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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (23 page)

BOOK: La senda del perdedor
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—Deja que me recupere un poco.

—¡Bébela!

Me senté en el sillón. Emborracharse era magnífico. Decidí que siempre me emborracharía. Todo lo vulgar de la vida desaparecía y quizás si te apartabas de ello muy a menudo, no te convertirías en un ser vulgar.

Miré a Jimmy.

—Bebe, tío mierda.

Tiré mi lata vacía al otro extremo de la habitación.

—Dime algo más de tu madre, chaval. ¿Qué es lo que ella decía acerca del tipo que bebía su meado en la bañera?

—Ella decía: cada minuto nace un mamón.

—Jim.

—¿Sí?

—¡Bebe! ¡Sé un hombre!

Alzó su lata de cerveza y luego salió corriendo hacia el baño donde le oí vomitar de nuevo. Volvió al cabo de un rato y se sentó en la silla. No tenía buen aspecto.

—Tengo que tumbarme —dijo.

—Jimmy —dije—, pienso esperar hasta que llegue tu madre. Jimmy se levantó de la silla y empezó a dirigirse al dormitorio.

—Cuando llegue, pienso follármela, Jimmy.

No me oyó. Tan sólo se metió en el dormitorio.

Fui a la cocina y volví con más cerveza.

Me senté y bebí la cerveza esperando a Clare. ¿Dónde estaba esa puta? No me podía permitir esas faltas, yo era el patrón de un disciplinado barco.

Me levanté y anduve hasta el dormitorio. Jim estaba tumbado boca abajo sobre la cama con todas sus ropas puestas, incluso los zapatos. Volví a salir.

Bueno, era obvio que ese chico no tenía estómago para la bebida. Clare necesitaba un hombre. Me senté y abrí otra lata de cerveza. Bebí un largo sorbo. Encontré un paquete de cigarrillos en la mesita del café y encendí uno.

No sé cuántas cervezas más bebí mientras esperaba a Clare, pero finalmente oí cómo se abría la puerta. Ahí estaba Clare con su cuerpazo y su pelo brillantemente rubio. Su cuerpo se alzaba sobre unos zapatos de alto tacón y se tambaleaba un poco. Ningún artista podía haber imaginado algo mejor. Las lámparas, las sillas, la alfombra, las paredes… todo la miraba mientras ella permanecía en pie…

—¿Quién demonios eres? ¿Qué significa esto?

—Clare, por fin nos encontramos. Soy Hank, el amigo de Jimmy.

—¡Sal de aquí!

—¡Voy a quedarme, nena —me reí—, tenemos algo entre tú y yo!

—¿Dónde está Jimmy?

Entró corriendo en el dormitorio y luego salió.

—¡Pequeño cabrón! ¿Qué ha pasado aquí? Cogí un cigarrillo, lo encendí e hice una mueca.

—Estás más guapa cuando te enfadas…

—No eres nada más que un pequeñajo borracho de cerveza. Vete a casa.

—Siéntate, nena. Tómate una cerveza. Clare se sentó. Me sorprendí mucho cuando lo hizo.

—Tú vas a Chelsey, ¿no es verdad? —preguntó.

—Sí, Jimmy y yo somos compañeros.

—Tú eres Hank.

—Sí.

—Me ha hablado de ti.

Le ofrecí a Clare una lata de cerveza. Mi mano temblaba.

—Aquí tienes, bebe un trago, nena.

Abrió la cerveza y bebió un sorbo.

Miré a Clare, alcé la cerveza y comencé a excitarme. Era toda una mujer, con un tipazo a lo Mae West y con el mismo tipo de vestido ajustado. Grandes caderas, magníficas piernas. Y los senos; unas tetas asombrosas.

Clare cruzó sus fantásticas piernas y la falda se subió un poco. Abrí otra lata, tomé un sorbo y la miré, sin saber si fijarme en las tetas, las piernas o en su rostro cansado.

—Siento que tu hijo se haya emborrachado, pero tengo que decirte algo.

Ella giró la cabeza para encender un cigarrillo, luego volvió a mirarme.

—¿Sí?

—Clare, te quiero.

No se rió. Sólo me devolvió una pequeña sonrisa inclinando las comisuras de su boca.

—Pobre chaval. No eres más que un pollito fuera del cascarón.

Era verdad, pero me enfureció. Quizás porque era verdad. La somnolencia y la cerveza creaban otra imagen. Tomé otro sorbo, la miré y dije:

—Corta el rollo. Súbete la falda. Enséñame alguna pierna. Enséñame algo de carne.

—Sólo eres un niño.

Entonces lo dije. No sé de dónde me salieron las palabras, pero lo dije:

—Podía partirte en dos, nena, si me das la oportunidad.

—¿Sí?

—Sí.

Entonces lo hizo. Como si no fuera nada. Descruzó sus piernas y se subió la falda.

No llevaba bragas.

Vi sus abundantes muslos. Ríos de carne. Tenía una gran verruga sobresaliente en la cara interior de su muslo izquierdo. Y una jungla de pelo enmarañado entre las piernas, pero no era amarillo brillante como el de su cabeza, era marrón y festoneado de gris, viejo como un arbusto reseco, inanimado y triste.

Me levanté.

—Me tengo que ir, señora Hatcher.

—¡Cristo, creí que querías tener un poco de fiesta!

—No con su hijo en la otra habitación, señora Hatcher.

—No te preocupes por él, Hank. Está pasado de vueltas.

—No, señora Hatcher. En verdad tengo que irme.

—Muy bien, ¡sal de aquí, maldito enano!

Cerré la puerta tras de mí, crucé el vestíbulo del edificio de apartamentos y salí a la calle.

Pensar que alguien se había suicidado por eso.

La noche de repente pareció magnífica. Anduve hasta la casa de mis padres.

44

Podía ver el camino que se abría frente a mí. Yo era pobre e iba a continuar siéndolo. Pero tampoco deseaba especialmente tener dinero. No sabía qué es lo que quería. Sí, lo sabía. Deseaba algún lugar donde esconderme, algún sitio donde no tuviera que hacer nada. El pensamiento de llegar a ser alguien no sólo no me atraía sino que me enfermaba. Pensar en ser un abogado, concejal, ingeniero, cualquier cosa por el estilo, me parecía imposible. O casarme, tener hijos, enjaularme en la estructura familiar. Ir a algún sitio para trabajar todos los días y después volver. Era imposible. Hacer cosas normales como ir a comidas campestres, fiestas de Navidad, el 4 de Julio, el Día del Trabajo, el Día de la Madre… ¿acaso los hombres nacían para soportar esas cosas y luego morir? Prefería ser un lavaplatos, volver a mi pequeña habitación y emborracharme hasta dormirme.

Mi padre tenía un plan maestro. Me dijo:

—Hijo mío, cada hombre debería de comprar una casa en su vida. Cuando muera, su hijo heredaría esa casa. Más adelante ese hijo compra su propia casa y luego muere. Entonces su hijo hereda dos casas. Ese otro hijo pronto adquiere la suya propia y entonces ya tiene tres casas…

La estructura familiar. O cómo vencer a la adversidad a través de la familia. El creía en eso. Coge la familia, mézclala con Dios y la Nación, añade diez horas de trabajo diario, y tienes todo lo que necesitas.

Observé a mi padre, sus manos, su rostro, sus cejas, y supe que ese hombre no tenía nada que ver conmigo. Era un extraño. Mi madre no existía. Yo era un maldito. Mirando a mi padre no vi nada más que una insipidez indecente. Peor aún, él tenía mayor miedo a fracasar que el resto de la gente. Siglos de sangre campesina y de educación campesina. Las características sanguíneas de los Chinaski se habían debilitado por unos cuantos siervos de la gleba que empeñaron sus vidas en pequeños logros fraccionarios e ilusorios. No hubo ningún hombre en el árbol genealógico que dijera: «¡No quiero una casa, quiero mil casas y ahora mismo!»

Mi padre me había enviado a ese instituto para ricos deseando que se me pegara el aire de los dirigentes mientras observaba a los muchachos ricachones haciendo chirriar sus cupés color crema y acompañando a chicas de trajes brillantes. Sin embargo aprendí que los pobres normalmente permanecen en la pobreza. Que los jóvenes ricos husmean el hedor de los pobres y aprenden a encontrarlo divertido. Tienen que reírse, porque de lo contrario sería demasiado aterrador. Han aprendido eso a lo largo de los siglos. Nunca perdonaré a las chicas por meterse en esos cupés color crema con los ríentes muchachos. No podían evitarlo, por supuesto, pero siempre pensabas que tal vez… Pero no. No había tal vez. El bienestar económico significaba victoria, y la victoria era la única realidad.

¿Qué mujer elige vivir con un lavaplatos?

Durante toda mi estancia en el instituto traté de no pensar mucho en como me podrían ir eventualmente las cosas. Parecía mejor evitar pensarlo…

Finalmente llegó el día de la Promoción de los Mayores. Se celebró en el gimnasio de las chicas y con música en vivo, una verdadera banda. No sé por qué, pero esa noche me acerqué andando —recorriendo las dos millas y media desde casa de mis padres—, me planté en la oscuridad y miré hacia adentro a través de la malla metálica que cubría la ventana. Me quedé asombrado. Todas las chicas parecían adultas, majestuosas, amorosas en sus vestidos largos; todas eran bellas. Y los chicos enfundados en sus esmóquines tenían un aspecto formidable, bailando todos tan erguidos, cada uno de ellos sosteniendo a una chica en sus brazos y con sus caras aplastadas contra el pelo femenino. Todos danzaban magníficamente y la música sonaba límpida, fuerte y hermosa.

Entonces me vi reflejado en el cristal, granos y marcas cubriéndome la cara, la camisa deshilachada. Era como si un animal de la selva hubiera sido atraído por la luz. ¿Por qué había venido? Me sentí mal. Pero seguí mirando. El baile acabó. Hubo una pausa. Las parejas hablaban entre sí con soltura. Todo era natural y civilizado. ¿Dónde habían aprendido a conversar y bailar? Yo no podía ni conversar ni danzar. Todo el mundo sabía algo que yo desconocía. Las chicas eran tan bonitas, los muchachos tan bien parecidos. Era tan difícil mirar de cerca a una de esas chicas, y no digamos estar solo con ellas. Mirar en sus ojos o bailar con ellas era algo más allá de mi alcance.

Y sin embargo sabía que lo que estaba viendo no era tan simple ni bonito como aparentaba. Había que pagar un precio por todo ello, una falsedad social en la cual se podía creer fácilmente, pero que podía ser el primer paso que condujera a un callejón sin salida. La banda de música comenzó a tocar de nuevo y los chicos y chicas bailaron mientras las luces giraban por encima de ellos lanzando destellos dorados, rojos, azules, verdes y otra vez dorados sobre las parejas. Mientras las observaba, me dije a mí mismo: «Algún día comenzará mi baile. Cuando llegue ese día, yo tendré algo que ellos no poseen.»

Pero empezó a ser demasiado para mí. Los odié. Odié su belleza, su juventud sin problemas, y mientras los miraba danzar a través de los remansos de luz mágicamente coloreada, abrazándose entre ellos, sintiéndose tan bien, como niños inmaculados en gracia temporal, los odié porque tenían algo que yo aún desconocía, y me dije a mí mismo de nuevo: «Algún día seré tan feliz como cualquiera de vosotros, ya lo veréis.»

Ellos siguieron bailando y yo repetí mi promesa.

Entonces oí un ruido tras de mí.

—Oye, ¿qué estás haciendo?

Era un viejo con una linterna. Tenía una cabeza como la de una rana.

—Estoy viendo el baile.

Sostuvo la linterna justo bajo su nariz. Sus ojos eran redondos y grandes. Brillaban como los de un gato bajo la luz de la luna. Pero su boca era seca y marchita y la cabeza redonda. Tenía una peculiar redondez en todos sus miembros que recordaba a una calabaza que intentara parecer inteligente.

—¡Mueve tu culo de ahí!

Me enfocó con la linterna.

—¿Quién es usted? —pregunté.

—Soy el guardia nocturno. ¡Mueve tu culo de ahí antes que llame a la policía!

—¿Por qué? Esta es la Promoción de los Mayores y yo soy uno de ellos.

Enfocó la linterna a mi cara. La banda tocaba «Púrpura intensa».

—¡Mierda! —dijo—. ¡Al menos tienes 22 años!

—Estoy en las listas de este año. Clase de 1939, promoción de graduados, Henry Chinaski.

—¿Por qué no estás dentro bailando?

—Olvídelo. Me voy a casa.

—Hazlo.

Me di la vuelta y empecé a andar. Su linterna enfocó el camino siguiéndome con su haz de luz. Salí del campus. Era una noche templada y agradable, casi calurosa. Creo que vi algunas luciérnagas, pero no estoy seguro.

45

El Día de la Graduación. Nos pusimos nuestros birretes y togas para estar a la altura de «la Pompa y sus Circunstancias». Supongo que en esos tres años algo debimos de aprender. Nuestras capacidades lingüísticas probablemente habían mejorado y habíamos crecido de tamaño. Yo todavía era virgen. «Oye, Henry, ¿no has saboreado una cerecita todavía?» Y yo diría: «No hay modo.»

Jimmy Hatcher se sentaba a mi lado. El director estaba dando su discursito y realmente arañaba el fondo del viejo barril de mierda.

—América es la gran tierra de la Oportunidad y cualquier hombre o mujer que lo desee tendrá éxito…

—Lavaplatos —dije yo.

—Perrero —replicó Jimmy.

—Ladrón —dije.

—Basurero —siguió Jimmy.

—Celador de un manicomio —dije.

—América es valerosa. América fue construida por los valientes… La nuestra es una sociedad justa.

—Justa para unos pocos —dijo Jimmy.

—…una sociedad decente, y todos los que buscan el tesoro que yace al final del arco iris hallarán…

—Una mierda arrastrándose sobre patas peludas —sugerí. —¡…y puedo decir, sin vacilar, que esta Clase en particular del Verano de 1939, apenas una década posterior a la gran Depresión, esta promoción del Verano del 39 ha madurado más en las virtudes del coraje, el talento y el amor que ninguna otra clase que yo haya tenido el placer de ser testigo!

Los padres, madres y parientes aplaudieron frenéticamente; tan sólo unos pocos estudiantes secundaron la ovación.

—Promoción del Verano de 1939, estoy orgulloso de vuestro futuro. Estoy seguro de vuestro futuro. ¡Ahora sois enviados a vuestra gran aventura!

Muchos de ellos se encaminaban a la Universidad para seguir sin trabajar al menos otros cuatro años.

—¡Y envío mis plegarias y bendiciones con vosotros!

Los estudiantes honoríficos fueron los primeros en recibir sus diplomas. Salieron uno por uno. Abe Mortenson fue llamado y obtuvo el suyo. Yo aplaudí.

—¿Dónde acabará él? —preguntó Jimmy.

—Contable de costos de alguna empresa fabricante de repuestos para automóvil en algún lugar cerca de Cardena, California.

—Un trabajo para toda la vida… —dijo Jimmy.

—Una mujer para toda la vida —añadí.

—Abe nunca será un miserable…

—Ni tampoco feliz.

—Un hombre obediente…

—Un cuello duro…

—Pelotillero…

—Estirado…

Cuando acabaron con los estudiantes de honor, comenzaron con nosotros. Me sentía incómodo sentado allí. Deseé largarme.

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