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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (14 page)

BOOK: La senda del perdedor
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—¡Vaya mierda de contrato!

—Sólo esta vez, Marie, y no te volveré a molestar. No te volveré a molestar en mucho tiempo. ¡Te lo prometo!

—¡Cállate! ¡Me enfermas! Baldy y yo nos fuimos de allí.

—Mierda —dije.

—Mierda —replicó él.

—No creo que tenga siquiera polla —dije.

—Seguro que no —dijo Baldy. Dejamos de ir por allí.

27

Wagner no había logrado nada con nosotros. Estaba yo de pie en el patio durante la clase de gimnasia cuando se me acercó.

—¿Qué estás haciendo, Chinaski?

—Nada.

—¿Nada? No le respondí.

—¿Cómo es que no participas en ningún juego?

—Mierda. Eso es asunto de chiquillos.

—Te voy a poner a recoger basura hasta nuevo aviso.

—¿Por qué razón? ¿Cuál es el cargo?

—Holgazanear. 50 puntos negativos.

Los chicos tenían que recuperar sus puntos negativos trabajando con la basura. Si tenías más de diez puntos negativos y no los recuperabas, no te podías graduar. A mí no me importaba graduarme o no. Ese era su problema. Podía quedarme dando vueltas y vueltas haciéndome más y más grande y mayor. Me tiraría a todas las chicas.

—¿50 puntos negativos? —pregunté—. ¿Es todo lo que vas a darme? ¿Qué tal cien puntos?

—Vale, cien puntos. Te los has buscado.

Wagner se alejó contoneándose. Peter Mangalore tenía 500 puntos negativos. Ahora yo estaba en segunda posición y ganando terreno…

Mi primera sesión con la basura fue durante los últimos treinta minutos del tiempo del almuerzo. Al día siguiente llevaba un cubo de basura junto con Peter Mangalore. Era bastante fácil. Cada uno teníamos un palo con un clavo afilado en la punta. Recogíamos papeles con el palo y los metíamos en el cubo. Las chicas nos miraban cuando pasábamos frente a ellas. Sabían que éramos malos. Peter parecía aburrido y yo tenía una expresión de importarme todo un comino. Las chicas sabían que éramos malos.

—¿Conoces a Lilly Fischman? —me preguntó Peter mientras andábamos.

—Oh, sí, sí.

—Bien, no es virgen.

—¿Cómo lo sabes?

—Ella me lo dijo.

—¿Quién se la tiró?

—Su padre.

—Hmmm… Bueno, no puedes echarle la culpa.

—Lilly ha oído decir que tengo una gran polla.

—Sí, lo sabe toda la escuela.

—Pues bien, Lilly la quiere. Apuesta a que puede manejarla.

—La vas a romper en cachitos.

—Sí, es lo que haré. De todos modos ella la quiere para sí.

Soltamos el cubo de basura y miramos fijamente a unas chicas que estaban sentadas en un banco. Peter anduvo hacia el banco. Yo permanecí plantado. Se acercó a una de las chicas y susurró algo en su oído. Ella empezó a reírse tontamente. Pete volvió hasta el cubo de basura. Lo recogimos y nos fuimos a otra parte.

—Así —dijo Pete—, esta tarde a las cuatro voy a romper a Lilly en pedazos.

—¿Sí?

—¿Conoces ese coche estropeado al que Pop Fansworth le quitó el motor y que está en la parte de atrás de la escuela?

—Sí.

—Bueno, antes de que se lleven a ese hijo de puta de ahí va a convertirse en mi dormitorio. Me la voy a tirar en el asiento trasero.

—Algunos tipos realmente saben vivir.

—Me estoy empalmando sólo de pensarlo —dijo Pete.

—Yo también, y ni siquiera soy el que se la va a tirar.

—Sin embargo existe un problema —dijo Pete.

—¿No te puedes correr?

—No, no es eso. Necesito un centinela. Necesito alguien que me diga que no hay moros en la costa.

—¿Sí? Bueno, mira, yo me puedo encargar de eso.

—¿Lo harías? —preguntó Pete.

—Seguro. Pero necesitamos otro chico más para que podamos vigilar en ambas direcciones.

—Muy bien. ¿En quién estás pensando?

—Baldy.

—¿Baldy? Mierda, no es gran cosa.

—No, pero es de confianza.

—Muy bien. Entonces os veré a las cuatro.

—Ahí estaremos.

A las cuatro de la tarde nos encontramos con Pete y Lilly en el coche.

—¡Hola! —dijo Lilly. Parecía salida. Pete estaba fumando un cigarrillo y tenía pinta de aburrido.

—Hola Lilly —saludé.

—Hola, nena —dijo Baldy.

Había algunos chicos jugando a la pelota en el campo de al lado, pero eso sólo lo hacía más fácil, una especie de camuflaje. Lilly estaba meneándose alrededor, respirando pesadamente, sus senos moviéndose de arriba abajo.

—Bien —dijo Pete tirando su cigarrillo—, hagámoslo amigos, Lilly.

Abrió la puerta trasera, hizo una reverencia y Lilly se introdujo. Pete entró después y se quitó los zapatos, luego sus pantalones y sus calzoncillos. Lilly miró hacia abajo y vio el pedazo de carne de Pete colgando.

—Oh, cielos —dijo—, no sé si…

—Vamos, nena —dijo Pete—, nadie vive eternamente.

—Bueno, muy bien, me parece que… Pete miró por la ventanilla.

—Oye, ¿estáis controlando si hay moros en la costa?

—Sí, Pete —dije yo—, estamos vigilando.

—Estamos mirando —dijo Baldy.

Pete alzó la falda de Lilly hasta arriba. Había un montón de carne blanca por encima de sus medias, que llegaban hasta la rodilla, y se podían ver sus bragas. Algo glorioso.

Pete abrazó a Lilly y la besó. Luego se apartó.

—¡Tú, puta! —dijo.

—¡Hablame bien, Pete!

—¡Tú, hija de perra! —dijo mientras abofeteaba con fuerza su cara. Ella empezó a lloriquear.

—No lo hagas, Pete, no lo hagas…

—¡Cállate, chocho!

Pete empezó a tirar de las bragas de Lilly. Estaba pasándoselo fenomenal. Las bragas se ceñían en torno a su prieto culo.

Pete dio un violento estirón y las bragas se desgarraron cayendo en torno a sus piernas hasta detenerse sobre los zapatos. El las lanzó a un lado y empezó a jugar con su coño. Jugaba con su coño y jugaba con su coño y la besaba una y otra vez. Entonces la apoyó contra el asiento trasero del coche. Sólo tenía una media erección.

Lilly se quedó mirando la polla.

—¿Qué eres tú, un marica?

—No, no es eso, Lilly. Tan sólo que no creo que estos chicos estén vigilando si hay moros en la costa. Nos están mirando a nosotros. No quiero que nos pillen aquí.

—No hay moros en la costa, Pete —dije yo—. Estamos vigilando.

—Sí, ¡estamos mirando! —dijo Baldy.

—No les creo —dijo Pete—. Lo único que miran es tu coño, Lilly.

—¡Eres un gallina! Todo ese pedazo de carne y sólo es un mástil doblado.

—Tengo miedo de que me pillen, Lilly.

—Yo sé lo que se debe hacer —dijo ella.

Lilly se inclinó y deslizó su lengua sobre la polla de Pete. Lamió circularmente aquel monstruoso capullo. Luego la introdujo en su boca.

—Lilly… Cristo —dijo Pete— te quiero…

—Lilly, Lilly, Lilly… oh, oh, oooh, oooooh…

—¡Henry! —gritó Baldy—. ¡Mira!

Miré. Era Wagner corriendo hacia nosotros desde el otro lado del campo, seguido por los chicos que estaban jugando a la pelota más algunos de los espectadores, tanto chicos como chicas.

—¡Pete! —aullé—. ¡Es Wagner acercándose con otros 50!

—¡Mierda! —gimió Pete.

—Oh, mierda —dijo Lilly.

Baldy y yo nos dimos el piro. Corrimos hasta pasar la puerta y llegar a media manzana de distancia. Miramos hacia atrás a través de la verja. Pete y Lilly jamás tuvieron una oportunidad. Wagner llegó y abrió de par en par la puerta del coche intentando ver mejor. Luego el coche fue rodeado y no pudimos ver nada más…

Después de aquello, nunca vimos a Pete o a Lilly de nuevo. No tuvimos ni idea de lo que les pudo haber pasado. Baldy y yo conseguimos mil puntos negativos, lo que me situó en cabeza por encima de Magalore con 1.100 puntos. No había modo alguno de redimirlos. Iba a estar mi vida entera en Mt. Justin. Por supuesto informaron a mis padres.

—¡Vamos! —dijo mi padre, y entré en el baño. El cogió la correa.

—Bájate los pantalones y los calzoncillos —dijo.

No lo hice. Se puso frente a mí, desabrochó mi cinturón de un golpe, me desabotonó y bajó mis pantalones de un tirón. De igual modo me bajó los calzoncillos. La correa aterrizó sobre mi piel. Lo mismo de siempre, el mismo sonido explosivo, el mismo dolor.

—¡Vas a matar a tu madre! —vociferó.

Me golpeó de nuevo. Pero las lágrimas no se produjeron. Mis ojos estaban extrañamente secos. Pensé en matarle. Debía de haber algún modo de matarle. En un par de años podría darle muerte a golpes. Pero lo deseaba en ese momento. El era un don nadie. Yo debía de ser un niño adoptivo. Me golpeó de nuevo. El dolor aún persistía, pero el miedo se había desvanecido. La correa aterrizó de nuevo. La habitación ya no se desvanecía entre brumas. Podía verlo todo con claridad. Mi padre pareció observar alguna diferencia en mí y me azotó con más fuerza, una y otra vez; pero cuanto más golpeaba, menos sentía. Parecía casi como si fuera él el que se sintiera impotente. Algo había ocurrido, algo había cambiado. Mi padre, jadeante, se detuvo y oí cómo colgaba la correa. Anduvo hasta la puerta y yo me giré.

—Oye —dije.

Mi padre dio la vuelta y me miró.

—Dame un par más —le dije—, si es que eso te hace sentirte mejor.

—¡No te atrevas a hablarme de ese modo! —replicó.

Le observé y vi pliegues de carne bajo su barbilla y en torno al cuello. Vi tristes arrugas y surcos. Su rostro tenía el color rosa de la masilla ajada. Estaba vestido con su ropa interior y su vientre abultaba creando arrugas en su camiseta. Sus ojos ya no poseían fiereza, sino que parecían vacuos y evitaban los míos. Algo había ocurrido. Las toallas del baño lo sabían. La cortina de la ducha lo sabía, el espejo lo sabía, la bañera y el retrete lo sabían. Mi padre se giró y salió por la puerta. El lo sabía. Era mi última paliza. Al menos proveniente de él.

28

La adolescencia me sobrevino repentinamente. En el 8º grado, a punto de alcanzar el 9º, estalló el acné. La mayoría de los chicos lo padecían, pero no tanto como yo. El mío fue realmente terrible. Era el peor caso de la ciudad. Tenía granos y erupciones en toda mi cara, espalda, cuello e incluso en mi pecho. Me aconteció justo cuando empezaba a ser aceptado como líder y chico duro. Yo todavía era un duro pero ya no era lo mismo. Tuve que retirarme y mirar a la gente desde lejos, como si estuvieran en un escenario. Sólo que ellos estaban en un escenario y yo era el único espectador. Siempre tuve problemas con las chicas, y con el acné se convirtieron en imposibles. Las chicas eran más inaccesibles que nunca. Algunas de ellas eran verdaderamente bonitas: sus vestidos, su pelo, sus ojos, la forma en que se movían. Tan sólo andar por la calle al atardecer con alguna, ya sabéis, hablando de todo y de nada, creo que me hubiera hecho sentirme muy bien.

Además aún había algo en mi interior que continuamente me creaba problemas. La mayoría de los profesores no confiaban en mí, ni yo era de su agrado, especialmente las profesoras. Nunca dije nada fuera de lugar, pero ellas alegaban que el problema era «mi actitud». Algo que tenía que ver con el modo en que me recostaba en mi asiento y el «tono de mi voz». Normalmente me acusaban de «burlarme» aunque yo no era consciente de ello. A menudo me echaban al pasillo fuera de la clase o era enviado al despacho del director. El director siempre actuaba de igual modo. Tenía una cabina telefónica en su despacho y me hacía permanecer en pie en ella con la puerta cerrada. Pasé muchas horas en la cabina telefónica. El único material legible era la Revista del Hogar Femenino. Aquello era tortura deliberada. De todos modos leía la Revista del Hogar Femenino. Llegué a leerme todos los números. Esperaba que al menos aprendería algo de las mujeres.

Debía de tener cerca de 5.000 puntos negativos a la hora de graduarme, pero no parecía importar. Querían desembarazarse de mí. Yo estaba de pie en la fila que iba penetrando en la sala de actos uno a uno; cada cual con su birrete y toga baratos que habían sido heredados de generación en generación. Podíamos oír cómo anunciaban el nombre de cada alumno a medida que cruzaban por el escenario. Estaban haciendo una maldita comedia con la ceremonia de nuestra graduación. La banda de música interpretaba nuestra himno colegial:

Oh, Mt. Justin, Oh, Mt. Justin Seremos leales,

Nuestros corazones cantan con fervor

Y nuestros horizontes son azules…

De pie en la fila, cada uno de nosotros esperaba el momento de saltar a la palestra. Entre la audiencia estaban nuestros padres y amigos.

—Estoy a punto de vomitar —dijo uno de los chicos.

—Salimos de una mierda para meternos en otra —dijo otro.

Las chicas parecían tomárselo mucho más en serio. Esa era la razón por la que no confiábamos realmente en ellas. Parecían cerrar filas en el bando contrario. Ellas y la escuela marchaban al mismo ritmo del himno.

—Esta historia me deprime —dijo uno de los chicos—. Me gustaría pegar una calada.

—Aquí tienes…

Otro de los muchachos le tendió un cigarrillo y lo hicimos circular entre cuatro o cinco de nosotros. Pegué una calada y la exhalé por la nariz. Entonces vi a Curly Wagner acercándose a nosotros.

—¡La jodimos! —exclamé—. ¡Aquí viene Wagner y su diarrea mental! Wagner se dirigió directamente hacia mí. Estaba vestido con el chandal gris —incluyendo su camiseta sudada— que llevaba la primera vez que le vi así como en todo el resto de las ocasiones. Se detuvo frente a mí.

—¡Escucha! —dijo—. ¡Crees que me vas a perder de vista sólo porque te vas de aquí, pero estás equivocado! Te voy a seguir durante el resto de tu vida. ¡Te voy a seguir hasta el fin de la tierra y terminaré pillándote!

Le miré sin hacer ningún comentario hasta que se fue. El pequeño discurso de graduación de Wagner sólo me hizo crecer ante los ojos de los demás chicos. Pensaron que yo debía de haber realizado algo tremendamente importante para sulfurarle de ese modo. Pero no era cierto. Wagner era simplemente un pobre imbécil.

Cada vez estábamos más cerca de la entrada de la sala de actos. No sólo podíamos oír cada nombre que se anunciaba y los aplausos consiguientes, sino que podíamos ver a los espectadores.

Entonces me tocó a mí.

—Henry Chinaski —anunció el director por el micrófono, y yo anduve hacia delante. Nadie aplaudió. Entonces una alma bendita entre los espectadores dio dos o tres palmadas.

Había varias filas de asientos dispuestos sobre el escenario para los alumnos recién graduados. Nos sentamos allí y esperamos. El director pronunció su discurso sobre el tema de la oportunidad y el éxito en América. Al poco todo había acabado. La banda atacó con el himno del colegio. Los estudiantes y sus padres y amigos se levantaron y se entremezclaron. Yo di una vuelta, buscando. Mis padres no estaban allí. Me cercioré de ello. Di otra vuelta y lancé un vistazo general.

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