La suave ternura que ella le había demostrado, y la oleada de emoción que le había provocado, destacaba todavía más la pregunta de Tove acerca del clero célibe y la pregunta sin respuesta que él había hecho sobre Lorenzo de Rosa. Ese núcleo de pequeños incidentes era sencillamente una microimagen de los problemas que le habían agobiado durante largo tiempo y que habían inquietado a la Iglesia a lo largo de más de mil quinientos años.
La disciplina del celibato clerical forzoso en la comunión romana había demostrado ser en el mejor de los casos discutible, y en el peor un desastre cada vez más grave para la comunidad de los fieles. El intento de equiparar el celibato, el estado de soltería, con la castidad, la evitación de las relaciones sexuales ilegales, estaba condenada al fracaso, y era la causa de una gran serie entera de males, y no era el menor de ellos la hipocresía oficial y la cosecha de tragedias en los propios clérigos. Ante la prohibición de casarse, algunos hallaban alivio en las relaciones secretas, otros en las prácticas homosexuales, o más generalmente en el alcohol. No era un hecho desusado que una carrera prometedora culminase en el colapso mental.
A mediados de los años sesenta, después del Concilio Vaticano II, se habían aflojado los lazos de la disciplina para permitir a los que se sentían angustiados que se retirasen del sacerdocio y contrajesen matrimonios válidos. Se había observado una súbita avalancha de dispensas. Decenas de millares abandonaron el ministerio. Las nuevas vocaciones disminuyeron hasta el mínimo. Se había revelado la triste verdad: que el clero no formaba un grupo feliz de hermanos, alegre en el servicio del Señor, sino un ministerio solitario de hombres solitarios que afrontaban la perspectiva de una ancianidad en mayor soledad todavía.
Después, todos los intentos de cubrir el problema con el flujo de retórica piadosa habían fracasado miserablemente. La política rigorista del Papa —pocos pero buenos, y que no hubiera una salida fácil para nadie—, pareció eficaz al principio, y año tras año se ordenaba un reducido núcleo de fanáticos espartanos. Pero incluso él, León XIV, el Martillo de Dios, tenía que reconocer en el fondo de su corazón que el remedio era un sustituto. Tenía buen aspecto, sabía bien, pero en nada contribuía a la salud del Cuerpo Místico. El número de pastores del vasto rebaño era muy reducido. Los fanáticos, en quienes el Papa reconocía su propia personalidad juvenil, carecían de contacto con la realidad. La escueta teología que era el respaldo de una legislación destinada a salvar la cara no constituía una excusa para privar a la gente del Verbo Redentor.
Lo que él podía o debía hacer al respecto era por supuesto otro asunto. No tenía, por lo menos hasta ese momento, la intención de pasar a la historia como el primer Papa en mil años que había legalizado el matrimonio del clero. Cualquiera que fuese el sustento moral de esa iniciativa, el costo de la operación inauguraría un nuevo capítulo de horrores. Entretanto, proliferaban las tragedias personales; los fieles demostraban tolerancia y afecto hacia sus pastores, jóvenes y viejos, y adoptaban sus propias medidas para mantener vivo el fuego sagrado del Verbo. Él no podía hacer más que esperar y rezar pidiendo que la luz iluminase su mente turbada, y que la fuerza acudiese a sus miembros todavía temblorosos.
Llegó el barbero, esta vez uno distinto, un hombre de tez cetrina y expresión melancólica, que sostenía en la mano una vieja navaja y que le afeitó la cara como una bola de billar, y durante su trabajo pronunció a lo sumo una docena de palabras. Una enfermera le trajo pijamas limpios y después le acompañó a la ducha y le ayudó a cepillarse, porque el pecho y la espalda todavía le dolían. Ya no se sentía humillado o siquiera disgustado por su propia dependencia; pero comenzaba por lo menos a comparar sus propias circunstancias y las de otros clérigos ancianos, obligados a depender de los cuidados de las mujeres, de quienes ellos mismos se habían visto separados por decreto la vida entera. Finalmente, afeitado, vestido y más reanimado, volvió a su habitación, se sentó en un sillón y esperó la llegada de los visitantes.
Como siempre, el primero fue monseñor Malachy O’Rahilly, que trajo una lista de los que habían solicitado visitar a Su Santidad para presentarle sus respetos y atraer la atención del Pontífice sobre ellos mismos y sus asuntos. Siempre habían visto en él a un tradicionalista italiano de viejo cuño, y éste era el método tradicional de atender los asuntos papales: el protocolo, el sentido de lo que era propio, el cumplido y la cortesía.
Ahora que le habían devuelto a su amo, Malachy O’Rahilly también se sentía renovado, y su buen humor era casi bullicioso.
—¿Y le tratan bien, Santidad? ¿Necesita algo? ¿Un bocado que le apetezca? Se lo traeré en el plazo de una hora. Usted lo sabe.
—Lo sé, Malachy. Gracias. Pero no necesito nada. ¿Qué dice la lista hoy?
—Sólo cuatro personas. Mantengo reducido el número porque tan pronto vean esa expresión vivaz en sus ojos todos querrán hablar de los asuntos que les interesan, ¡y eso está verboten! El primero de la lista es el secretario de Estado. Necesita verle. Después, el Cardenal Clemens, de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Todavía está saltando de indignación a causa de la Petición de Tubinga. Se aviva la discusión en la prensa y la televisión. Su Eminencia desea que usted apruebe la adopción de medidas disciplinarias inmediatas contra los teólogos que firmaron el documento. Usted conoce sus argumentos: se trata de un desafío directo a la autoridad papal, y cuestiona el derecho que usted ejerce de designar a los obispos de las iglesias locales…
—Conozco los argumentos. —La conocida expresión de ave de presa le transformó instantáneamente en un antagonista—. Dije muy claramente a Clemens que debemos tomarnos nuestro tiempo para reflexionar antes de dar una respuesta. En esa cuestión necesitamos luz, no calor. Muy bien. Le veré a las cuatro y media. Quince minutos. Nada más. Si continúa hablando, entre y sáquele. ¿Quién sigue?
—El Cardenal Frantisek, de la Congregación de Obispos. Es una visita de cortesía en representación de la jerarquía. Será breve. Su Eminencia es un modelo de tacto.
—¡Malachy, ojalá tuviésemos muchos como él! ¿A las cinco y cuarto?
—Por último, el Cardenal Drexel. Está pasando el día en Roma; pregunta si puede verle entre siete y ocho, cuando regrese a su casa. Si usted acepta, debo telefonearle a su oficina.
—Dígale que le veré con mucho gusto.
—Y eso es todo, Santidad. No significa que yo no haya trabajado. Significa que el secretario de Estado me cortará la cabeza si tolero que soporte usted aunque sea una mínima molestia.
—Malachy, yo mismo le diré que usted es un chambelán modelo. Bien, debía usted investigar un poco el caso de la joven que falleció la noche que yo ingresé en la clínica. La que se casó con un sacerdote de la diócesis romana.
Ahora, Malachy O’Rahilly estaba atrapado entre una roca muy grande y una púa muy afilada. El Pontífice exigía información. El secretario de Estado había prometido hervirle en aceite si la divulgaba. Siempre fiel a su carácter, Malachy O’Rahilly decidió que si deseaba conservar su cargo, debía inclinarse en favor del Obispo de Roma, y no de sus ayudantes de la Curia. De modo que dijo la verdad; pero esta vez por lo menos la dijo sencillamente, sin mencionar los recortes de diario que tenía en su portafolios, ni referirse a la reunión de seguridad en el Palacio Apostólico, o a la apasionada intervención de Matt Neylan en defensa de De Rosa.
Cuando concluyó su relato, el Pontífice guardó silencio largo rato. Permaneció muy erguido en su silla, con las manos aferrando los brazos del sillón, los ojos cerrados, la boca como un tajo descolorido sobre la cara blanca como la tiza. Finalmente habló. Pronunció las palabras en un murmullo duro y tenso, sencillo y definitivo como las muertes que lo habían originado.
—He hecho algo terrible. Que Dios me perdone. Que Él nos perdone a todos.
Después comenzó a sollozar compulsivamente, de modo que el cuerpo entero se vio sacudido por el dolor y la angustia. Malachy O’Rahilly, el secretario perfecto, permaneció de pie, mudo y avergonzado, incapaz de elevar una mano o pronunciar una palabra para confortar al Pontífice. De modo que salió sigilosamente de la habitación y llamó a una enfermera que pasaba para decirle que su paciente se sentía mal.
—Profesor, necesito explicaciones. —El hombre del Mossad, desprovisto de humor y lacónico como siempre, empujó una tablilla con una hoja de papel sobre el escritorio de Salviati—. En general, sé a qué atenerme, pero quiero verificarlo con usted.
—Adelante.
—Ésta es una copia del gráfico de control que cuelga a los pies de la cama de cada paciente, ¿verdad?
—Así es.
—¿Dónde se imprimen los gráficos?
—En nuestra fotocopiadora de la clínica.
—Ahora, ¿quiere leer los encabezamientos de las columnas?
—Hora. Temperatura. Pulso. Presión sanguínea. Tratamiento aplicado. Drogas administradas. Observaciones de la enfermera. Observaciones del médico. Tratamiento prescrito. Drogas prescritas. Firma.
—Ahora, eche una ojeada al gráfico que tiene ante usted. Vea la fecha de ayer. ¿Cuántas firmas hay?
—Tres.
—¿Puede identificarlas?
—Sí. Carla Belisario, Giovana Lanzi, Domenico Falcone.
—¿Funciones?
—Enfermera diurna, enfermera nocturna, médico de guardia.
—Ahora, examine las anotaciones. ¿Cuántos tipos diferentes de letra ve?
—Seis.
—¿Cómo explica eso?
—Es sencillo. Las enfermeras que firman son responsables por el paciente. Cada una tiene varios pacientes. Los ayudantes toman la temperatura, el pulso y la presión sanguínea. El personal de farmacia administra la dosis, y es posible que el tratamiento esté a cargo de un fisioterapeuta. El sistema es esencialmente sencillo. El médico receta, la enfermera supervisa, y los restantes trabajan dirigidos y supervisados… Ahora, quizá me explique usted qué están buscando.
—Fallos en el sistema —dijo el hombre del Mossad—. Cómo asesinar a un Papa en una clínica judía y salir bien librado.
—¿Y ya ha encontrado lo que deseaba?
—No estoy seguro. Examine de nuevo el gráfico. ¿Se menciona la hematología?
—Al comienzo mismo, en la etapa preoperatoria de ese paciente. Está incluida la orden de que se realice una serie completa de análisis de sangre.
—Explíqueme exactamente cómo se hace en relación al paciente.
—En la planilla aparece la orden de realizar los análisis. La oficina de este piso llama a hematología y ejecuta la orden. Hematología envía a alguien que tome muestras de sangre, y se las lleva al laboratorio para practicar los análisis.
—Esa persona que extrae las muestras, ¿qué equipo utiliza? ¿Cómo procede?
—Generalmente es una mujer —dijo Salviati con una sonrisa—. Extrae una pequeña bandeja y sobre ésta transporta el alcohol, un poco de algodón, algunos trozos de tela adhesiva y frascos con tapón que llevan el nombre del paciente y el número de la habitación escritos en los rótulos; además, una aguja hipodérmica estéril en un envase hermético de plástico. Es posible que también traiga un pequeño lazo de goma para comprimir la circulación y destacar la vena. Eso es todo.
—¿Cómo trabaja?
—Identifica la vena en el hueco del brazo, frota el lugar con alcohol, inserta la aguja, extrae la sangre y la transfiere al frasco. Frota el pinchazo con alcohol, y después lo cierra con tela adhesiva. Todo eso dura un par de minutos.
—Mientras extrae la sangre, ¿hay otra persona en la habitación?
—Generalmente no. ¿Acaso sería necesario?
—Exactamente. Ahí está el fallo, ¿verdad? La joven está sola con su paciente, y tiene en la mano un arma letal.
—¿Y cuál es esa arma, exactamente?
—Una jeringa vacía, con la cual puede extraerse sangre de una vena, lo inyectarse en ella una burbuja de aire que provoca la muerte!
—No había pensado en eso. Pero esa joven todavía tiene que salvar un importante obstáculo. Ya se han realizado todos los análisis de sangre necesarios en el caso de nuestro distinguido paciente. ¿Quién escribirá en su gráfico la orden de practicar nuevos análisis? ¿Quién llamará a hematología?
—Ése es el segundo fallo —dijo el hombre del Mossad—. Profesor, en su sistema sumamente ordenado, los gráficos llegan a la oficina cuando termina el turno del día y el turno de la noche. Los cuelgan de ganchos numerados, y la enfermera a cargo inspecciona cada uno antes de completar la información correspondiente a su recorrido. Cualquier persona puede pasar por allí y escribir en la hoja. He visto que lo hacen. La joven que tomó la temperatura del paciente olvidó anotar el pulso o la presión sanguínea. Usted sabe que esas cosas suceden, y cómo suceden. ¿Cuántas veces una enfermera ha tenido que preguntarle si era necesario continuar aplicando suero? Salviati rechazó totalmente la idea.
—No lo creo. ¡No creo una sola palabra de lo que dice! Está inventando una novela: cómo podría cometerse un asesinato. Está inventando un asesino de la nada. Esa muchacha es miembro de mi personal. No permitiré que la inculpe falsamente de este modo.
El hombre del Mossad no se conmovió. Se limitó a decir:
—Profesor, todavía no he terminado. Deseo que escuche algo. —Depositó sobre el escritorio una pequeña grabadora de bolsillo y le enchufó un auricular que entregó a Salviati—. Hace varios días que implantamos micrófonos en Miriam Latif, en su habitación, en su bata de laboratorio, en el forro de su cuaderno de bolsillo. Siempre usa un teléfono público, de modo que tiene que llevar consigo algunos
gettoni
. El cuaderno la acompaña a todas partes. Lo que usted escuchará es una serie de breves conversaciones con Omar Asnan, su amigo. Hablan en farsi, de modo que usted tendrá que aceptar mi palabra acerca de lo que dicen.
Salviati escuchó unos minutos y después, exasperado por su imposibilidad de seguir el diálogo, se quitó el auricular y lo devolvió.
—La traducción, por favor.
—La primera conversación fue desde un bar de la aldea. Ella dice que sí, que es posible. Asnan pregunta cuándo. Ella contesta que en unos pocos días. Él pregunta por qué. Y ella responde que a causa de la lógica. Él quiere saber qué quiere decir con la palabra lógica. A lo cual ella responde que ahora no puede explicárselo. Intentará hacerlo en la siguiente llamada… La explicación llega un poco más avanzada la cita. La joven explica que no se permite que nadie llegue al hombre sin pasar primero por el personal de seguridad. Y afirma que no sería lógico pedir un análisis de sangre en el proceso de la convalecencia. Sería más normal poco antes de dar de alta al paciente. Asnan dice que ella está apurando mucho. Tendrán que pensar en las soluciones consiguientes. La respuesta de la joven cierra el capítulo por lo que a nosotros concierne. Dice: «Ten cuidado. El lugar está sembrado de gusanos, y todavía no los he identificado a todos». Hay más, pero ésa es la esencia de la conversación.