—Pero queremos verlo un poco más —dijo Frank—. Sólo un poco más.
—De acuerdo, pero no demasiado. Nos quedamos allí mirándolo.
—Lo veo —dije yo.
—Es un coño —dijo Frank.
—Es un coño de verdad —dije yo.
—Sí —dijo uno de los chicos mayores—, eso es lo que es.
—Siempre me acordaré de esto —dije yo.
—Bueno, chavales, ya es hora de que os marchéis.
—¿Por qué? —preguntó Frank—. ¿Por qué no podemos mirar un poco más?
—Porque —dijo uno de los chicos mayores —voy a hacer una cosa.
¡Ahora largaros de aquí!
Nos fuimos.
—Me pregunto qué irá a hacer —dije yo.
—No sé —dijo Frank—, puede que vaya a tirarle una piedra.
Salimos de debajo de las gradas y miramos a nuestro alrededor por si aparecía Daniel. No le vimos por ninguna parte.
—Puede que se haya ido —dije yo.
—A un tipo como ese no le gustan los aviones —dijo Frank.
Subimos a las gradas y esperamos a que comenzase el espectáculo. Miré a todas las mujeres que estaban allí sentadas.
—Me pregunto cuál sería —dije.
—Desde arriba no se puede saber —dijo Frank.
Entonces empezó el espectáculo aéreo. Había un tío que hacía acrobacias con un Fokker. Era bueno, hacía loopings y giros, caía en picado y salía en el último momento, barriendo el suelo. Su mejor truco consistía en recoger con unos ganchos que llevaba en cada ala dos pañuelos rojos que se colocaban en unos postes de poco más de dos metros de altitud. El Fokker bajaba, inclinaba un ala y cogía el pañuelo de ese lado con el gancho. Luego daba la vuelta, inclinaba la otra ala y cogía el otro pañuelo.
Luego vinieron algunos números de escritura en el cielo que eran un poco aburridos y unas carreras de globos que eran una estupidez. Entonces vino algo bueno, una carrera alrededor de cuatro columnas, a ras del suelo. Los aeroplanos tenían que dar doce vueltas a las columnas y el primero que acabara conseguía el premio. El piloto quedaba descalificado automáticamente si volaba por encima de las columnas. Los aviones de la carrera estaban en la pista calentando motores. Todos eran de modelos diferentes. Uno tenía una cuerpo muy fino y apenas tenía alas. Otro era ancho y redondo, parecía un balón de fútbol. Otro era casi todo alas sin apenas cuerpo. Cada uno era diferente y todos estaban magníficamente pintados. El premio para el ganador era de 100$. Allí estaban, calentando motores, y se podía ver que ahora iba a venir algo realmente excitante. Los motores rugían como si quisieran salirse de los aviones. Entonces el juez de salida bajó la bandera y salieron. Eran seis aviones y apenas tenían espacio para dar vueltas a las columnas. Algunos pilotos los cogían bajos, otros por la mitad, otros más altos. Unos iban más deprisa y perdían terreno en los giros. Otros iban más lentos y hacían giros más cerrados. Era maravilloso y era terrible. Entonces uno perdió un ala. El avión fue dando botes por el suelo, con el motor despidiendo llamas y humo. Dio una vuelta y se quedó boca arriba. La ambulancia y el coche de bomberos fueron a toda prisa hacia él. Los otros aviones siguieron volando. Entonces a otro avión le explotó el motor, saltó por los aires y los restos cayeron como algo inerte. Pegó en el suelo y se deshizo totalmente. Pero ocurrió una cosa extraña. El piloto abrió la carcasa, salió y esperó de pie a la ambulancia. Saludó al público y todo el mundo aplaudió como loco. Era milagroso.
De repente ocurrió lo peor. Dos aviones se engancharon las alas al dar la vuelta a una columna. Se precipitaron hacia el suelo, se estrellaron y los dos se incendiaron. La ambulancia y el coche de bomberos salieron hacia allí de nuevo. Vimos cómo sacaban a los dos tíos y los ponían sobre camillas. Era triste, aquellos dos valientes probablemente muertos o impedidos para el resto de sus vidas.
Quedaban sólo dos aviones, el número 5 y el número 2, tratando de conseguir el gran premio. El número 5 era el avión estrecho con apenas alas y era mucho más rápido que el número 2. El número 2 era el balón de fútbol, no tenía mucha velocidad, pero ganaba mucho terreno en los giros. No le valía de mucho. El 5 le doblaba continuamente.
—El avión número 5 —dijo el locutor— lleva dos vueltas de ventaja y le quedan otras dos para el final.
Parecía que el número 5 iba a conseguir el premio. Entonces voló hacia una columna; en vez de rodearla se fue hacia ella y la derribó entera. Siguió volando, directo hacia el suelo, cada vez bajando más y más, con el motor a tope, hasta que tocó tierra. Las ruedas pegaron contra el suelo y el avión botó, se dio la vuelta y se fue deslizando a toda velocidad. La ambulancia y el camión de bomberos tuvieron que ir hasta el quinto pino.
El número 2 siguió dando vueltas a las tres columnas que quedaban y a la que estaba caída, y luego aterrizó. Había ganado el gran premio. Salió el piloto. Era un tipo gordo, igual que su avión. Yo había esperado un tío atractivo y de aspecto duro. Había tenido suerte. Casi nadie le aplaudió.
Para cerrar el espectáculo, había un concurso de paracaidismo. Había un círculo pintado en el suelo, y el que cayese más cerca ganaba. A mí me parecía un poco estúpido. No había ni mucho ruido ni acción. Los saltadores sólo se echaban fuera del avión y trataban de caer en el círculo.
—Esto no es muy bueno —le dije a Frank.
—No —corroboró él.
Caían en las proximidades del círculo. Saltaron más participantes desde los aviones. Entonces la multitud empezó a dar oooohs y aaaahs.
—¡Mira! —dijo Frank.
Un paracaídas se había abierto sólo parcialmente. No cogía mucho aire. El tío caía más deprisa que los otros. Se le podía ver moviendo las piernas y los brazos, tratando de desenredar el paracaídas.
—¡Cristo! —exclamó Frank.
El tío siguió cayendo, más y más. Se le podía ver cada vez mejor. Seguía tirando de las cuerdas tratando de desenredar el paracaídas, pero no lo consiguió. Pegó en el suelo, rebotó un poco, volvió a caer y se quedó inmóvil. El paracaídas a medio desplegar cayó sobre él.
Cancelaron el resto de los saltos. Salimos con el resto de la gente, todavía vigilantes por si veíamos a Daniel.
—No hagamos auto-stop para volver —le dije a Frank.
—De acuerdo.
Saliendo con la gente, no sabía qué había sido más excitante, si la carrera aérea, el salto fallido de paracaídas, o el coño.
El 5º grado era algo mejor. Los demás alumnos parecían menos hostiles y yo me iba haciendo físicamente cada vez más grande. Todavía no me elegían para los equipos, pero recibía menos amenazas. David y su violín habían desaparecido. Su familia se había trasladado. Yo volvía a casa solo. A veces me seguían algunos chicos, de los que Juan era el peor, pero no llegaban a hacerme nada. Juan fumaba cigarrillos. Caminaba detrás mío fumando un cigarrillo y siempre llevaba con él un compañero diferente. Nunca me seguía él solo. Me daba miedo, yo deseaba que desapareciera. Por otro lado, me daba igual. No me gustaba Juan. No me gustaba nadie de la escuela. Creo que lo sabían.
Por eso me tenían manía. No me gustaba la forma en que caminaban, el aspecto que tenían o cómo hablaban, pero tampoco me gustaban mi padre ni mi madre. Seguía teniendo la sensación de estar rodeado por un espacio vacío. En mi estómago siempre había una ligera náusea. Juan tenía la piel oscura y llevaba una cadena de latón en vez de cinturón. Las chicas le temían, y los chicos también. El y alguno de sus compañeros me seguían hasta mi casa casi todos los días. Yo entraba en casa y ellos se quedaban afuera, Juan fumando cigarrillos, con aspecto duro, con su amigo al lado. Yo los miraba a través de la cortina. Finalmente, se marchaban.
La señora Fretag era nuestra profesora de inglés. El primer día de clase nos preguntó nuestros nombres.
—Quiero conoceros a todos —dijo.
Sonrió.
—Ahora, seguro que cada uno de vosotros tiene un padre. Creo que sería interesante que cada uno nos contara en qué trabaja su padre. Empezaremos por el primer asiento y seguiremos por toda la clase. Bueno, María, ¿en qué trabaja tu padre?
—Es jardinero.
—¡Ah, eso está muy bien! Asiento número dos… ¿Andrew, en qué trabaja tu padre?
Era terrible. En el vecindario, todos los padres habían perdido su trabajo. Mi padre también había perdido el suyo. El padre de Gene se pasaba el día entero sentado en su porche. Todos los padres estaban sin trabajo excepto el de Chuck, que trabajaba en un matadero. Conducía un coche rojo con el nombre del matadero en los lados.
—Mi padre es bombero —dijo el asiento número dos.
—Ah, muy interesante —dijo la señora Fretag—. Asiento número tres.
—Mi padre es abogado.
—Asiento número cuatro.
—Mi padre es… policía.
¿Qué iba a decir yo? Quizás sólo fueran los padres de mi vecindario los que estaban sin trabajo. Yo había oído algo del crack en el mercado económico. Significaba algo malo. Puede que el crack sólo afectase a nuestro vecindario.
—Asiento número dieciocho…
—Mi padre es actor de cine…
—Diecinueve…
—Mi padre es concertista de violín…
—Veinte…
—Mi padre trabaja en el circo…
—Veintiuno…
—Mi padre es conductor de autobús.
—Veintidós…
—Mi padre es cantante de ópera.
—Veintitrés… Ese era yo.
—Mi padre es dentista —dije.
La señora Fretag siguió con todo el resto de la clase hasta llegar al treinta y tres.
—Mi padre no tiene trabajo —dijo el número treinta y tres. Mierda, pensé, debería haber pensado en eso.
Un día la señora Fretag nos dio una tarea.
—Nuestro distinguido presidente, Herbert Hoover, va a venir a Los Angeles este sábado para dar un discurso. Quiero que todos vosotros vayáis a oír al presidente, y quiero que escribáis un ensayo sobre la experiencia y sobre lo que penséis del mensaje del presidente.
¿El sábado? Yo no podía ir. Tenía que segar el césped, cortar todas las hojitas. (Nunca podría cortar todas las hojitas.) Casi todos los sábados recibía una paliza con la badana de afilar porque mi padre encontraba una hojita. (También me pegaba a lo largo de la semana, una o dos veces, por cosas que no hacía o que hacía mal.) No podía decirle de ninguna forma a mi padre que tenía que ir a ver al presidente Hoover.
Así que no fui. Aquel domingo cogí algo de papel y me senté a escribir sobre cómo había visto al presidente. Su coche abierto, abriéndose paso entre senderos de flores, había entrado en el estadio de fútbol. Un coche lleno de agentes secretos iba delante, y otros dos coches iban justo detrás. Los agentes eran tipos valientes con pistolas para proteger a nuestro presidente. La multitud, se levantó al entrar el coche del presidente en la cancha. Nunca había ocurrido algo igual. Era el presidente. Era él. Saludó con la mano. Nosotros le respondimos. Una banda comenzó a tocar. Había gaviotas que volaban en círculo encima nuestro como si supieran también que allí estaba el presidente. Y también había aviones que hacían escritura aérea. Escribían en el cielo cosas como «La prosperidad está a la vuelta de la esquina». El presidente se puso de pie en el coche, y en ese momento se apartaron las nubes y la luz del sol cayó directamente sobre su cara. Era como si Dios también lo supiese. Entonces los coches se detuvieron y nuestro gran presidente, rodeado de agentes del servicio secreto, subió a la plataforma de discursos. Al llegar junto al micrófono, un pájaro descendió del cielo y se posó junto a él. El presidente le hizo un gesto de saludo al pájaro y se rió. Todos nos reímos con él. Entonces empezó a hablar y todo el mundo escuchó. Yo apenas pude oír el discurso porque estaba sentado junto a una máquina de freír palomitas que hacía demasiado ruido, pero me pareció oírle decir que el problema de Manchuria no era grave, y que en casa todo se iba a arreglar, no debíamos preocuparnos, y todo lo que debíamos hacer era creer en América. Habría suficiente trabajo para todo el mundo. Los talleres y las fábricas se abrirían de nuevo. Habría suficientes dentistas con suficientes dientes que extraer, suficientes fuegos y suficientes bomberos para apagarlos. Nuestros amigos de Sudamérica pagarían sus deudas. Pronto podríamos dormir en paz, con nuestros estómagos y nuestros corazones llenos. Dios y nuestra gran nación nos rodearían de amor y nos protegerían del mal, de los socialistas, nos despertarían de la pesadilla, para siempre…
El presidente escuchó los aplausos, saludó, volvió a su coche, subió y se fue seguido de coches llenos de agentes secretos mientras el sol empezaba a caer, la tarde se diluía en el crepúsculo, rojo, dorado y maravilloso. Habíamos visto y oído al presidente Hoover.
Entregué mi ensayo el lunes. El martes, la señora Fretag se dirigió a la clase.
—He leído todos vuestros ensayos sobre la visita de nuestro distinguido presidente a Los Angeles. Yo estaba allí. Algunos de vosotros, me he dado cuenta, no estuvisteis por una razón u otra. Para aquellos que no estuvisteis, os voy a leer este ensayo de Henry Chinaski.
La clase estaba terriblemente silenciosa. Yo era, de lejos, el alumno más impopular de toda la clase. Era como un cuchillo que atravesara todos sus corazones.
—Es muy creativo —dijo la señora Fretag, y empezó a leer mi ensayo. Las palabras sonaban bien. Todo el mundo escuchaba. Mis palabras llenaban la habitación, de pizarra a pizarra, pegaban en el techo y rebotaban, cubrían los zapatos de la señora Fretag y se amontonaban en el suelo. Algunas de las niñas más guapas de la clase comenzaban a echarme miradas. Todos los tíos duros estaban humillados, sus ensayos no valían un pijo. Yo bebía mis palabras como un hombre sediento. Incluso empecé a creérmelas. Vi a Juan allí sentado como si le hubiera pegado un puñetazo en todos los morros. Estiré las piernas y me eché hacia atrás. Se acabó demasiado pronto.
—Con esta gran redacción —dijo la señora Fretag—, se acaba la clase. La gente se levantó y comenzó a guardar sus cosas.
—Tú no, Henry —dijo la señora Fretag.
Me quedé sentado y ella se quedó allí de pie mirándome. Entonces dijo:
—¿Henry, estuviste allí?
Traté de pensar una respuesta. No pude. Dije:
—No, no estuve.
Ella sonrió.
—Eso hace que tenga más mérito.
—Sí, señora…
—Puedes irte, Henry.
Me levanté y salí. Empecé a caminar hacia casa. Así que eso era lo que querían: mentiras. Mentiras maravillosas. Eso es todo lo que necesitaban. La gente era tonta. La cosa iba a ser fácil. Miré detrás mío. Juan y su amigo no me seguían. Las cosas me iban cada vez mejor.