La reina de los condenados

 

En la tercera entrega de las Crónicas Vampíricas, nos aproximamos de nuevo al abismal mundo de Lestat, esta vez con su amante, la Reina de los Condenados. Lestat, convertido en una famosa estrella del rock, despierta con su música a Akasha, la Reina de los Condenados. La que una vez fuera la reina del Nilo, toma a Lestat como amante y mano derecha, y vuelca todas sus fuerzas en la destrucción de vampiros y varones con el fin de que las hembras creen un nuevo orden. Pese a las súplicas de Lestat, los deseos de la Reina son irrefrenables, y será necesario un sacrificio para acabar con sus ansias de destrucción.

Anne Rice

La reina de los condenados

Crónicas Vampíricas 3

ePUB v1.1

Siwan
08.05.12

Título original:
Queen Of The Damned

Anne Rice, 1988.

Traducción: Carles Llorach

Editor original: Siwan (v1.0 a v1.1)

Corrección de erratas: seraph

ePub base v2.0

Este libro está dedicado con amor

a Stan Rice, Christopher Rice

y John Prestan.

Y a la memoria

de mis apreciados editores

John Dodds y William Withehead.

TRÁGICO CONEJO

Trágico conejo, una pintura,

Las orejas apelmazadas verdes como maíz apisonado.

La negra frente apuntando a las estrellas.

Una pintura en mi pared, sola

como los conejos son

y no son. Rollizas mejillas rojas,

todo Arte, hocico tembloroso,

un hábito difícil de romper como no hay.

También tu puedes ser un conejo trágico; verdirroja

tu espalda, azul tu varonil pequeño pecho.

Pero, si alguna vez sientes deseos de convertirte en uno,

cuidado con la Auténtica Carne, te

derribará de tu trágico caballo

y romperá tus trágicos colores como un fantasma

rompe el mármol; tus heridas cicatrizarán

tan deprisa que el agua

tendrá celos.

Conejos en papel blanco pintados

aumentan todos los encantos contra su estirpe silvestre;

y sus orejas maíz apisonado se tornan cuernos.

Así pues, presta atención si la trágica vida se siente bien

atrapada en una trampa para conejos

con todos los colores como espadas de luz solar,

y tijeras como el Señor Viviente.

STAN RICE

Algo de cordero (1975)

Yo soy el vampiro Lestat. ¿Me recordáis? El vampiro que llegó a ser una superestrella del rock, el que escribió su autobiografía. El de pelo rubio y ojos grises, el de insaciables deseos de hacerse visible y famoso. Me recordáis. Quise ser un símbolo del mal en un siglo iluminado en donde el mal (en el sentido estricto de la palabra) que soy yo no tiene lugar. Me imaginé incluso que, de esta forma, haría algún bien: jugando a ser el diablo en el escenario.

La última vez que hablamos acababa de empezar algo con buen pie. Acaba de debutar en San Francisco: era el primer «concierto en vivo» que realizaba con mi banda mortal. Nuestro disco tuvo un enorme éxito. Mi autobiografía lograba tratar dignamente tanto con los muertos como con los no-muertos.

Entonces ocurrió algo completamente inesperado. Al menos, yo no lo había previsto. Y, cuando os dejé, mi vida colgaba de un hilo, por decirlo de alguna manera.

Bien, todo ha acabado ahora, todo lo que siguió. He sobrevivido, evidentemente. No estaría hablando con vosotros si no fuera así. Por fin el polvo cósmico se ha posado; y el pequeño desgarrón en el tejido mundial de creencias racionales ha sido enmendado, o al menos zurcido.

Por todo lo cual, estoy un poco más triste, soy un poco más desconfiado y también un poco más consciente. También soy infinitamente más poderoso, aunque el humano que hay en mi interior está más cerca que nunca de la superficie: un ser angustiado y hambriento que ama a la vez que detesta este caparazón invencible e inmortal en el cual está encerrado.

¿La sed de sangre? Insaciable, aunque físicamente nunca la necesité menos. Creo que podría existir sin ella por completo. Pero el deseo que siento por todo lo que anda me dice que tal cosa nunca va a ser puesta a prueba.

Ya sabéis, nunca fue sólo la necesidad de sangre, aunque la sangre es lo más sensual de todo lo que una criatura pueda desear; es la intimidad del momento (beber, matar), el gran baile cuerpo a cuerpo que se danza cuando la víctima se debilita y yo siento que me dilato, engullendo la muerte que, por una fracción de segundo, arde con tanta magnitud como la vida.

Sin embargo, es una ilusión de los sentidos. Ninguna muerte puede durar tanto como una vida. Y ése es el motivo por el cual continúo tomando vidas, ¿no? En estos momentos, estoy más lejos que nunca de toda salvación. El hecho de que lo sepa, sólo empeora las cosas.

Por supuesto, aún puedo pasar por humano; todos nosotros podemos, de un modo u otro, por más vetustos que seamos. Cuello para arriba, sombrero para abajo, gafas oscuras, manos en los bolsillos…, con eso basta por lo general para hacer el efecto. Ahora bien, como disfraz prefiero las chaquetas de piel fina, los vaqueros apretados y un simple par de botas negras que sirvan para andar por cualquier terreno. Pero, de vez en cuando, me visto con las sedas de fantasía de que gusta tanto la gente de los climas sureños, donde actualmente tengo la residencia.

Si alguien me mira desde demasiado cerca, se producen unas pequeñas vibraciones telepáticas: «Perfectamente normal, lo que ves.» Un relampagueo de la sonrisa de siempre, con los caninos escondidos (sin ninguna dificultad), y el mortal sigue su camino.

Alguna vez dejo de lado todos los disfraces; salgo tal cual soy. Cabello largo, una chaqueta de terciopelo, que me recuerda épocas pasadas, y un par de anillos de esmeraldas en la mano derecha. Y echo a andar con paso decidido por entre la multitud del centro de la ciudad, de esta encantadora y corrupta ciudad sureña; o deambulo lentamente por las playas de arenas blancas como la luna, respirando la cálida brisa.

Nadie se queda mirándome más de un segundo. Hay demasiadas cosas inexplicables a nuestro alrededor: horrores, amenazas, misterios que atraen, y que luego inevitablemente desencantan. Y se regresa a lo previsible y a lo rutinario. El príncipe nunca va a llegar, todo el mundo lo sabe, y, además, quizá la Bella Durmiente esté muerta.

Otro tanto de lo mismo para el resto de los que han sobrevivido conmigo y con quienes comparto este cálido y exuberante rincón del universo, la punta más sudoriental del continente norteamericano, la rutilante metrópolis de Miami, un bien hallado coto de caza para los inmortales bebedores de sangre, si alguna vez existió tal lugar.

Es bueno tener a los demás conmigo; en realidad, es crucial y es lo que siempre había deseado: un gran conciliábulo de los sensatos, de los resistentes, de los viejos y de los despreocupados jóvenes.

Pero, ¡ah!, la angustia de permanecer en el anonimato entre los inmortales nunca fue peor para mí, para el monstruo ávido de nuevas sensaciones que soy. El suave murmullo de las voces sobrenaturales no es capaz de apartar de mí esa angustia. El sabor del reconocimiento mortal fue demasiado seductor, los discos en los escaparates, mis
fans
saltando y aplaudiendo frente al escenario. No importa que no creyeran de veras que era un vampiro; en aquellos instantes, estábamos juntos. ¡Aclamaban mi nombre!

Ahora los elepés han desaparecido y nunca volveré a oír aquellas canciones. Mi libro continúa, junto con
Confesiones de un Vampiro,
disfrazado, por seguridad, de ficción, que es quizá lo que debería ser. Ya causó demasiados problemas, como veréis.

Catástrofe es lo que acarrearon mis jueguecitos. El vampiro que podría haber sido, al fin, héroe y mártir durante un momento de pura gloria…

Creéis que esto me enseñó algo, ¿no? Bien: en realidad, sí. Ciertamente sí.

Pero, ¡es tan doloroso retirarse de nuevo a las sombras!… Lestat, el impecable e innombrable gángster chupador de sangre, de nuevo al acecho de indefensos mortales que no saben nada de los seres como yo. ¡Es tan hiriente ser de nuevo el intruso, siempre al margen, luchando contra el bien y el mal en el antiquísimo infierno particular del cuerpo y del alma!

En mi aislamiento actual, sueño con hallar una cosita joven y dulce en una habitación iluminada por el claro de luna, una de aquellas tiernas adolescentes (como las llaman ahora) que han leído mi libro y escuchan mis canciones; una de las encantadoras idealistas que me escribían cartas de admiración en papel perfumado, durante aquel breve período de gloria fatal, hablándome de poesía y del poder de la ilusión, diciéndome que deseaban que yo fuese real; sueño con escabullirme en su habitación a oscuras, donde quizá mi libro yazga en la mesita de noche, con un precioso punto de terciopelo entre sus páginas; sueño con acariciarle el hombro y sonreírle cuando nuestros ojos se encuentren. « ¡Lestat, siempre he creído en ti! ¡Siempre he sabido que vendrías!»

Tomo su rostro entre mis manos y lo inclino para besarla. «Sí, querida», respondo yo, «¡no sabes cuánto te necesitaba, cuánto te quiero, cuánto te he querido siempre!»

Quizá me encontrara más atractivo a causa de lo que me aconteció: el inesperado horror que contemplé, el inevitable dolor que sufrí. Es una terrible verdad que el sufrimiento nos hace más profundos, que da más brillo a nuestros colores, proporciona una resonancia más rica a nuestras palabras. Es decir, si no nos destruye, si no aniquila nuestro optimismo y nuestro ánimo, nuestra capacidad de imaginar y nuestro respeto por las cosas simples pero indispensables.

Por favor, disculpadme si os parezco amargado.

No tengo ningún derecho a estarlo. Yo lo empecé todo; y escapé de una pieza, por así decirlo. Cosa que no ocurrió a muchos de nuestra especie. También hubo mortales que sufrieron. Este hecho es inexcusable. Y, seguramente, siempre pagaré por ello.

Pero fijaos bien: todavía no comprendo exactamente lo que sucedió. No sé si fue una tragedia, o si no fue nada más que una aventura sin pies ni cabeza. O si algo absolutamente espléndido podría haber brotado de mi error, algo que me podría haber alzado por encima de la irrelevancia y de la pesadilla, y, al final, me hubiera lanzado a la ardiente luz de la redención.

Puede que tampoco lo sepa nunca. La cuestión es que todo ha terminado. Y ahora nuestro mundo, nuestro pequeño reino privado, es más pequeño, más lúgubre y más seguro que nunca. Nunca volveré a ser lo que era.

Es muy extraño que no previese el cataclismo, pero es que en realidad nunca soy capaz de imaginar el final de nada de lo que empiezo. Es el riesgo lo que me fascina, la coyuntura de infinitas posibilidades. Me atrae desde la eternidad, cuando todos los demás encantos decaen.

Después de todo, yo ya era así cuando estaba vivo, hace doscientos años; el inquieto, el impaciente, el que siempre lo echaba todo a perder, por el amor o por una buena pelea. Cuando partí para París en la década de 1780 para hacerme actor, lo único en que soñaba era en el inicio de cada noche, en el momento de alzarse el telón.

Quizá los viejos tengan razón. Me refiero ahora a los auténticos inmortales, a los bebedores de sangre que han sobrepasado el milenio. Dicen que ninguno de nosotros cambia realmente con el paso del tiempo, que sólo nos volvemos más como somos.

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