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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (13 page)

El rumor era susurrado por las chicas, que siempre parecían saberlo todo. Y aunque a las chicas no les gustaba especialmente la señorita Gredis, creían que la situación era perfecta y razonable porque Harry Walden era un genio delicado y necesitado de toda la simpatía que pudiera obtener.

Detuve a Harry Walden en el vestíbulo otra vez más.

—¡Te voy a dar una patada en el culo, tú, hijo de puta, a mí no me tomas el pelo!

Harry Walden me miró. Luego miró por encima de mi hombro y señaló algo diciendo:

—¿Qué es eso que hay ahí?

Me giré para mirar. Cuando le volví a mirar ya se había ido. Estaba sentado y a salvo en la clase rodeado por todas las chicas que pensaban que era un genio y le adoraban por ello.

Hubo más y más rumores acerca de Harry Walden y sus visitas nocturnas a la casa de la señorita Gredis. Algunos días Harry ni siquiera estaba en la clase. Esos días eran los mejores para mí, porque sólo tenía que aguantar el golpeteo rítmico y no los ricitos dorados y la adoración que sentían por ese pedazo de cosa todas las niñas con sus faldas y suéters y trajecitos almidonados… Cuando Harry no estaba ahí, las niñas susurraban:

—Es que es tan sensible…

Y Red Kirkpatrick diría:

—Ella está matándolo a polvos.

Una tarde entré en la clase y el asiento de Harry Walden estaba vacío. Supuse que estaba jodiendo como siempre. Entonces la noticia corrió de pupitre en pupitre. Yo era siempre el último en enterarme. Finalmente llegó hasta mí: Harry Walden se había suicidado. La noche anterior. La señorita Gredis no lo sabía todavía. Miré a su asiento. Nunca más se volvería a sentar en él. Toda esa ropa colorida se había ido al carajo. La señorita Gredis terminó de pasar lista, bajó y se sentó en el pupitre delantero cruzando sus piernas. Llevaba puestas las medias de seda más finas que nunca habíamos visto. Su falda estaba arremangada casi hasta las caderas…

—Nuestra cultura americana —dijo— está destinada a la grandeza. La lengua inglesa, ahora tan limitada y estructurada, será reinventada y mejorada. Nuestros escritores utilizarán lo que yo denomino americanés…

Las medias de la señorita Gredis tenían casi el color de la carne. Era como si no las llevara en absoluto, como si estuviera desnuda frente a nosotros, pero como además no lo estaba, sino que sólo lo parecía, la sensación era muchísimo mejor.

—Y descubriremos más y más nuestras propias verdades y nuestro propio modo de hablar, y esta nueva voz no estará constreñida por viejas historias, viejas costumbres, sueños viejos e inútiles…

«Bump, bump, bump…»

25

Curly Wagner se enfrentó con Morris Moscowitz. Fue después de la escuela, y ocho o diez de nosotros nos habíamos enterado del reto y anduvimos tras el gimnasio para observar. Wagner había impuesto las reglas.

—Pelearemos hasta que alguno grite que se rinde.

—De acuerdo —dijo Morris. Era un chico alto y delgado, un poco estúpido, y nunca hablaba mucho o molestaba.

Wagner me miró.

—Y cuando acabe con este tipo, ¡te las verás conmigo!

—¿Yo, entrenador?

—Sí, tú, Chinaski.

Le respondí con una mueca.

—¡Voy a obtener un poco de maldito respeto de vosotros si os tengo que barrer uno por uno!

Wagner era un gallito. Siempre estaba trabajándose las barras paralelas o dando volteretas sobre la colchoneta o pegándose carreras por la pista. Se contoneaba cuando andaba, pero aún así tenía barriga. Le gustaba plantarse y mirar durante largo rato a alguien como si fuera una mierda. Yo no sabía qué era lo que le molestaba. Nosotros le fastidiábamos. Creo que él pensaba que nosotros nos follábamos a todas las chicas como locos y no le gustaba nada la idea.

Comenzaron la pelea. Wagner tuvo algunas buenas fintas. Se encorvaba, esquivaba, arrastraba los pies, saltaba adelante y atrás siseando quedamente. Era imponente. Le atizó a Moscowitz tres directos con la izquierda. Moscowitz se limitaba a permanecer en pie con las manos en los costados. No tenía ni idea de boxear. Entonces Wagner estrelló su derecha en la mandíbula de Moscowitz.

—¡Mierda! —dijo Morris y lanzó un derechazo abierto que Wagner esquivó. Wagner contraatacó con un derecha-izquierda que aterrizaron en la cara de Moscowitz. Morris tenía la nariz ensangrentada.

—¡Mierda! —repitió, y empezó a balancearse lanzando golpes laterales que aterrizaron en su blanco. Podías oír cómo los golpes crujían en la cabeza de Wagner. Wagner intentó rechazarle, pero sus puñetazos no tenían la fuerza y la furia de los de Moscowitz.

—¡Cojonudo! ¡Machácale, Morrie!

Moscowitz era un pegador. Clavó su izquierda en la redonda barriga de Wagner y éste boqueó y cayó de rodillas. Tenía un corte en la cara y sangraba. Apoyaba la barbilla en el pecho y parecía enfermo.

—Me rindo —dijo Wagner.

Le dejamos detrás del edificio y seguimos todos a Morris Moscowitz. Era nuestro nuevo héroe.

—¡Mierda, Morrie, deberías de hacerte profesional!

—Huevos, sólo tengo trece años.

Anduvimos hasta la parte de atrás del taller y nos quedamos de pie en torno a las escaleras. Alguien encendió algunos cigarrillos y los hizo circular.

—¿Qué es lo que ese tío tenía en contra de nosotros? —preguntó Morrie.

—Infiernos, Morrie, ¿no lo sabes? ¡Tiene celos! ¡Cree que nos follamos a todas las chicas!

—Vaya, jamás he besado a una chica.

—¿No nos engañas, Morrie?

—En serio.

—Deberías de intentar el follar en seco, Morrie, ¡es fantástico!

Entonces vimos a Wagner pasar andando. Se estaba arreglando la cara con su pañuelo.

—Oye, entrenador —vociferó uno de los chicos—, ¿qué tal una revancha? Wagner se detuvo y se nos quedó mirando.

—Muchachos, ¡tirad esos cigarrillos!

—Ah, no, entrenador, ¡nos gusta fumar!

—Ven aquí, entrenador, ¡oblíganos a tirar los cigarrillos!

—¡Sí, ven, entrenador!

Wagner estaba plantado mirándonos.

—¡Todavía no he empezado con vosotros! ¡Os pillaré uno por uno de un modo u otro!

—¿Y cómo vas a hacerlo, entrenador? Tus capacidades parecen ser limitadas.

—Sí, entrenador, ¿cómo coño vas a lograrlo?

Cruzó todo el campo hasta su coche. Sentí un poco de lástima por él. Cuando un tío es tan antipático debería ser capaz de defenderse.

—Supongo que cree que no habrá ninguna virgen por los alrededores para cuando nos graduemos —dijo uno de los chicos.

—Creo —dijo otro chico— que alguien se corrió en su oreja y así le funciona el cerebro.

Después de eso nos fuimos. Había sido un día bastante estupendo.

26

Mi madre iba cada mañana a su mal pagado trabajo y mi padre, que no tenía trabajo, también salía cada mañana. Aunque la mayoría de los vecinos estaban sin empleo, él no quería que advirtieran que estaba parado. Así cada mañana a la misma hora se metía en su coche y salía como si fuera a trabajar. Por la tarde volvía siempre a la misma hora. Para mí era perfecto, porque me quedaba solo en el lugar. Ellos cerraban la casa, pero yo sabía cómo introducirme. Abría la puerta de rejilla con un cartón. La puerta del porche estaba cerrada con llave por dentro, pero yo deslizaba un periódico bajo la puerta y hacía que cayera la llave. Entonces retiraba el periódico de debajo de la puerta y la llave venía con él. Quitaba el cerrojo de la puerta y entraba. Cuando salía, primero cerraba la puerta de rejilla, cerraba la puerta del porche por dentro dejando la llave puesta, y entonces salía por la puerta principal dejando el pestillo del picaporte puesto.

Me gustaba quedarme solo. Cierto día estaba jugando uno de mis juegos. Había un reloj con segundero y yo me montaba mi competición para ver cuánto tiempo podía aguantar la respiración. Cada vez que lo hacía, superaba mi anterior récord. Las pasaba moradas, pero me enorgullecía cada vez que añadía algunos segundos a mi récord. Ese día añadí otros cinco segundos completos y estaba de pie recuperando el aliento, cuando anduve hasta la ventana delantera. Era un ventanal cubierto por cortinas rojas. Había una pequeña rendija entre las cortinas y miré por ella. ¡Jesucristo! Nuestra ventana estaba directamente enfrente del porche delantero de la casa de los Anderson. La señora Anderson estaba sentada en los escalones y yo veía su vestido casi desde la misma altura. Ella tenía unos 23 años de edad y unas piernas maravillosamente torneadas. Casi podía ver el lugar donde nacían. Entonces me acordé de los binoculares del ejército que poseía mi padre. Estaban en el estante superior de su armario. Corrí y los cogí, volví a toda velocidad, me agaché y los ajusté para ver las piernas de la señora Anderson. ¡Me sentí transportado a la mismísima encrucijada! Y era algo diferente a ver las piernas de la señorita Gredis; no tenías que simular que no estabas mirando. Te podías concentrar. Y es lo que hice. Estaba justo allí, absolutamente caliente. Jesucristo, ¡vaya piernas, vaya costados! Y cada vez que se movía era algo insoportable e increíble.

Me arrodillé sosteniendo los binoculares con una mano y saqué mi aparato con la otra. Escupí en la palma de mi mano y empecé. Por un momento creí ver un retazo de sus bragas. Estaba a punto de correrme y paré. Seguí mirando con los binoculares y luego comencé a frotarme de nuevo. Cuando estaba a punto de correrme paré otra vez. Entonces esperé y comencé a meneármela de nuevo. Esta vez sabía que no sería capaz de pararme. Ella estaba justo delante. ¡Yo viéndoselo casi todo! Era casi como follar. Me corrí. Salpiqué todo el parquet bajo la ventana. Era blanco y espeso. Me levanté, fui hasta el baño y cogí un poco de papel higiénico, volví y recogí el emplasto. Llevé de nuevo el papel al cuarto de baño y lo hice desaparecer con una cascada de agua.

La señora Anderson venía y se sentaba sobre esos escalones casi todos los días, y cada vez que lo hacía, yo cogía los binoculares y me la cascaba.

Si la señora Anderson llega a saber esto alguna vez, creo que me matará…

Mis padres iban al cine todos los miércoles por la noche. Se podía apostar dinero en el teatro y ellos tenían necesidad de ganar alguno. Fue en una de esas noches de los miércoles cuando yo descubrí cierta cosa. Los Pirozzi vivían en la casa situada al Sur de la nuestra. Nuestro sendero corría a lo largo del lado Norte de su casa, donde había una ventana que se abría mostrando su salón delantero. La ventana estaba velada por una fina cortina. Había un muro que formaba un arco frente a la calzada y estaba rodeado de setos. Cuando me introducía entre el muro y la ventana me rodeaban los arbustos y nadie podía verme desde la calle, especialmente por la noche.

Me escondía en cuclillas en ese hueco. Era fantástico, mejor de lo que me esperaba. La señora Pirozzi estaba sentada sobre el sofá leyendo un periódico. Sus piernas estaban cruzadas. En un cómodo sillón en el centro de la habitación el señor Pirozzi leía el periódico. La señora Pirozzi no era tan joven como la señorita Gredis o la señora Anderson, pero tenía unas bellas piernas sustentadas por unos zapatos de tacón alto, y cada vez que pasaba una página de su periódico cruzaba las piernas y la falda se le subía más, dejándome ver una mayor porción de muslo.

Si mis padres volvieran a casa del cine y me pillaran allí —pensaba yo— me matarían. Pero valía la pena. Valía la pena correr el riesgo.

Yo permanecía inmóvil tras la ventana y miraba fijamente las piernas de la señora Pirozzi. Tenían un gran perro pastor que dormía frente a la puerta. Ese día yo había estado mirando las piernas de la señorita Gredis en clase de Inglés, luego me la había cascado observando las de la señora Anderson, y ahora aún tenía más. ¿Por qué el señor Pirozzi no miraba las piernas de su esposa? Tan sólo leía su periódico. Era obvio que la señora Pirozzi intentaba atraerlo, porque su falda se alzaba más y más. Luego pasó una página y cruzó rápidamente sus piernas de modo que la falda saltó hacia atrás mostrando sus desnudos y blancos muslos. ¡Parecían ser de crema! ¡Algo increíble! ¡Era la mejor de todas!

Entonces vi con el rabillo del ojo cómo se movían las pantorrillas del señor Pirozzi. Se levantó velozmente y avanzó hacia la puerta delantera. Yo salí corriendo y haciendo ruido entre los arbustos. Le oí abrir la puerta. Yo estaba ya corriendo por la calzada y me introduje por nuestro patio trasero hasta esconderme tras el garage. Permanecí inmóvil un momento, escuchando. Luego salté la cerca posterior pasando por encima de las parras y cayendo al patio siguiente. Corrí atravesándolo hasta llegar a la calzada y comencé a trotar como un perro en dirección Sur, aparentando que era tan sólo un muchacho entrenándose. No me seguía nadie, pero seguí trotando.

Si sabe que he sido yo, si se lo dice a mi padre, soy hombre muerto…

¿Y si sólo había dejado que el perro saliera a hacer sus necesidades?

Corrí hasta el Bulevar Oeste de Adams y me senté sobre el banco de un tranvía. Permanecí sentado cinco minutos o así, luego anduve el camino de vuelta a casa. Cuando llegué, mis padres aún no habían vuelto. Entré en la casa, me desvestí, apagué las luces y esperé que amaneciera…

Otro miércoles por la noche Baldy y yo estábamos tomando nuestro atajo habitual entre dos casas de apartamentos, íbamos camino al sótano de su padre cuando Baldy se detuvo frente a una ventana. La sombra era incierta pero aún visible. Baldy se agachó y miró subrepticiamente al interior. Me hizo entonces una seña.

—¿Qué es eso? —susurré.

—¡Mira!

Había un hombre y una mujer en una cama, desnudos. Una sábana les cubría parcialmente. El hombre intentaba besar a la mujer y ella le rechazaba.

—¡Maldita sea, déjame hacértelo, Marie!

—¡No!

—¡Pero estoy cachondo, por favor!

—¡Quítame tus malditas manos de encima!

—Pero Marie, ¡te quiero!

—Tú y tu jodido amor…

—Marie, por favor.

—¿Te callarás alguna vez?

El hombre se giró encarándose con la pared. La mujer cogió una revista, acomodó un almohadón bajo su cabeza y empezó a leerla.

Baldy y yo nos apartamos de la ventana.

—Jesús —dijo Baldy—, ¡me estaba poniendo malo! —Creí que íbamos a ver algo —dije.

Cuando llegamos a la bodega, el padre de Baldy había puesto un enorme candado en la puerta del sótano.

Volvimos a esa ventana una y otra vez, pero nunca vimos que realmente pasara algo. Siempre era lo mismo.

—Marie, ha pasado ya mucho tiempo. Estamos viviendo juntos, lo sabes. ¡Estamos casados!

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