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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (7 page)

BOOK: La senda del perdedor
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Pero el sueño de mi padre no se iba a hacer realidad. Cogieron al hombre que me atropello y lo metieron en la cárcel. Tenía mujer y tres hijos y no tenía trabajo. Era un borracho insolvente. Estuvo en la cárcel un tiempo pero mi padre no presentó cargos. Como decía, «¡No puedes sacar sangre de un jodido nabo!».

15

Mi padre siempre hacía salir corriendo de nuestra casa a los chicos del barrio. Me prohibía que jugara con ellos, pero yo bajaba por la calle y los observaba de todos modos.

—¡Eh, boche! —me gritaban—. ¿Por qué no te vuelves a Alemania?

De alguna forma habían descubierto mi lugar de nacimiento. Lo peor era que todos eran de mi edad y no sólo se juntaban porque vivían en el mismo vecindario, sino porque también iban a la misma escuela católica. Eran chicos duros que jugaban al fútbol durante horas y casi todos los días al menos una pareja de ellos se enzarzaba en una pelea a puñetazos. Los cuatro principales eran Chuck, Eddie, Gene y Frank.

—¡Eh, boche, vuélvete a Chucrutlandia! No tenía sentido el enfrentarse a ellos.

Entonces un chico pelirrojo se mudó a la casa de al lado de Chuck. Iba a una especie de escuela particular. Yo estaba sentado en la valla un día cuando él salió de su casa. Se sentó a mi lado.

—Hola, me llamo Red.

—Yo Henry.

Nos quedamos allí sentados y miramos a los chicos jugar al fútbol. Miré a Red.

—¿Por qué llevas un guante en la mano izquierda? —pregunté.

—Sólo tengo un brazo —dijo él.

—Esa mano parece de verdad.

—Es falsa. Es un brazo postizo. Tócalo.

—¿Qué?

—Tócalo. Es postizo.

Lo toqué. Era duro como la roca.

—¿Cómo ocurrió?

—Nací así. El brazo es postizo hasta el codo. Tengo unos dedos pequeños al final del codo, con uñas y todo, pero no valen gran cosa.

—¿Tienes amigos? —pregunté.

—No.

—Yo tampoco.

—¿Esos chicos no juegan contigo?

—No.

—Yo tengo un balón.

—¿Lo puedes agarrar?

—Ya lo creo.

—Ve a buscarlo.

—De acuerdo…

Red fue hasta el garaje de su padre y salió con un balón. Me lo lanzó. Luego corrió hacía atrás por el prado de su casa.

—Venga, lánzalo…

Lo tiré. Levantó su brazo bueno y luego el malo y lo cogió. El brazo hizo un pequeño chirrido al coger el balón.

—Bien cogido —dije—. ¡Ahora tíramelo a mí!

Echó el brazo y lo dejó volar, vino como una bala y conseguí sostenerlo cuando se clavó en mi estómago.

—Estás demasiado cerca —le dije—. Échate un poco más hacia atrás.

Por fin, pensé, un poco de práctica en lanzar y coger el balón. Era realmente agradable.

Entonces me tocó a mí lanzar. Me eché hacia atrás, evité a un placador invisible y lancé un tiro en espiral. Se quedó corto. Red corrió hacia adelante, dio un salto, cogió el balón, rodó unas cuantas vueltas y siguió sosteniendo el balón.

—Eres bueno, Red. ¿Cómo lo haces?

—Me ha enseñado mi padre. Practicamos mucho.

Entonces Red se echó hacia atrás y lanzó uno. Parecía que iba a pasarme por encima mientras yo corría hacia él. Había una valla entre la casa de Red y la de Chuck y yo tropecé con ella. El balón pegó en lo alto de la valla y se fue al otro lado.

Di la vuelta hacia el patio de Chuck para recoger el balón. Chuck me lo pasó:

—Así que te has echado un lisiado de amigo, ¿eh, boche?

Un par de días más tarde, Red y yo estábamos en su jardín jugando con el balón. Chuck y sus amigos no estaban por los alrededores. Red y yo cada vez lo hacíamos mejor y mejor. Práctica, eso era todo lo que hacía falta. Todo lo que necesitaba una persona era una oportunidad. Siempre había alguien controlando quién podía tener una oportunidad y quién no.

Cogí uno por encima del hombro. Me giré y lo volví a lanzar hacia Red, que dio un salto y volvió a bajar con el balón agarrado. Quizás algún día jugaríamos para la Universidad del Sur de California. Entonces vi a cinco chicos bajando por la acera hacia nosotros. No eran tíos de mi escuela. Eran de nuestra edad y tenían aspecto pendenciero. Red y yo seguimos tirándonos el balón y ellos se nos quedaron mirando.

Entonces uno de los chicos entró en el jardín. El más grande de todos.

—Échame la pelota —le dijo a Red.

—¿Por qué?

—Quiero ver si la puedo coger.

—No me importa si la puedes coger o no.

—¡Échame la pelota!

—Sólo tiene un brazo —dije yo—. Dejadle en paz.

—¡No te metas en esto, cara de mono! —Entonces miró a Red—. Échame la pelota.

—¡Vete al cuerno! —dijo Red.

—¡Coged la pelota! —les dijo el tío grande a los otros.

Ellos vinieron corriendo hacia nosotros. Red se dio la vuelta y lanzó el balón al tejado de su casa. El tejado estaba inclinado y el balón bajó rodando, pero al final se quedó sujeto detrás de un canalón. Entonces vinieron encima nuestro. Cinco contra dos, pensé yo, no tenemos la menor posibilidad. Un puño me dio en la sien, yo lancé un puñetazo y fallé. Alguien me dio una patada en el culo. Fue una buena patada y me hizo arder toda la columna vertebral. Entonces oí una especie de crujido seco, fue casi como un disparo de rifle, y uno de ellos cayó al suelo sosteniéndose la frente.

—¡Oh, mierda —dijo—, tengo el cráneo machacado!

Vi a Red de pie en el centro del césped. Sostenía la mano de su brazo postizo con la mano buena. Era como una cachiporra. Entonces pegó otra vez. Hubo otro sonoro crujido y otro de ellos cayó al suelo. Empecé a sentirme valiente y le coloqué un puñetazo a uno directamente en la boca. Vi cómo se le cortaba el labio y la sangre empezaba a caerle por la barbilla. Los otros dos salieron corriendo. Entonces el tío grande, que había caído el primero, se levantó y el otro hizo lo mismo. No se quitaban las manos de la cabeza. El de la boca ensangrentada siguió allí de pie. Entonces retrocedieron juntos hacia la calle. Cuando estaban a cierta distancia, el tío grande se volvió y dijo, «¡Volveremos!».

Red empezó a correr detrás de ellos y yo corrí detrás de Red. Ellos empezaron a correr, y Red y yo dejamos de perseguirlos cuando dieron la vuelta a la esquina. Regresamos, encontramos una escalera en el garaje, bajamos el balón y empezamos a lanzárnoslo el uno al otro.

Un día Red y yo decidimos ir a nadar a la piscina pública de la calle Bimini. Red era un tipo extraño. No hablaba mucho, pero yo tampoco hablaba mucho y así nos iba bien. No había mucho que decir, de todos modos. La única cosa que le llegué a preguntar fue sobre su escuela, pero lo único que me dijo fue que era una escuela especial y que a su padre le costaba algo de dinero.

Llegamos a la piscina a primera hora de la tarde, conseguimos nuestros armarios y nos cambiamos. Llevábamos los trajes de baño debajo de la ropa. Entonces vi a Red desajustarse el brazo y ponerlo en su armario. Era la primera vez desde la pelea que le veía sin el brazo ortopédico. Traté de no mirar su brazo, que acababa en el codo. Fuimos hacia el lugar donde te tenías que mojar los pies en una solución de cloro. Apestaba, pero prevenía del pie de atleta o algo así. Entonces fuimos a meternos en la piscina. El agua apestaba también, y después de meterme hice pis. En la piscina había gente de todas las edades, hombres y mujeres, niños y niñas. A Red le gustaba de verdad el agua. Se sumergía, saltaba continuamente. Echaba chorros de agua por la boca. Yo trataba de nadar. No podía evitar el mirar al brazo de Red, era imposible dejar de mirarlo. Trataba siempre de asegurarme de que él estaba mirando hacia otro lado para observarlo. Acababa en el codo, en una especie de muñón, y se podían ver los pequeños deditos. No quería mirar muy fijamente, pero parecía que había sólo tres o cuatro, muy pequeños, un poco torcidos. Eran muy rojos y cada uno tenía una uñita. No. iban a crecer más, el desarrollo se había detenido. No quería pensar en ello. Me sumergí. Quería asustar a Red. Le iba a agarrar de las piernas por detrás. Me encontré con algo blando. Mi cara se hundió en ello de lleno. Era el culo de una gorda. Sentí que me cogía por el pelo y me sacaba del agua. Llevaba un gorro de baño azul que se ajustaba con una cinta a la barbilla, clavándosele en la papada. Tenía los dientes con fundas de plata y el aliento le olía a ajo.

—¡Tú, pequeño pervertido! ¿Tratando de meter mano de balde, eh?

Yo me solté y me fui hacia atrás. Mientras retrocedía, ella me siguió por el agua, con sus enormes tetas levantando una ola delante suyo.

—Sucio pitilín. ¿Quieres chuparme las tetas? ¿Tienes una mente sucia, eh? ¿Quieres comerte mi caca? ¿Te gustaría un poco de mi caca, pitilín?

Fui retrocediendo hacia lo más profundo. Ahora estaba de puntillas, sin dejar de ir hacia atrás. El agua se me metía en la boca. Ella seguía acercándose, era una mujer como un barco de vapor. Yo no podía retroceder más. Ella venía derecha hacia mí. Sus ojos eran pálidos, blancos, no tenían ningún color. Noté que su cuerpo me tocaba.

—Tócame el coño —dijo—. Sé que quieres tocarlo, así que no te reprimas, toca mi coño. ¡Tócalo, tócalo!

Esperó.

—Si no lo haces, voy a decirle al guardapiscinas que has tratado de abusar de mí y te meterán en la cárcel. ¡Ahora, tócamelo!

Yo era incapaz. De repente, ella se echó hacia delante, me cogió las partes y me dio un tirón. Casi me lo arranca. Caí hacia detrás en lo profundo, me hundí, me debatí y salí a la superficie. Estaba a metro y medio de ella y empecé a nadar hacia el agua menos profunda.

—¡Voy a decirle al guardapiscinas que has querido abusar de mí! —gritó. Entonces vino un hombre nadando hacia nosotros.

—¡Este niño cabrón! —me señaló gritándole al hombre—. ¡Me ha agarrado el coño!

—Señora —dijo el hombre—, el chico probablemente pensó que era la reja del sumidero.

Yo nadé hacia Red.

—¡Oye —le dije—, tenemos que irnos de aquí! ¡Esa gorda le va a decir al guardapiscinas que le he tocado el coño!

—¿Por qué lo has hecho? —me preguntó Red.

—Quería saber qué se sentía.

—¿Qué se siente?

Salimos de la piscina, nos duchamos. Red se puso su brazo y nos vestimos.

—¿De verdad que lo hiciste? —me preguntó.

—Alguna vez hay que empezar.

Alrededor de un mes más tarde, la familia de Red se mudó. De repente, un día ya no estaban. Red no me dijo nada con anterioridad. Así. Se había ido, el fútbol se había ido, y aquellos deditos rojos con sus uñitas, se habían ido. Era un buen tipo.

16

No supe exactamente por qué, pero Chuck, Eddie, Gene y Frank me permitieron participar en algunos de sus juegos. Creo que empezó cuando apareció otro tío y necesitaron tres de cada lado. Todavía necesitaba más práctica para ser verdaderamente bueno, pero cada vez mejoraba más. El sábado era el mejor día. Era cuando jugábamos los grandes partidos, y venían otros chicos a jugar. Jugábamos al fútbol en la calle. Cuando jugábamos en el césped hacíamos placajes, pero en la calle jugábamos al toque. Entonces hacíamos más pases, porque al toque no podías llegar muy lejos corriendo sin que te pillaran.

Había problemas en casa, muchas peleas entre mi padre y mi madre, y como consecuencia me tenían algo olvidado. Jugaba al fútbol todos los sábados. Durante un partido, entré en zona libre pasando al último defensa y vi cómo Chuck lanzaba la pelota. Se elevó en espiral y yo seguí corriendo. Miré por detrás de mi hombro, la vi venir, cayó justo sobre mis manos y yo la sostuve, llegando a la línea de gol.

Entonces oí la voz de mi padre gritar «¡Henry!». Estaba de pie en la puerta de casa. Le tiré la pelota a uno de los chicos de mi equipo para que la pateara y fui hacia donde estaba mi padre. Parecía enfadado. Casi podía sentir su furia. Siempre se ponía con un pie un poco adelantado, la cara colorada, y podía ver como su tripa subía y bajaba con su respiración. Medía casi dos metros, y como yo solía decir, parecía todo orejas, nariz y boca cuando se enfadaba. No podía ver sus ojos.

—Está bien —dijo—, ya eres lo bastante mayor para cortar el césped. Eres lo bastante mayor para cortarlo, recortar los bordes, regarlo y regar las flores. Ya es hora de que hagas algo por la casa. ¡Es hora de que muevas tu jodido culo!

—Pero estoy jugando al fútbol con esos chicos. El sábado es la única oportunidad real que tengo.

—¿Es que me vas a replicar?

—No.

Pude ver a mi madre observando desde detrás de una cortina. Todos los sábados limpiaban la casa entera. Desempolvaban las alfombras y barnizaban los muebles. Sacaban las alfombras, enceraban el suelo y luego volvían a poner las alfombras, de modo que no se podía ver que el suelo estaba encerado.

La segadora de césped y las tijeras podaderas estaban en el camino de entrada. Me las enseñó.

—Ahora vas a coger la segadora y vas a cortar hacia arriba y hacia abajo sin dejarte ningún trozo sin segar. Cuando el recogedor esté lleno lo vacías aquí. Cuando hayas cortado el césped en una dirección, coges la segadora y lo cortas en la otra dirección. ¿Entiendes? Primero lo siegas de Norte a Sur, luego de Este a Oeste. ¿Lo coges?

—Sí.

—¡Y no pongas esa maldita cara de desgracia o te daré un verdadero motivo para sentirte desgraciado! Después de que hayas acabado de segar, coge las tijeras de podar y corta los bordes del césped. Corta por debajo del seto. ¡Corta hasta la última hoja de césped! ¡El borde tiene que quedar absolutamente uniforme! ¿Entiendes?

—Sí.

—Y cuando acabes, entonces coges esto…

Mi padre me mostró unas tijeras más pequeñas.

—…te pones de rodillas y vas cortando cualquier hoja que todavía sobresalga. Entonces coges la manguera y riegas los setos y las flores. Luego pones el regador y lo dejas quince minutos en cada sector del césped. Haz todo esto en el jardín delantero y luego pasa al jardín de atrás y haz lo mismo. ¿Alguna pregunta?

—No.

—De acuerdo, ahora te voy a decir una cosa. En cuanto acabes, voy a salir a inspeccionarlo todo ¡Y no quiero ver ni una sola hoja de césped sobresalir, ni en el jardín delantero ni en el de atrás! ¡Ni una sola hoja! ¡Como vea…!

Se dio la vuelta, fue por el camino hacia el porche, abrió la puerta, la cerró de un portazo y desapareció dentro de la casa. Yo cogí la segadora, la subí rodando por el camino y empecé con la primera pasada, de Norte a Sur. Podía oír un poco más abajo a los chicos jugando al fútbol…

Acabé de segar el jardín frontal. Regué las flores, puse el regador y me fui hacia el jardín trasero. Acabé también con eso. No sabía si era desgraciado. Me sentía demasiado miserable para ser desgraciado. Era como si todas la cosas del mundo se hubieran convertido en césped y yo tuviera que abrirme camino por él. Seguí empujando y trabajando hasta que de repente me di por vencido. Me llevaría horas, todo el día, y el partido se acabaría. Los chicos se irían a cenar, se acabaría el sábado y yo seguiría segando.

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