Sus palabras fortalecieron el coraje de otros consejeros papales, y fue evidente su intención de crear un organismo de opinión opositora en el seno de la Curia, «porque», como dijo francamente al Pontífice, «Su Santidad se comporta a veces como una muía de campo, y en verdad no podemos tolerar eso en estos tiempos y en esta época».
Pero por dura que fuese su resistencia, mantenía la lucha en los límites de la Iglesia, como había hecho en el caso de Jean Marie Barette. Más que la mayoría de los clérigos que estaban en Roma, comprendía cuan ominosa era la estadística de la defección, y no deseaba, ni con las palabras ni con las actitudes, ensanchar la distancia que separaba al Pontífice del pueblo. De modo que finalmente el Obispo León contestó a su hermano obispo.
—Según recuerdo, redacté un borrador de las normas, y después éstas fueron corregidas y acordadas por el Sacro Colegio antes de presentarlas al Pontífice reinante, que consintió en aplicarlas incluso a su propio caso… Por lo tanto, no puede haber duda de que también yo me someteré a las mismas normas, si es necesario invocarlas, y cuando se presente la ocasión. Ahora, pasemos a resolver otros aspectos esenciales…
Los detalles formaban legión: las comunicaciones, la seguridad, los protocolos en la República de Italia mientras el Papa residiera fuera del territorio del Vaticano, la nómina de las personas a las que se permitiría la entrada en la clínica mientras el Pontífice estuviera sometido a cuidados intensivos, y en cada etapa sucesiva de la convalecencia…
Finalmente, se completó la tarea. Después, para sorpresa de la asamblea entera, el Pontífice pidió la primera disculpa que se le hubiera escuchado nunca.
—Abrigaba la esperanza de decir misa esta noche con ustedes. No puedo. Advierto que estoy al cabo de mis fuerzas. Sin embargo, no puedo retirarme sin pedirles a todos que escuchen mi confesión y me concedan su absolución colectiva. No me arrepiento de lo que he hecho en este cargo. Debo arrepentirme de lo que soy: obstinado, ciego, arrogante, pronto para encolerizarme, lento para perdonar. ¿Me afecta la corrupción? Sí. ¿Soy un cobarde? También, porque temo profundamente lo que me espera cuando salga de aquí. Carezco de compasión, porque desde la infancia me he visto impulsado a alejarme todo lo posible de los sufrimientos de la condición humana. Y, sin embargo, no puedo abjurar de lo que creo, que una sencilla e infantil obediencia a las lecciones de nuestro Señor y Salvador, según las interpreta la Santa Sede, es el único camino verdadero que lleva a la salvación. Si yerro en esto, deben creerme que no es por falta de buena voluntad, sino por ausencia de luz y comprensión. De modo que en presencia de todos ustedes, confieso y me arrepiento y pido a nuestro hermano Drexel que me absuelva en el nombre de Dios y de todos ustedes.
Se separó torpemente del gran sillón tallado y se arrodilló frente a ellos. Drexel se aproximó y le dio la absolución ritual:
Deinde ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti…
—¿Y la penitencia? —preguntó el Pontífice León.
—Nosotros no impondremos ninguna. Ya sufrirás bastante. Te deseamos el valor de soportarlo.
Drexel extendió una mano para ayudarle a ponerse de pie, y le condujo fuera de la sala en medio de un silencio.
Mientras los cardenales curiales se dispersaban en el fulgor de un atardecer romano, MacAndrew, el escocés de
Propaganda Fide
, salió con Agostini, de la Secretaría de Estado. Juntos formaban una metáfora casi perfecta de la naturaleza de la Iglesia. La congregación de MacAndrew estaba a cargo de la evangelización de las naciones, la propagación de la antigua fe en el mundo de los incrédulos y el mantenimiento de fundaciones misioneras. La tarea de Agostini era crear y mantener las relaciones políticas que posibilitaran tales esfuerzos. MacAndrew dijo en su acostumbrado estilo seco y un tanto irónico:
—Bien, ¡esto es algo que no veíamos desde los tiempos del seminario! La confesión pública, con el Rector arrodillado frente a la comunidad. ¿Qué le ha parecido?
Agostini, siempre diplomático, se encogió elocuentemente de hombros y citó un pasaje del
Dies Irae
:
—
«Timor mortis conturbat me!»
Tiene miedo. Es natural. Sabe que puede morir bajo el bisturí. Sabe que morirá si no se somete a la operación.
—He tenido la impresión —dijo MacAndrew con voz pausada— de que estaba echando sus cuentas y que descubría un déficit.
—Todos sabemos que hay un déficit. —El tono de Agostini era sombrío—. Usted, que está en
Propaganda Fide
, sabe que es catastrófico. Las congregaciones se debilitan, no conseguimos candidatos para el sacerdocio o la vida religiosa, y los lugares donde la fe es más sólida al parecer son los más alejados de nuestra jurisdicción… ¡o de nuestra interferencia! Quizá nuestro amo y señor está empezando a percibir que es el responsable por lo menos de una parte del desastre.
—Todos somos responsables. —MacAndrew habló con acento enfático—. Usted, yo, toda nuestra pandilla revestida de oro y púrpura. Somos los cardenales, los hombres decisivos de la organización. También somos obispos, y por derecho propio estamos investidos por la autoridad apostólica. Sin embargo, mire cómo nos hemos comportado hoy. ¡Vea cómo nos comportamos siempre! Parecemos barones feudales en presencia de su señor. Lo que es peor, a veces creo que nos parecemos a un rebaño de eunucos cortesanos. Aceptamos el palio y el sombrero rojo, y después recibimos todo lo que llega de sus manos como si fuera la voz de Dios que llega del santo de los santos. Le vemos tratando de ordenar el retroceso de las olas de la marea milenaria, de silenciar por decreto los murmullos de la humanidad turbada. Le escuchamos predicar sobre el sexo como si hubiese pasado su juventud entera con los maniqueos, como Agustín, y no pudiese expulsar de su mente las ideas sucias. Sabemos que ha silenciado a los teólogos y filósofos que intentan hacer inteligible la redención cristiana en nuestro universo despiadado. Pero, ¿cuántos de nosotros estamos dispuestos a decirle que quizá se equivoca, o que necesita nuevas gafas, o que está mirando la verdad de Dios reflejada en un espejo deformante?
—¿Escucharía si le habláramos así?
—Probablemente no… pero tendría que tratar colectivamente con nosotros. Ahora sólo tiene que dividirnos y de ese modo vencer. Y lo aprovecha. De modo que cada uno de nosotros tiene que encontrar su propio modo de enfrentarse a él. Puedo ofrecerle la lista completa de los métodos utilizados: la manipulación, la evasión, la lisonja, los recursos diplomáticos de un gabinete secreto… Yo diría que Drexel es el único dispuesto a hacerle frente y a imponerse.
—Quizá —sugirió amablemente Agostini—, quizá Drexel tiene menos que perder que el resto. Nada le agradaría tanto como retirarse por completo y trabajar en sus viñedos. Además, mientras permanezcamos en nuestros cargos y gocemos del favor del Pontífice, podemos hacer cierto bien. Alejados de nuestros puestos, somos impotentes.
—Un excelente ejemplo de casuística —dijo sombríamente MacAndrew—. Pero no nos absuelve de nuestras propias faltas, ¿verdad? Me pregunto cómo me sentiría esta noche si me tocase contemplar la perspectiva inmediata del Día del Juicio.
—Soy diplomático. —En sus mejores momentos, Agostini mostraba cierto humor ácido—. Estoy autorizado (mejor dicho, obligado) a incurrir en herejías que en otros son absolutamente condenables. Lidio no con lo perfecto sino con lo posible, lo relativamente bueno o lo aceptablemente malo. No se me reclaman definiciones doctrinales, sólo soluciones pragmáticas: ¿cuál es el mejor acuerdo que podemos obtener entre los uniatos y los ortodoxos en Rusia? ¿Cuánto tiempo podremos mantener nuestra precaria posición en Siria? ¿Cómo puedo desenredar la maraña con los cristianos azules de China? Nuestro amo comprende esas cosas. Mantiene a los moralistas apartados de mi huerto… Pero cuando se llega al fondo de la cuestión, él mismo es un inquisidor hecho y derecho. Usted sabe cuánto nos hemos acercado varias veces a la redacción de otro Compendio de Errores… Usted pregunta cómo se sentiría, o para el caso, cómo me sentiría yo. Sólo puedo responder por mí mismo. Quizá un servidor que equivocó el camino. O tal vez un condenado a cadena perpetua. Pero por lo menos sería yo mismo, y no habría sorpresas. En cambio, León XIV es un hombre escindido. Esa confesión que acabamos de escuchar. En definitiva, ¿qué ha dicho? Mis criterios políticos son absolutamente válidos, pese a que yo tengo tantos defectos como orificios tiene un colador. Será un absolutista hasta el último momento. Tiene que serlo, porque de lo contrario no es nada.
—Entonces, ¿qué pedimos en nuestras oraciones? —MacAndrew continuaba poseído por un humor macabro—. ¿Su pronta recuperación o su muerte feliz?
—Sea cual fuere el contenido de nuestras oraciones, debemos estar preparados para lo que vendrá: Lázaro que regresa del mundo de los muertos, confirmado en la visión beatífica, o un cadáver que habrá que enterrar para después buscar otro candidato.
—¿Quién recomendó acudir a Salviati?
—Drexel. Le elogió sin reservas.
—Entonces, viva o muera nuestro Lázaro, Drexel tendrá que responder por muchas cosas, ¿no le parece?
La Clínica Internacional de Sergio Salviati era un espléndido dominio de parques y pinares, encaramado en el reborde volcánico del lago Nemi.
Desde la alborada de la historia había sido un lugar sagrado, dedicado a Diana Cazadora, cuyo santuario en el bosque umbrío estaba al cuidado de un extraño custodio, el Rey de los Bosques. El rey era un esclavo fugado, a quien se garantizaba la libertad si mataba al custodio y se posesionaba del santuario. Cada año llegaba otro asesino, para intentar el asesinato ritual. Incluso Calígula, el emperador loco, participó del siniestro juego y envió a uno de sus jóvenes siervos con la misión de eliminar al monarca reinante.
Después, mucho después, la familia Colonna se posesionó del lugar y lo convirtió en una finca y en un refugio estival adonde podía huir del fétido calor de Roma. Más tarde, la propiedad fue vendida a los Gaetani, que le asignaron el nombre que todavía lleva, Villa Diana. Durante la Segunda Guerra Mundial los alemanes la utilizaron como puesto de mando, y después el arzobispo de Westminster la compró para utilizarla como residencia de vacaciones de los estudiantes y profesores del Colegio Inglés. Pero como las vocaciones escasearon y los costos de mantenimiento se elevaron, se vendió de nuevo, esta vez a un consorcio de empresarios milaneses y turineses que estaban financiando la fundación de una moderna clínica cardiológica, bajo la dirección de Sergio Salviati.
El lugar era ideal para dicho propósito. Se remodeló la villa del siglo XVI para convertirla en residencia del personal superior y los profesionales que llegaban del extranjero a visitarla. La clínica misma, con sus construcciones anexas y su planta generadora auxiliar, se levantaba en el espacio llano de la construcción original, donde ahora había bastante tierra para cultivar verduras y frutas y proporcionar parques y jardines donde los convalecientes podían hacer ejercicios.
Con el apoyo de las principales corporaciones de la República —Fiat, Pirelli, Montecatini, Italcimento, Snia ViscosaSergio Salviati pudo cristalizar la ambición de su vida: una clínica moderna con instalaciones integrales para la formación de médicos, con un personal de prestigio internacional, cuyos diplomados comenzaban a rejuvenecer el arcaico y engorroso sistema italiano de hospitales.
A los cuarenta y tres años Sergio Salviati ya era el niño prodigio de la medicina italiana, y el igual de los nombres más destacados de Inglaterra, Europa y Estados Unidos. Como médico era un hombre desapasionado, preciso, y en una crisis seguro como una roca. Como jefe de equipo y administrador, se mostraba abierto y de buen carácter, siempre dispuesto a escuchar una opinión contraria a la suya o una propuesta audaz. Pero una vez definido el curso de acción no aceptaba descuidos ni compromisos. Se administraba la Clínica Internacional con la precisión de un avión de pasajeros, y pobre del miembro del personal que embrollase una rutina esencial o se mostrara incapaz de ofrecer su apoyo y su confortamiento decididos a un paciente.
Cuando llegó el Pontífice, la escolta de motociclistas suministrada por la República se detuvo a las puertas de la Villa Diana, donde un grupo combinado de hombres del Servicio Secreto italiano y la Vigilancia Vaticana ya ocupaba su lugar. Acompañado únicamente por su asistente y un prelado interno, el Pontífice fue recibido en el vestíbulo por el administrador de la clínica, y acompañado inmediatamente a su habitación, una cámara luminosa y aireada que daba al sur, y desde la cual podían contemplarse las tierras onduladas de los parques y viñedos y los pueblos de las colinas, que antaño habían sido baluartes fortificados.
El asistente
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distribuyó las ropas del Pontífice y sacó de la maleta el breviario y el pequeño equipo para decir misa que había usado desde el primer día de su ordenación. El Pontífice firmó los papeles del ingreso y la autorización para la intervención quirúrgica. El prelado entregó un sobre sellado con las armas papales, que contenía las instrucciones personales del paciente en la eventualidad de un colapso imprevisto o que sobreviniese la muerte cerebral. Después, el prelado y el asistente fueron despedidos y Su Santidad León XIV quedó solo; un individuo adiposo, anciano, de nariz aguileña, ataviado con una bata y calzando zapatillas, esperando nervioso que el personal médico se ocupase de él.
Su primera visitante fue una mujer, vestida con el uniforme del hospital: chaqueta blanca sobre la falda discreta y la blusa, con una tablilla y un conjunto de notas para completar la imagen. Él supuso que la mujer estaba al principio de la cuarentena, que era casada —si el anillo que sostenía en la mano no constituía un recurso protector—, y a juzgar por el italiano preciso pero académico, que probablemente era escandinava. Ella le saludó con una sonrisa y un apretón de manos.
—Bienvenido a la Villa Diana, Su Santidad. Soy Tove Lundberg, directora de nuestro grupo de consejeros.
El Pontífice se estremeció ante el saludo familiar, y después sonrió ante la vanidad de una joven matrona que se preparaba para aconsejar acerca de lo que fuere al Vicario de Cristo. Aventuró una leve ironía.
—¿Y cuáles son los asuntos en los que ofrece consejo, señora Lundberg?