—Muy bien —dijo ella—, ésta va a ser tu última sesión de rayos ultravioletas. Túmbate sobre el estómago.
—Por fin sé cuál es tu nombre —le dije—. Janice. Es un nombre bonito. Igual que tú.
—Oh, cállate —dijo ella.
La volví a ver cuando sonó el primer aviso del aparato. Me di la vuelta, Janice reajustó el aparato y salió de la habitación. Jamás volví a verla.
Mi padre no creía en los doctores que no fueran solteros.
—Te harán mear en un tubo, pillarán tu dinero y volverán junto a sus esposas en Beverly Hills —decía mí padre.
Pero en una ocasión me envió a uno. A un doctor con mal aliento y una cabeza tan redonda como una pelota de baloncesto, salvo que tenía dos pequeños ojos ahí donde la pelota no tenía ninguno. No me gustaba mi padre y el doctor no era mucho mejor. Me dijo que no tomara alimentos fritos y que bebiera zumo de zanahorias. Eso fue todo.
Mi padre me avisó de que volvería al instituto el trimestre siguiente.
—Me estoy rompiendo el culo para evitar que la gente robe. Algún negro rompió el cristal de una urna y robó monedas antiguas antes de ayer. Cogí al bastardo. Rodamos por las escaleras juntos. Le retuve hasta que llegaron los otros. Arriesgo mi vida todos los días. ¿Por qué tienes que estar aplanando tu culo y deprimiéndote? Quiero que seas ingeniero. ¿Cómo coño vas a ser ingeniero mientras sigas rellenando cuadernos con mujeres con la falda levantada hasta el culo? ¿Es eso todo lo que sabes dibujar? ¿Por qué no pintas flores, o montañas o mares? ¡Vas a volver al instituto!
Bebí zumo de zanahorias y esperé matricularme de nuevo. Sólo había perdido un trimestre. Los granos no se habían curado, pero ya no eran tan terribles como antes.
—¿Sabes lo que me cuesta el zumo de zanahoria? Tengo que trabajar a primera hora todos los días por tu maldito zumo de zanahorias.
Descubrí la Biblioteca Pública de La Ciénaga. Obtuve un carnet de lector. La biblioteca estaba cerca de la vieja iglesia de West Adams. Era muy pequeña y sólo había una bibliotecaria. Ella tenía mucha clase. Tenía unos 38 años y ya su pelo era completamente blanco y recogido en un apretado moño sobre su nuca. Su nariz era afilada y poseía unos ojos verde profundos tras unas gafas sin montura. Me sentía como si ella conociera todas las cosas.
Anduve por la biblioteca mirando libros. Los saqué de sus estantes, uno por uno. Pero todos eran un camelo. Eran sosos y pesados. Páginas y páginas de palabras sin sentido. Y si lo tenían, tardaban mucho en demostrarlo, y cuando lo hacían ya estabas demasiado cansado como para que te importara en absoluto. Probé libro tras libro. Seguramente, entre todos esos libros tenía que haber uno.
Cada día andaba hasta la biblioteca en Adams esquina a La Brea y ahí estaba mi bibliotecaria, severa, infalible y silenciosa. Seguí sacando los libros de sus estantes. El primer libro auténtico que encontré estaba escrito por un tipo llamado Upton Sinclair. Sus párrafos eran simples y llenos de furia. Escribía con furia. Escribía sobre las inmundas cárceles de Chicago. Decía las cosas lisa y directamente. Entonces encontré otro autor. Su nombre era Sinclair Lewis y el libro se llamaba Calle Mayor. Mondaba las capas de hipocresía que cubrían a la gente. Pero parecía carecer de pasión.
Volví en busca de más libros. Me leía cada libro en una sola tarde.
Estaba un día dando vueltas y lanzando miradas furtivas a mi bibliotecaria, cuando divisé un libro con el título de
Bow Dow to Wood and Stone
. Por fin algo bueno, porque eso era lo que todos hacíamos. ¡Ya era hora de algo de fuego! Abrí el libro. Estaba escrito por Josephine Lawrence. Una mujer. Eso estaba bien. Cualquiera podía encontrar el conocimiento. Abrí sus páginas. Pero era como las de la mayoría de los otros libros: blandas, oscuras, aburridas. Devolví el libro a su estante. Y mientras mi mano estaba ahí, alcancé el libro siguiente. Estaba escrito por otro Lawrence. Abrí el libro al azar y comencé a leer. Trataba sobre un hombre frente a un piano. Al principio parecía una falsedad. Pero seguí leyendo. El hombre del piano estaba turbado. Su mente soltaba cosas. Cosas oscuras y curiosas. Los párrafos de las páginas eran densos como un hombre que gritara, no «Joe, ¿dónde estás?», sino más bien «Joe, ¿dónde hay algo?» Ese era Lawrence el de los párrafos espesos y sangrientos. Nunca me habían hablado de él. ¿Por qué ese secreto? ¿Por qué no se le hizo publicidad?
Leí un libro por día. Me leí todo lo de D. H. Lawrence en esa biblioteca. Mi bibliotecaria comenzó a mirarme de forma rara cuando le pedía los libros.
—¿Cómo estás hoy? —solía preguntarme.
Eso siempre sonaba bien. Me sentía como si realmente me hubiera ido a la cama con ella. Me leí todos los libros de D. H. y esos me condujeron a otros. A H. D., la poetisa. Y Huxley, el más joven de los Huxley y amigo de Lawrence. Todo me vino de golpe. Un libro me llevaba al siguiente. Así descubrí a Dos Passos. No era demasiado bueno, realmente, pero sí lo bastante. Su trilogía sobre los Estados Unidos me costó leerla más de un día. Dreiser no me gustaba. Sherwood Anderson sí. Y entonces vino Hemingway. ¡Qué subyugante! Sabía cómo escribir una línea. Era puro gozo. Las palabras no eran abstrusas sino cosas que hacían vibrar tu mente. Si las leías y permitías que su hechizo te embargara, podías vivir sin dolor, con esperanza, sin importarte lo que pudiera sucederte.
Pero de vuelta a casa…
—¡Apaga las luces! —chillaba mi padre.
Ahora estaba leyendo a los rusos, a Turgueniev y Gorky. Las normas de mi padre incluían que todas las luces habían de apagarse a las 8 de la tarde. El quería dormir para estar fresco y despejado en su trabajo al día siguiente. Su conversación en casa rondaba siempre el tema «del trabajo». Hablaba a mi madre acerca de su «trabajo» desde el momento que cruzaba la puerta por la tarde hasta que se iba a la cama. Estaba decidido a subir en el escalafón.
—¡Muy bien! ¡Ya está bien de malditos libros! ¡Apaga las luces!
Para mí, esos hombres que se habían introducido en mi vida provenientes de la nada, eran mi única oportunidad. Las únicas voces que me hablaban.
—De acuerdo —solía decir yo.
Entonces cogía la lamparita de mi cabecera, reptaba bajo las mantas, metía el almohadón dentro y me leía cada nuevo libro apoyándolo en el almohadón y protegido por el edredón y las mantas. Llegaba a hacer mucho calor, la lámpara ardía y me costaba respirar. Entonces levantaba las mantas para que entrara el aire.
—¿Qué es eso? ¿Estoy viendo una luz? Henry ¿has apagado tu luz?
Rápidamente bajaba de nuevo las mantas y esperaba hasta que oía roncar a mi padre.
Turgueniev era un tipo muy serio, pero podía hacerme reír porque el encontrar una verdad por vez primera puede ser muy divertido. Cuando la verdad de alguien es la misma que la tuya y parece que la está contando sólo para ti… eso es fantástico.
Leía libros por la noche, de ese modo, bajo las mantas y con la sobrecalentada lamparilla. Leer todos esos buenos párrafos mientras te sofocabas… era hechizante.
Y mi padre había encontrado un trabajo, y eso era la magia para él.
De vuelta en Chelsey High todo seguía igual. Un grupo de los mayores se había graduado, pero fueron reemplazados por otro grupo con coches deportivos y ropas caras. Nunca se enfrentaron conmigo. Me dejaban solo, ignorándome. Estaban ocupados con las chicas. Nunca hablaban con los chicos pobres ni dentro ni fuera de clase.
Cuando ya llevaba una semana de mi segundo semestre, hablé con mi padre a la hora de cenar.
—Mira —dije—, el instituto es difícil. Me estás dando 50 centavos semanales. ¿Podría ser un dólar?
—¿Un dólar?
—Sí.
Se metió en la boca una enorme porción de remolacha en vinagreta y cortada en rodajas y siguió masticando. Luego me miró bajo sus curvadas cejas.
—Si te doy un dólar a la semana, eso significará 52 dólares al año, lo que significa que tengo que trabajar una semana más sólo para pagarte a ti.
No respondí. Pero pensé: Dios mío, si piensas de ese modo, artículo por artículo, entonces no puedes comprar nada: pan, sandía, periódicos, harina, leche o espuma de afeitar. No dije nada más porque cuando odias, no mendigas…
Los chicos ricos disfrutaban saliendo y entrando a toda velocidad con sus coches, deslizándose, quemando neumáticos, sus coches destellando bajo la luz del sol mientras las chicas se agrupaban alrededor. Las clases eran un cuento, todos iban a algún sitio para aprobar y las clases eran un cuento rutinario. Todos obtenían buenas notas y rara vez les veías con libros, tan sólo quemando goma de neumáticos, tomando curvas a toda velocidad con sus coches llenos de chicas chillando y riendo. Yo les miraba con mis 50 centavos en el bolsillo. Ni siquiera sabía conducir un coche.
Mientras tanto los pobres y los perdidos y los idiotas continuaban fluyendo en torno mío. Yo tenía un sitio donde me gustaba comer bajo los graderíos del campo de fútbol. Tenía mi bolsa marrón de la comida con dos sandwiches de bologna. Ellos me rodeaban:
—Oye, Hank, ¿puedo comer contigo?
—¡Iros a la mierda! ¡No os lo voy a decir dos veces! Demasiados tipos de esa clase se me habían pegado ya. No me importaban mucho ninguno de ellos: Baldy, Jimmy Hatcher y ese desgarbado chico judío, Abe Mortenson. Mortenson era un estudiante con sobresalientes pero también uno de los mayores idiotas del colegio. Había algo radicalmente equívoco en él. La saliva se formaba constantemente en su boca pero, en lugar de escupirla en el suelo para desembarazarse de ella, se escupía en las manos. No sé porqué hacía eso y no se lo pregunté. No me gustaba preguntar. Tan sólo le miraba sintiéndome disgustado. Una vez regresé a casa con él y descubrí por qué sacaba tanto sobresaliente. Su madre le obligaba a pegar la nariz a los libros y hacía que la mantuviera en esa posición. Le hacía leer todos sus libros de texto una y otra vez, página a página.
—Tiene que aprobar sus exámenes —me dijo. Nunca se le ocurrió que quizás los libros estuvieran equivocados. O que a lo mejor no importaban. No le pregunté nada a ella.
Me pasaba otra vez lo mismo que en la escuela primaria. En torno mío se agrupaban los débiles en lugar de los fuertes, los feos en lugar de los hermosos, los perdedores en vez de los ganadores. Parecía que mi destino en la vida era viajar en su compañía. Eso no me importaba tanto como el hecho de que yo les parecía irresistible a todos esos tipos idiotas y grises. Era como una mierda que atraía a las moscas en lugar de una flor que subyugara a las deseadas mariposas y abejas. Yo quería vivir solo, me sentía mejor estando solo, mucho más limpio; sin embargo no era lo suficientemente listo para desembarazarme de ellos. Quizás eran mis maestros: otro tipo de padres. En cualquier caso era incómodo tenerlos revoloteando alrededor mientras me comía mis sandwiches de bologna.
Pero también existían ciertos buenos momentos. El que una vez fue amigo mío en el vecindario, Gene, que era un año mayor que yo, tenía un compañero, Harry Gibson, que había participado en una pelea profesional (y perdió). Estaba yo una tarde con Gene fumando cigarrillos cuando apareció Harry Gibson con dos pares de guantes de boxeo. Gene y yo estábamos fumando con sus dos hermanos mayores, Larry y Dan.
Harry Gibson era chulito.
—¿Alguien quiere pelear conmigo? —preguntó.
Nadie dijo ni pío. El hermano mayor de Gene, Larry, tenía cerca de 22 años. El era el más grandón, pero era un poco tímido y subnormal. Tenía una enorme cabeza, y era bajo pero macizo y fortachón, realmente bien construido, pero todo le asustaba. Así que todos miramos a Dan, que era el siguiente en edad, ya que Larry dijo:
—No, no quiero pelear.
Dan era un genio de la música, casi había ganado una beca por ello. De cualquier modo, como Larry había pasado del desafío de Harry, Dan se puso los guantes para pelear con Harry Gibson…
Harry Gibson era un hijo de puta sobre relucientes ruedas. Incluso el sol brillaba de cierto modo sobre sus guantes. Se movía con precisión, aplomo y gracia. Saltaba y bailaba en torno a Dan. Dan alzaba los guantes y esperaba. El primer puñetazo de Gibson hendió el aire y restalló como el disparo de un rifle. Había algunas gallinas en el gallinero del patio y dos de ellas pegaron un brinco al oír el sonido. Dan cayó de espaldas. Se quedó tendido sobre la hierba con sus dos brazos extendidos como si fuera un Cristo barato.
Larry le miró y dijo:
—Me voy a casa. —Anduvo con rapidez hasta la puerta, la abrió y desapareció.
Fuimos a ver como estaba Dan. Gibson se alzaba sobre él con una pequeña mueca en su cara. Gene se agachó y alzó un poco la cabeza de Dan.
—¿Dan, estás bien?
Dan sacudió la cabeza y lentamente se sentó.
—Jesucristo, ese chico lleva un arma mortal. ¡Quitadme estos guantes! Gene desabrochó un guante y yo el otro. Dan se levantó y anduvo hacia la puerta trasera como si fuera un viejo.
—Voy a acostarme… —Y se metió dentro. Harry Gibson recogió los guantes y miró a Gene:
—¿Qué tal si lo intentas tú, Gene? Gene escupió en la hierba.
—¿Qué demonios es lo que quieres, noquear a toda la familia?
—Sé que eres el mejor luchador, Gene, pero de todos modos te derrotaré fácilmente sin emplearme a fondo.
Gene asintió y le puse los guantes. Yo era un buen encargado de los guantes.
Formaron un cuadrado y Gibson comenzó a girar en torno a Gene, preparándose. El dio vueltas hacia la derecha, el otro a la izquierda. Uno se agachó y el otro se inclinó a un lado. Entonces Gibson dio un paso al frente y lanzó un golpe lateral con la izquierda. Aterrizó justo en medio de los ojos de Gene. Gene dio unos pasos hacia atrás y Gibson le siguió. Cuando hubo acorralado a Gene contra el gallinero, lo inmovilizó con un suave izquierdazo a la frente y luego disparó su derecha contra la sien izquierda de Gene. Gene se deslizó sobre la rejilla metálica del gallinero hasta topar con la valla, que cubrió con su cuerpo. No intentó volver a pelear. Dan salió de la casa con un pedazo de hielo envuelto en un paño. Se sentó en las escaleras del porche y aplicó el paño a su frente. Gene se retiró a lo largo de la valla. Harry le acorraló en la esquina entre la valla y el garage y disparó un gancho al estómago de Gene, éste se dobló sobre sí y entonces recibió un uppercut en la mandíbula. No me gustó nada. Gibson no estaba jugando limpio con Gene tal como prometió. Empecé a excitarme.