e incluso más de su talento celta para olfatear los vientos de la intriga, que en los enclaves curiales soplaban cálidos y gélidos, y de los dos modos en el mismo instante.
La fidelidad de monseñor O’Rahilly era absoluta. Apuntaba siempre al norte magnético, el lugar donde moraba el poder. A juzgar por las estadísticas, los secretarios papales sobrevivían a sus jefes; los más sensatos se preocupaban de conseguir que hubiera siempre un seguro post mortem. Por supuesto, todos los seguros exigían el pago de una prima: una recomendación discreta, una carpeta que atraía la atención del Pontífice, un nombre deslizado en el momento oportuno. La moneda utilizada podía variar; pero el príncipe no presentaba fisuras, y estaba confirmado por el mandato bíblico: cultiva cierta amistad con el monstruo de iniquidad, de modo que cuando tú falles (o tu patrón muera, que equivale a lo mismo) pueda recibirte en su casa.
Esa mañana el monseñor estaba sirviendo a su jefe suplente, el Cardenal secretario de Estado, que le había recomendado firmemente: «¡Nada de trabajo, monseñor, absolutamente nada! ¡Mañana le operan, y no podrá hacer nada, absolutamente nada en ningún aspecto!».
Malachy explicó al Pontífice, con locuaz buen humor:
—…Estoy bajo la amenaza del exilio instantáneo si elevo su presión sanguínea en un solo punto. Debo decirle, de parte de Sus Eminencias de la Curia, que todo se hace de acuerdo con las instrucciones que impartió usted, y que las oraciones y los buenos deseos manan como agua de la Fons Bandusiae… Incluso hay una carta de amor del Kremlin, y otra del patriarca Dimitri de Moscú. El presidente Tang ha enviado una nota cortés desde Beijing, y la Secretaría está preparando una lista completa de todas las restantes comunicaciones… El Cardenal Agostini ha dicho que vendrá a verle poco antes del almuerzo. Insisto, la orden rigurosa es que no trabaje, y ésa es la firme exigencia del médico. Pero si desea que me ocupe de algunos asuntos personales…
—Solamente uno. —Monseñor Malachy O’Rahilly se preparó instantáneamente: el cuaderno abierto, la pluma en el aire sostenida por su puño regordete—. Anoche murió aquí una joven. Deja esposo y dos niños pequeños. El marido es un sacerdote de la diócesis romana que rompió sus votos y contrajo matrimonio civil. Me dicen que nos presentó una serie de solicitudes con el fin de que lo devolviésemos a la condición de laico, y para regularizar la unión. Todas las solicitudes fueron rechazadas. Deseo que me traiga los detalles completos del caso así como copias de todos los documentos del expediente…
—Por supuesto, me pondré a trabajar inmediatamente en eso. ¿Su Santidad puede indicarme el nombre?
—Todavía no. Necesito hablar con la consejera.
—No importa. Lo sabré por otras vías… Aunque usted no podrá concederle mucha atención durante una semana o dos…
—De todos modos, considere que el tema es muy urgente.
—¿Puedo preguntarle la razón de su interés en este caso, Santidad?
—Mi estimado Malachy, dos niños y un esposo afligido… y un texto que no puedo apartar de la mente: «No quebrará el junco al que roza, ni apagará la mecha humeante».
—En primer lugar, en un asunto complicado como éste, tendré que descubrir quién tiene la documentación, si Doctrina de la Fe, la Congregación de los Clérigos, la Correccional Apostólica, la Rota. Ninguno de estos organismos se sentirá complacido ante una intervención de Su Santidad.
—No se les pide que sientan complacencia. Dígales que es un asunto que me interesa personalmente. Quiero que los documentos lleguen a mis manos tan pronto esté en condiciones de leerlos.
—Y bien —dijo monseñor O’Rahilly con expresión de profunda duda—, ése será el núcleo de una serie de discusiones. ¿Quién determinará cuándo estará Su Santidad en condiciones… y para qué? Se trata de una operación mayor en el caso de un hombre que ha sobrepasado la edad madura y que necesita una convalecencia prolongada… Usted trabajó muy eficazmente y consiguió concentrar el poder en sus manos. Ahora, los
grossi pezzi
de la Curia harán lo posible para recuperar algo. Puedo mantenerle informado, pero no puedo protagonizar una batalla enconada con el prefecto de una congregación romana.
—¿Quiere decir que ya está tropezando con dificultades?
—¿Dificultades? No es una palabra que yo me atrevería a pronunciar ante Su Santidad, sobre todo en este momento. Me limito a señalar que los miembros de su casa se verán un tanto aislados mientras usted esté ausente. Comenzarán a actuar autoridades más importantes que la nuestra. Por eso mismo necesitamos una orientación clara emanada de la Silla de Pedro.
—¡Ya la tiene! —El Pontífice de pronto recuperó su anterior personalidad, el ceño fruncido y la voz enfática—. Mis asuntos reservados y mis documentos privados conservan ese carácter. En otros aspectos, usted representará lo que sabe son mis opiniones. Si un miembro cualquiera de la Curia le imparte órdenes opuestas, usted le pedirá instrucciones por escrito antes de acatarlas. Si tiene un problema grave, acuda al Cardenal Drexel y explíquele el asunto. ¿Está claro?
—Está claro —dijo monseñor O’Rahilly—, pero es un tanto sorprendente. Siempre creí que había cierta tensión entre Drexel y Su Santidad.
—La había y la hay. Somos personas muy distintas. Pero Drexel tiene dos grandes virtudes: está más allá de la ambición y posee un sentido del humor que no es usual en los alemanes. Discrepo a menudo de sus opiniones; pero confío siempre en él. Y usted también puede confiar.
—Me alegro de saberlo.
—Pero también debo hacerle una avertencia, Malachy. No intente con él ninguna de sus trampas irlandesas. Soy italiano y comprendo (¡casi siempre!) cómo funciona su mente. Drexel es muy directo: primero, segundo, tercero… Trabaje así con él.
Monseñor O’Rahilly sonrió e inclinó la cabeza ante la admonición. El Pontífice tenía razón. Los irlandeses y los italianos se comprendían muy bien. Después de todo, el gran San Patricio nació en Roma; pero después de su conversión, los celtas fueron los que exportaron a Europa el saber y el civismo mientras el Imperio se desplomaba en ruinas. Además, había muchas experiencias comunes entre el hijo de un cavador de turba de Connemara y un hombre que había paleado abono en la finca de un mediero de Mirándola. Todo esto otorgaba a Malachy O’Rahilly cierta libertad para aconsejar a su encumbrado jefe.
—Con el mayor respeto, Santidad… —Esbozó la pausa propia de un actor puntilloso.
—¡Dígalo, Malachy! ¡Dígalo francamente, sin cumplidos! ¿Qué tiene en mente?
—El informe sobre las finanzas de la Iglesia. Llegará a su escritorio a fines de este mes. Se trata de un asunto que por cierto no puedo remitir al Cardenal Drexel.
—Nada justifica que lo haga. Puedo estudiar el documento durante mi convalecencia.
—¿El trabajo de cuatro años de quince prelados y legos? ¿Mientras todos los obispos del mundo miran por encima de su hombro, y todos los fieles se preguntan si el año próximo convendrá ofrecer donaciones al Fondo de Pedro y a Propaganda Fide? Santidad, no se engañe. Es mejor que no lea el informe, antes que abordar el tema a la ligera.
—Soy perfectamente capaz de…
—No es así. Y no será capaz durante un tiempo. ¡Y yo sería un mal servidor si no se lo dijera! Piense en todos los individuos muy capaces que estuvieron trabajando cuatro años en ese documento. Piense en todos los embrollos que descubrieron, y los embrollos que trataron de ocultar realizando los mayores esfuerzos… Y usted estará recobrándose de una agresión quirúrgica masiva. Es imposible que estudie debidamente el documento.
—¿Y quién, Malachy, lo hará en mi lugar? ¿Usted?
—Escúcheme, Santidad, ¡por favor! —Ahora estaba rogando sinceramente—. Recuerdo el día y la hora en que usted juró por todos los santos del calendario que limpiaría el
covo di ladri
, los directores del Instituto de Obras Religiosas y todos sus organismos financieros. Estaba tan enfadado que temí que explotase. Dijo: «… Estos banqueros creen que me impresionan con su jerga técnica. ¡En cambio me insultan! Son como malabaristas de feria, que extraen vino del codo, y retiran monedas de las orejas de los niños. Soy hijo de campesinos. Mi madre guardaba todo su dinero en un frasco de mermelada. Me enseñó que si uno gastaba más de lo que ganaba iba a la quiebra, y si uno se acuesta en la pocilga, se ensucia. Jamás seré canonizado, porque tengo muy mal carácter y soy muy altivo. Pero se lo prometo, Malachy, seré un Papa de quien nunca dirán que fue un delincuente ni amigo de los delincuentes, y si descubro a otro canalla de las finanzas vistiendo la púrpura, ¡se la arrancaré de la espalda antes de que se vaya a la cama!»… ¿Recuerda todo eso?
—Lo recuerdo.
—En ese caso, tendrá que reconocer que este informe será su primera y última oportunidad de cumplir la promesa. No puede tratar de estudiarlo, no se atreverá a leerlo mientras su mente está debilitada por los anestésicos o enturbiada por la depresión. Salviati le formuló una advertencia clara. Debe tenerla en cuenta. No olvide que prometió convocar a un Sínodo Especial para estudiar el informe. Antes de que se enfrente a sus hermanos los obispos tendrá que tener el conocimiento perfecto de las cifras y los hechos contenidos en el documento.
—¿Y qué sugiere que haga con él entretanto?
—Recíbalo. Guárdelo
in petto
. Enciérrelo en su caja fuerte privada. Impida todas las discusiones. Haga saber que al hombre que quiebre el silencio antes de que usted hable le costará la carrera. Si no procede así, la Curia se le adelantará, y cuando formule usted su declaración habrá trampas y pistolas amartilladas en todos los rincones.
—Y bien, Malachy, contésteme a esto. Suponga que no sobrevivo a la intervención quirúrgica. ¿Qué sucederá en ese caso?
Monseñor O’Rahilly tenía la respuesta a flor de labios.
—Es elemental. El Camarlengo se posesionará del material, como se posesionará del Anillo, el Sello, su testamento y todas sus pertenencias personales. Si la historia anterior puede servirnos de guía (y si el talento de mi madre para la adivinación aún funciona) entre el momento en que usted sea sepultado y la proclamación de su sucesor, extraviarán el documento, lo hundirán en el archivo, lo sumergirán más hondo que el Titanic.
—¿Y por qué harían eso?
—Porque están convencidos de que usted cometió un error cuando ordenó el estudio de la situación financiera. Yo también lo creí, aunque no me correspondía decirlo. ¡Vea! El misterio más profundo de esta Iglesia Sagrada, Romana y Universal, no es la Trinidad, o la Encarnación, o la Inmaculada Concepción. Es el hecho de que estamos metidos hasta el cuello en dinero. Somos el banco más importante del mundo. Recibimos dinero, lo prestamos, lo invertimos en acciones y bonos. Pero el dinero crea sus propias reglas, del mismo modo que crea sus propios genios y sus propios sinvergüenzas (de estos tenemos nuestra buena cuota, con o sin sotana). La Curia esperaba que lo comprendiese, porque vieron que tragaba muchos otros hechos indigestos relacionados con el lugar y el cargo. Pero en esta cuestión, usted no aceptó. Por la razón que fuere, comenzó a sentir náuseas. Pero ellos continúan afirmando la idea cierta de que si usted quiere tener el presupuesto equilibrado y pagar al personal, y alimentar ordenadamente la enorme estructura de la Iglesia, necesita permanecer en el negocio financiero. Y si está en esto, se atiene a las normas y trata de molestar lo menos posible a sus colegas. Una actitud muy sensata, aunque no muy religiosa… Y ahora que he pronunciado mi discursito, ¿Su Santidad desea mi cabeza… sobre una bandeja de plata o empalada en la pica del guardia suizo?
El Pontífice León sonrió por primera vez, y la sonrisa se convirtió en su extraña risa parecida a un ladrido.
—Malachy, es una cabeza astuta. No puedo permitirme el lujo de perderla en este momento. Con respecto a su futuro, estoy seguro de que usted ha comprendido que quizá yo no seré la persona que lo determine.
—También he pensado en eso —dijo Malachy O’Rahilly—. Todavía no estoy muy seguro de que desee permanecer en el Vaticano… en el supuesto de que me lo pidan. Dicen que el servicio junto a un Pontífice es todo lo que un cuerpo humano puede soportar.
—¡Y con Ludovico Gadda ya es demasiado! Malachy, ¿eso es lo que quiere sugerirme?
Malachy O’Rahilly le ofreció una sonrisa breve y torcida, y se encogió de hombros.
—No siempre ha sido fácil; pero para un muchacho campesino corpulento como yo, no sería divertido lidiar con un peso liviano… no sería en absoluto divertido. Me han dicho que no debo permanecer mucho tiempo con usted. De manera que si no hay nada más que pueda hacer por Su Santidad, me retiraré.