«Gatito» Floss, le llamaban. Vaya gatito de 90 kilos.
—¡Venga, Carnicero, envíala fuera! —pidió una de las chicas. Me llamaban «Carnicero» porque jugaba bien y además las ignoraba.
Gatito me lanzó una mirada entre sus dos orejones. Escupí sobre la base, clavé mis píes y blandí el bate.
Gatito movió la cabeza como si el recogedor le hubiera hecho una seña. Pero sólo estaba pavoneándose. Luego paseó la vista por el solar. Más pavoneo. Todo a favor de las chicas. Su cabezota no albergaba más que retazos de pensamiento.
Alzó su brazo. Yo miraba la pelota que sostenía en su izquierda. Mis ojos jamás abandonaban la pelota. Había aprendido el truco. Tenías que concentrarte en la pelota y seguirla durante todo su recorrido hasta que alcanzaba la base y entonces le dabas un castañazo con el palo.
Vi cómo la pelota abandonaba sus dedos en medio del resplandor del sol. Era una mancha asesina, borrosa y zumbante, pero podía pararse. Pasó más abajo de mis rodillas y fuera de la zona de bateo. Su recogedor hubo de tirarse al suelo para recogerla.
—Primera pelota —tartamudeó el viejo pedo del vecindario que arbitraba nuestros partidos. Era un vigilante nocturno de unos grandes almacenes y le gustaba hablar con las chicas. «Tengo dos chicas en casa que son como vosotras, niñas. Realmente bonitas. También llevan vestidos ceñidos». Le gustaba agacharse sobre la base y mostrarles sus grandes cachas. Eso es todo lo que tenía, eso y un diente de oro.
El recogedor devolvió la pelota a Gatito Floss.
—¡Oye, Minino! —le chillé.
—¿Te refieres a mí?
—Me refiero a ti, brazos cortos. Tendrás que acercarte un poco más o tendré que llamar un taxi.
—La próxima bola es toda tuya —me contestó.
—Bien —repliqué clavando los pies de nuevo sobre la base.
Volvió a repetir los mismos gestos, cabeceando de nuevo como respondiendo a una seña, abrazando con su mirada a todo el personal. Sus ojos verdes me miraron tras la cortina de su sucio pelo castaño. Se preparó para lanzar la pelota. Salió disparada de entre sus dedos. Era una pequeña mota marrón que venía disparada desde el cielo y desfigurada por el sol. De pronto, avanzaba como un cohete directa a mi cráneo. Me dejé caer sobre mis pies, sintiendo cómo rozaba mis cabellos.
—¡Primer tanto! —refunfuñó el viejo tío pedo.
—¿Qué? —vociferé. El recogedor aún tenía la pelota en las manos. Estaba tan sorprendido por la declaración del arbitro como yo. Le quité la pelota de las manos y se la mostré a esa especie de arbitro.
—¿Qué es esto? —le pregunté.
—Es una pelota de béisbol.
—Muy bien. Recuerde qué aspecto tiene.
Cogí la pelota y anduve hacia el pequeño montículo. Los ojos verdes fijos en mí no pestañearon bajo el flequillo castaño. Pero la boca se abrió un poco, como la de una rana boqueando.
Me aproximé a Gatito.
—No sé hacer filigranas con la cabeza. La próxima vez que hagas esto, te la voy a meter por donde se te olvidó limpiarte. —Le pasé la pelota y regresé a mi base. Afirmé bien los pies y alcé el bate.
—Uno a uno —contabilizó el viejo pedo.
Floss reculó coceando la tierra de su montículo. Miró hacia el extremo izquierdo. No había nada más que un perro pulgoso rascándose la oreja. Floss lo miró como si esperara una seña. Estaba pensando en las chicas e intentando impresionarlas. El viejo tío pedo se agachó marcando su macizo culo, también intentando lucirse. Probablemente yo era el único que concentraba su mente en lo que hacía.
Y llegó el instante, Gatito Floss alzó su brazo. Esa aspa de molino zurdo podía asustarte si te dejabas. Tenías que armarte de paciencia y esperar a la pelota. Finalmente tenían que lanzártela. Entonces era tu turno, y cuanto más fuerte la lanzaran, con más fuerza podías batear y mandarla al cuerno.
Vi cómo la pelota abandonaba sus dedos a la par que chillaba una chica. Floss no había perdido su vigor. La bola parecía un proyectil, sólo que más grande y dirigido de nuevo a mi cráneo. Todo lo que sé es que intenté morder el polvo lo más rápido que pude. Me llené la boca.
—¡Segundo tanto! —oí que vociferaba el viejo pedo. Ni siquiera pronunciaba bien. Consíguete un tipo que trabaje por nada y obtendrás un haragán.
Me levanté limpiándome el polvo. Mis calzones tenían un aspecto terrible. Mi madre seguro que preguntaría: «¿Henry, cómo logras ensuciarte tanto? Y no pongas esa cara. Sonríe y serás feliz.»
Volví al montículo y me planté frente a él. Nadie dijo ni pío. Tan sólo me quedé mirando a Gatito. Yo tenía mi bate en la mano. Cogí el bate por su extremo y lo apliqué contra su nariz. El se lo quitó de un manotazo. Me di la vuelta y volví a mi base. A mitad de camino me paré y volví a mirarle fijamente. Luego regresé a la base.
Volví a afirmarme y blandí el bate. Esta iba a ser la mía. Gatito clavó sus ojos sobre una seña inexistente. Se quedó mirando un buen rato y luego meneó la cabeza: NO. Sus ojos verdes fijos en mí tras la cortina de su pelo.
Moví el bate con más fiereza.
—¡Mándala al cuerno, Carnicero! —chilló una chica.
—¡Carni! ¡Carni! ¡Carni! —vociferó otra.
Entonces Gatito nos dio la espalda y se quedó mirando al centro del campo.
—¡Tiempo! —dije yo y salí de la base. Había una niña preciosa vestida con un traje amarillo. Su pelo era rubio y liso y caía como una dorada cascada. Realmente hermosa. Logré fijar su mirada un instante y ella me decía:
—¡Carni, hazlo, por favor!
—¡Cállate! —repliqué y volví a mi base.
El tiro vino. Lo vi desde el principio. Era mi tiro. Desgraciadamente, yo quería que viniese por la derecha para salir de mi base y matar o ser matado. Pero la pelota fue directa al centro de la base. Cuando me puse en posición lo único que pude hacer fue rozarla débilmente por arriba.
El bastardo me había mamoneado todo el rato.
Me marcó otros tres tantos directos en las siguientes jugadas. Podía jurar que el tipo tenía al menos 23 años. Probablemente era un semiprofesional.
Uno de los muchachos finalmente le arrebató dos tantos.
Pero yo era bueno jugando. Recogí algunas buenas. Sabía moverme. Y también que cuanto más viera cómo lanzaba Gatito, mejor podría hacerle frente luego.
Ya no intentaba machacarme el cráneo. No le hacía falta. Tan sólo las dirigía al centro de mi cuerpo. Yo esperaba que fuera cuestión de tiempo el que pudiera batear una buena.
Pero las cosas empeoraron y empeoraron. No me gustó en absoluto. A las chicas tampoco. Ojos Verdes no sólo era bueno sobre el montículo del lanzador, sino también en la base bateando pelotas. Los primeros bateos le permitieron recorrer dos bases. Con el tercero envió la pelota muy por encima y se marcó un doble, recorriendo dos bases. La pelota pasó entre Abe y yo, que estaba de centro-campista. Yo sprinté para salir al encuentro, las chicas chillaron, y, mientras, Abe corrió mirando por encima de su hombro, la boca caída y babeante, pareciéndose a un subnormal. Yo llegué cargando a toda velocidad y exclamando: «¡Es mía!» En realidad era suya, pero de algún modo no soportaba la idea de que fuera él quien la recogiera. El no era más que un maldito roedor de libros y la verdad es que no me gustaba, por ello cargué contra él mientras la pelota descendía. Nos estrellamos el uno contra el otro. La pelota se cayó de su guante mientras caíamos al suelo y yo la recogí en el aire.
Me levanté mientras él seguía en el suelo.
—¡Levántate! ¡Bastardo de mierda! —le espeté.
Abe permaneció en el suelo. Estaba llorando y se sujetaba el brazo izquierdo.
—Creo que me he roto el brazo —contestó.
—¡Levántate, so cagarruta!
Abe se irguió por fin y salió del campo de juego, llorando y sujetándose el brazo.
Yo miré a mi alrededor.
—De acuerdo —dije—, ¡juguemos al béisbol!
Pero todo el mundo se estaba yendo. Incluso las chicas. El partido evidentemente había finalizado. Me quedé unos minutos más y luego caminé hacia casa…
Justo antes de cenar sonó el teléfono. Mi madre se puso al aparato. Su voz comenzó a excitarse. Colgó y oí como charlaba con mi padre.
Luego vino a mi habitación.
—Ven a la sala, por favor —me dijo.
Me acerqué y me senté en el sillón. Cada uno de ellos se sentó en una silla. Siempre actuaban del mismo modo. Las sillas significaban que pertenecías a la casa; el sillón era para las visitas.
—Acaba de telefonear la señora Mortenson. Han hecho unas radiografías. Has roto el brazo de su hijo.
—Fue un accidente —contesté.
—Dice que va a demandarnos. Tiene un abogado judío. Nos embargarán todo lo que tenemos.
—Tampoco tenemos muchas cosas.
Mi madre era una de esas mujeres que lloran en silencio. Cuanto más lloraba más fluían las lágrimas. Sus mejillas comenzaron a brillar bajo la luz del crepúsculo.
Se limpió los ojos. Tenían un color parduzco, desdibujado por el llanto.
—¿Por qué le rompiste el brazo a ese chico?
—Fue un encontronazo. Ambos fuimos a recoger la pelota.
—¿Qué es eso de «encontronazo»?
—El que se lo busca, lo obtiene.
—Pero entonces, ¿fue un encontronazo?
—Sí.
—¿Y de qué modo nos va a ayudar el que sea un accidente? El abogado judío tiene en su ventaja un brazo roto.
Me levanté y me retiré a mi habitación donde esperé la cena. Mi padre no había dicho nada. Estaba confundido. Por un lado estaba preocupado por la idea de perder todo lo que tenía, y por otro estaba orgulloso de tener un hijo que podía partirle el brazo a alguien.
Jimmy Hatcher empleaba parte de su tiempo trabajando en una tienda de ultramarinos. Mientras ninguno de nosotros obteníamos trabajo, él siempre estaba empleado. Con su carita y su tipo nunca tenía problemas para encontrar trabajo.
—¿Por qué no vienes a mi apartamento después de cenar esta noche? —me preguntó un día.
—¿Para qué?
—Robo toda la cerveza que quiero y la llevo a casa. Podemos bebérnosla.
—¿Dónde la tienes?
—En el refrigerador.
—Muéstramela.
Estábamos casi a una manzana de distancia. Recorrimos el camino andando. En el vestíbulo Jimmy dijo:
—Espera un minuto, voy a ver el correo. —Sacó su llave y abrió el buzón. Estaba vacío. Lo cerró de nuevo—. Mi llave abre el buzón de esta mujer. Mira.
Jimmy abrió un buzón, extrajo una carta y la abrió. Me leyó la carta.
«Querida Betty: Sé que este cheque te llega con retraso y que has estado esperándolo. He perdido mi trabajo. Encontré otro, pero está peor pagado. De todos modos aquí está el cheque. Espero que todo te vaya bien. Con cariño, Don.»
Jimmy cogió el cheque y lo miró. Lo rompió en pedacitos junto con la carta y se guardó los trozos en el bolsillo de su cazadora. Luego cerró el buzón.
—Vamos.
Fuimos a su apartamento y entramos en la cocina, donde abrió el refrigerador. Estaba repleto de latas de cerveza.
—¿Lo sabe tu madre?
—Claro. Ella se la bebe.
Cerró la nevera.
—Jim, ¿tu padre se saltó los sesos por culpa de tu madre?
—Sí. El estaba al teléfono y contó que tenía una pistola. Dijo: «Si no vuelves conmigo, voy a suicidarme. ¿Volverás conmigo?» Y mi madre contestó: «No.» Hubo un tiro y eso fue todo.
—¿Qué es lo que hizo tu madre?
—Colgó el teléfono.
—De acuerdo. Te veré esta noche.
Les dije a mis padres que iba a casa de Jimmy para hacer unos deberes con él. El tipo de deberes que me gustaban, pensé para mis adentros.
—Jimmy es un chico agradable —dijo mi madre.
Mi padre permaneció callado.
Jimmy sacó la cerveza y comenzamos a beberla. Realmente me gustaba. La madre de Jimmy trabajaba en el bar hasta las dos de la mañana. Teníamos el apartamento para nosotros solos.
—Tu madre tiene un tipo magnífico, Jim. ¿Cómo es que muchas mujeres tienen unos cuerpazos fantásticos y otras parecen deformes? ¿Por qué no tienen todas un tipazo?
—Dios, no lo sé. Quizás si todas las mujeres fueran iguales, nos aburrirían.
—Bébete alguna más. Bebes demasiado despacio.
—De acuerdo.
—A lo mejor, después de unas pocas cervezas te daré una paliza que te siente bien.
—Somos amigos, Hank.
—No tengo amigos. ¡Bébetela!
—De acuerdo. ¿Cuál es la prisa?
—Tienes que trasegarlas a toda máquina para que te hagan efecto.
Abrimos algunas latas más de cerveza.
—Si yo fuera mujer, andaría por ahí con las faldas bien alzadas para excitar a todos los hombres —dijo Jimmy.
—Me enfermas.
—Mi madre conoció a un tipo que se bebía su meada.
—¿Qué?
—Sí. Se emborrachaban durante toda la noche y luego él se tumbaba en la bañera y ella le meaba en la boca. Luego él le entregaba veinticinco dólares.
—¿Te contó ella eso?
—Desde que murió mi padre, ella se confía en mí. Es como si yo hubiera tomado su puesto.
—¿Quieres decir que…?
—Oh, no. Tan sólo me hace confidencias.
—¿Como las de ese tipo en la bañera?
—Sí, como ésas.
—Cuéntame algo más.
—No.
—Venga hombre, bebe más. ¿Hay alguien que se coma la mierda de tu madre?
—No hables de ese modo.
Terminé mi lata de cerveza y la arrojé al otro lado de la habitación.
—Me gustó esta dosis. Voy a por otra.
Me acerqué a la nevera y traje un paquete de seis.
—Soy un hijo de puta realmente duro —dije—. Tienes suerte de que te deje revolotear a mi alrededor.
—Somos amigos, Hank.
Le puse una lata de cerveza bajo su nariz.
—¡Venga, bébete esto!
Fui al baño para mear. Era una habitación muy afeminada, con toallas de brillantes colores y azulejos rosas. Incluso el retrete era de color rosa. Ella se sentaba sobre el retrete con su culo blanco y enorme y su nombre era Clare. Miré mi polla virginal.
—Soy un hombre —dije—. Puedo darle por culo a cualquiera.
—Necesito pasar al baño, Hank… —Jim llamó a la puerta.
Entró en el baño y oí como vomitaba.
—Ah, mierda… —dije yo y abrí otra lata de cerveza.
Al cabo de unos minutos Jim salió y se sentó en una silla. Estaba muy pálido y yo le metí una lata de cerveza bajo las narices.
—¡Bébela! ¡Sé un hombre! ¡Si eres lo suficientemente hombre como para robarlas, has de serlo también para bebértelas!