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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (20 page)

BOOK: La senda del perdedor
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Me tendí sobre la arena pensando. Debía de haberme pegado con ese gordo hijo de puta. ¿Qué demonios sabía él que no supiera yo?

Jim se tendió a mi lado.

—¡Qué demonios! —dijo—, vamos a nadar.

—Todavía no —repliqué.

El agua estaba llena de gente. ¿Cuál era la fascinación de la playa? ¿Por qué le gustaba a la gente? ¿No tenían nada mejor que hacer? Eran unos mamones con sesos de gallina.

—Piénsalo —dijo Jim—, las mujeres entran en el agua para mearse.

—Sí, y luego tú te lo tragas.

Nunca habría modo de que yo me acoplara a la gente. Quizás me convirtiera en monje. Pretendería creer en Dios y viviría en una celda, tocaría el órgano y me emborracharía con vino. Nadie follaría conmigo. Podría meterme en una celda a meditar durante meses, no tendría que ver a nadie y me mandarían vino regularmente. El problema consistía en que los hábitos eran de lana virgen. Peores que los uniformes de Instrucción. No podía soportarlos. Tenía que pensar en alguna otra cosa.

—Oh, oh —dijo Jim.

—¿Qué sucede?

—Hay unas chicas que se están fijando en nosotros.

—¿Y eso qué?

—Están hablando y riéndose. Puede que vengan hasta aquí.

—¿Sí?

—Sí. Y si se acercan, ya te avisaré. Cuando lo haga, túmbate de espaldas.

Mi pecho sólo tenía unos pocos granos y marcas.

—No te olvides —reiteró Jim—, cuando te avise túmbate sobre la espalda.

—Ya te he oído.

Yo apoyaba mi cabeza sobre los brazos. Sabía que Jim estaba mirando a las chicas sonriéndoles. Tenía gancho con ellas.

—Son unos coños simples —dijo—, son realmente estúpidas.

¿Por qué había venido yo hasta aquí? —pensé—. ¿Por qué siempre hay que escoger entre lo malo y lo peor?

—¡Oh, oh, Hank, aquí vienen!

Alcé la vista. Eran cinco. Me tendí sobre la espalda. Las chicas se acercaron riéndose tontamente y se quedaron paradas. Una de las chicas dijo:

—Oye, ¡esos chicos son guapos!

—¿Vivís por aquí? —preguntó Jim.

—Oh sí —dijo una de ellas—, ¡dormimos con las gaviotas! Todas lanzaron risitas.

—Bien —dijo Jim—, nosotros somos águilas. No sé bien qué hacer con cinco gaviotas.

—¿Y cómo lo hacen los pájaros? —preguntó una de ellas.

—Maldita sea si lo sé —dijo Jim—, quizás podamos averiguarlo.

—¿Por qué no venís donde tenemos la toalla? —preguntó otra.

—De acuerdo —replicó Jim.

Tres de las cinco chicas habían hablado. Las otras dos permanecieron bajándose los bañadores para que no viéramos lo que ellas no querían que viéramos.

—No contéis conmigo —dije yo.

—¿Qué es lo que le pasa a tu amigo? —preguntó una de las chicas que se había estado bajando el bañador para taparse el culo.

—Es un tipo raro —contestó Jim.

Se levantó y se marchó con las chicas. Yo cerré los ojos y escuché el rumor de las olas. Miles de peces devorándose unos a otros. Infinidad de bocas y culos comiendo y cagando. La tierra entera no era nada más que bocas y culos devorando y cagando. Y jodiendo.

Me di la vuelta y observé a Jim con sus cinco chicas. Estaba de pie sacando pecho y luciendo sus pelotas. No tenía mi pecho de barril ni mis fuertes piernas. Era esbelto y delgado, con su pelo negro y su traviesa boca repleta de dientes perfectos, sus pequeñas orejas redondas y su largo cuello. Yo no tenía apenas cuello. Mi cabeza parecía asentarse directamente sobre los hombros. Pero yo era fuerte. Y sin embargo no lo suficientemente bueno, a las damas les gustaban los dandies. Si no fuera por mis granos y mis cicatrices, estaría junto a ellas mostrándoles un par de cosas. Les mostraría mis pelotas y haría que todas sus cabecitas huecas se fijaran en mí. En mí, con mi vida de 50 centavos semanales.

Vi como las chicas se ponían de pie de un salto y seguían a Jim al agua. Las oí reír y chillar como idiotas… ¿Qué? No, eran bonitas. No eran como los adultos y los padres. Al menos se reían. Las cosas eran divertidas. No tenían que contenerse. No tenía sentido vivir estructurando las cosas, D. H. Lawrence lo sabía. Necesitamos amor, pero no el tipo de amor que la gente utiliza y es utilizada por él. El viejo D. H. Lawrence había llegado a saber algo. Su compadre Huxley sólo era un intelectual inquieto, pero cuan maravilloso. Mejor que G. B. Shaw y su equilibrada mente que profundizaba demasiado en los orígenes, convirtiendo su agudo ingenio en una carga que evitaba que realmente sintiera nada, y su brillantez oral, que desmenuzaba tanto a la mente como a las sensibilidades, sólo producía hastío. Y sin embargo era magnífico leerlos a todos. Mostraban cómo los pensamientos y las palabras podían ser fascinantes, aunque fueran inútiles.

Jim estaba salpicando a las chicas. Era el Rey Acuático y todas le adoraban. Era la posibilidad y la promesa. Era un tío grande. Sabía como montárselo. Yo había leído muchos libros pero él había leído uno que yo no conocía. Era un artista, con su pequeño bañador y sus pelotas y sus orejas redondas y su traviesa sonrisa. Era el mejor. No le podía desafiar más de lo que desafié al hijo de puta del descapotable verde y su mirona de larga melena rubia ondeando al viento. Ambos tenían lo que se merecían. Yo era una mierda de 50 centavos flotando en el verde océano de la vida.

Observé cómo salían del agua, relucientes, jóvenes e invictos. Quería que me quisieran. Pero nunca por piedad. Y, sin embargo, a pesar de sus cuerpos y mentes aterciopelados y vírgenes, se perdían algo de la vida porque no habían sido puestos a prueba aún. Cuando la adversidad alcanzara sus vidas posiblemente llegara demasiado tarde o fuera demasiado poderosa. Yo estaba preparado. Quizás.

Observé cómo Jim se secaba con la toalla de una de las chicas. Mientras miraba, un niño cualquiera de unos cuatro años se acercó, cogió un puñado de arena y me lo tiró a la cara. Luego se quedó frente a mí, feliz, con su boca enarenada fruncida en un gesto de victoria. Era una osada y encantadora pequeña mierda. Con el dedo hice señas para que se acercara. ¡Acércate, acércate! Permaneció en su sitio.

El cabroncete me miró, se dio la vuelta y salió corriendo. Tenía un culo estúpido. Dos nalgas con forma de pera que oscilaban como si estuvieran desunidas. Mejor, otro enemigo que desaparecía.

Entonces Jim, el conquistador, regresó. Se plantó frente a mí. También él feliz.

—Se han ido —dijo.

Miré hacia donde estaban las chicas para asegurarme que se habían ido.

—¿Adonde fueron? —pregunté.

—¿Qué coño importa? Tengo los teléfonos de las dos más buenas.

—¿Las más buenas para qué?

—Para joder, idiota.

Me levanté.

—¿Idiota? Me parece que te voy a dar por culo.

Su rostro se realzaba con la brisa marina. Podía verle retorciéndose sobre la arena, alzando sus blancos pies.

Jim contestó a mi reto.

—Tranquilo, Hank. Mira, ¡te puedo dar sus números de teléfono!

—¡Guárdatelos! ¡No tengo tus jodidos y estúpidos oídos!

—De acuerdo. De acuerdo. Somos amigos, ¿no es verdad?

Anduvimos por la playa hasta el paseo donde teníamos las bicicletas tras la casa playera de algún tipo. Y, mientras andábamos, sabíamos de quién había sido la jornada, y darle por culo a alguien no hubiera cambiado esa realidad, aunque quizás hubiera ayudado. Mas no lo suficiente. Durante todo el camino de regreso a casa, montados en nuestras bicis, no intenté lucirme como lo hice antes. Yo necesitaba algo más. Quizás me hacía falta esa rubia del descapotable verde y su largo pelo flotando al viento.

40

La Instrucción, designada como Ejercicios de Entrenamiento para la Reserva de Oficiales, era un asunto para los inadaptados. Como yo decía: o eso o la gimnasia. Hubiera escogido la gimnasia pero no quería que los demás vieran los granos de mi espalda. Algo funcionaba mal en todos los que se apuntaban a la Instrucción. La mayoría eran tipos a los que no les gustaban los deportes o bien eran forzados por sus padres a escogerla porque pensaban que era un gesto patriótico. Los padres de los chicos ricos solían ser más patrióticos porque tenían más que perder si el país se hundía. Los padres pobres eran bastante menos patrióticos, y a menudo sólo lo profesaban porque los habían educado así o era lo que se esperaba de ellos. Subconscientemente sabían que no les iría peor si los rusos, o los alemanes, o los chinos, o los japoneses gobernaran el país; sobre todo si tenían la piel oscura. Las cosas incluso podían mejorar. De cualquier modo, como la mayoría de los padres de los alumnos de Chelsey eran ricos, teníamos un enorme número de tipos haciendo Instrucción.

Por tanto hacíamos marchas bajo el sol y aprendimos a cavar letrinas, curar picaduras de serpiente, vendar a los heridos, hacer torniquetes y ensartar al enemigo con las bayonetas. Aprendimos cómo usar granadas, infiltrarnos, desplegar las tropas: maniobras, retiradas, avances. Disciplina mental y psíquica. Pasamos por el campo de tiro, ¡bang, bang!, y obtuvimos nuestras medallas al mejor tirador. Efectuábamos maniobras reales en el campo, nos metíamos en los bosques y hacíamos una guerra de mentirijillas. Nos arrastrábamos sobre el estómago con nuestros fusiles en la mano para sorprender al enemigo. Éramos muy serios. Incluso yo lo era. Había algo en todo ese asunto que te aceleraba la circulación de la sangre. Era algo estúpido y todos sabíamos que era estúpido, al menos la mayoría de nosotros, pero algo se disparaba en nuestros cerebros y todos queríamos participar. Nos adoctrinaba un viejo militar retirado, el coronel Sussex. Empezaba a ser un tipo senil y baboso, con sus hilillos de saliva colgando de las comisuras de su boca hasta alcanzar la barbilla. Nunca decía nada. Tan sólo se paseaba con su uniforme cubierto de medallas y cobraba su paga del Instituto. Durante nuestras falsas maniobras portaba un cuaderno y anotaba la puntuación. Se erguía sobre una elevada colina y hacía —probablemente— anotaciones en su cuaderno. Pero nunca nos dijo quién había ganado. Cada parte reclamaba la victoria.

El teniente Herman Beechcroft era bastante mejor. Su padre era dueño de una panadería y de un servicio de repartir comidas a los hoteles. De todos modos, él era mejor. Siempre pronunciaba el mismo discursito antes de una maniobra.

—¡Recordad, tenéis que odiar al enemigo! ¡El enemigo quiere violar a vuestras madres y hermanas! ¿Queréis que esos monstruos violen a vuestras madres y hermanas?

El teniente Beechcroft no tenía barbilla en absoluto. Su rostro caía abruptamente, y donde debiera estar el hueso de la mandíbula, sólo había un pequeño botón. No sabíamos bien si era una deformidad o no. Pero sus ojos eran magníficos cuando se enfurecían, eran unos enormes y deslumbrantes símbolos azules de la guerra y la victoria.

—¡Wbitlinger!

—¡Sí, señor!

—¿Quieres que esos tipos violen a tu madre?

—Mi madre está muerta, señor.

—Oh, lo siento… ¡Drake!

—¡Sí, señor!

—¿Quieres que esos tipos violen a tu madre?

—¡No, señor!

—Muy bien. ¡Recordad que esto es la guerra! Aceptamos la clemencia pero nosotros no la concedemos. Tenéis que odiar al enemigo. ¡Matadle! Un hombre muerto no puede derrotaros. ¡La derrota es un mal! ¡Los victoriosos escriben la historia! ¡Ahora id a por esos mamones!

Desplegábamos nuestras líneas, enviábamos una avanzadilla de exploradores y comenzábamos a arrastrarnos entre la maleza. Yo podía divisar al coronel Sussex sobre la colina con su cuaderno. Éramos los Azules contra los Verdes. Cada uno de nosotros teníamos una tira de tejido coloreado atado a nuestro brazo derecho. Nosotros éramos los Azules. Arrastrarse entre los arbustos era un puro infierno. Hacía calor. Había insectos, polvo, piedras y espinas. Yo no sabía ni dónde estaba. Nuestro jefe de escuadrón, Kozak, se había desvanecido. No teníamos comunicaciones. Estábamos jodidos. Nuestras madres iban a ser violadas. Seguí arrastrándome hacia adelante, despellejándome y arañándome, sintiéndome perdido y asustado, pero sobre todo sintiéndome como un tonto. Toda esa tierra vacía y ese cielo despejado, colinas, arroyos, acres y acres. ¿Quién era el dueño de todo eso? Posiblemente el padre de uno de esos chicos ricos. No íbamos a capturar nada. Todo el lugar estaba alquilado al Instituto. No fumar. Repté hacia adelante. No teníamos cobertura aérea, ni tanques, nada. Éramos un puñado de mariquitas en una estúpida maniobra, sin comida, mujeres ni sentido. Me levanté, anduve un poco y me senté apoyando la espalda contra un árbol, dejé mi fusil en el suelo, y esperé.

Todo el mundo se había perdido y no importaba. Me quité la tira azul de mi brazo y esperé a una ambulancia de la Cruz Roja o algo parecido. La guerra posiblemente era el infierno, pero los intervalos eran aburridos.

Entonces la maleza crujió y de ella salió un chico que me divisó en seguida. Tenía una banda Verde en su brazo. Un violador. Me apuntó con su fusil. Yo no tenía ningún distintivo en el brazo y estaba tumbado en la hierba. El quería hacer un prisionero. Yo le conocía. Era Harry Missions. Su padre era el dueño de una compañía aserradora. Seguí apoyado en el árbol.

—¿Azul o Verde? —aulló.

—Soy Mata-Hari.

—¡Un espía! ¡Yo apreso a los espías!

—Venga ya, corta el rollo, Harry. Este es un jueguecito de niños. No me jorobes con tu fétido melodrama.

Los arbustos crujieron de nuevo y apareció el teniente Beechcroft. Missions y Beechcroft se miraron.

—¡Por la presente te hago prisionero! —chilló Beechcroft a Missions.

—¡Por la presente te hago prisionero! —chilló Missions a Beechcroft. Ambos estaban realmente nerviosos y furiosos, podía sentirlo.

Beechcroft sacó su sable.

—¡Ríndete o te atravesaré!

Missions aferró su fusil por el cañón.

—¡Ven aquí y aplastaré tu maldita cabeza!

Entonces la maleza crujió por todos lados. Los gritos habían atraído tanto a los Azules como a los Verdes. Seguí apoyado en el árbol mientras ellos se mezclaban. Hubo un montón de polvo y restregar de pies y aquí y acullá se oía el maligno crujido de un fusil machacando un cráneo.

—¡Oh, Jesús! ¡Oh, Dios mío!

Algunos cuerpos cayeron. Se perdieron fusiles. Luchaban con los puños y los cuerpos. Vi a dos chicos con distintivo Verde aferrados en una llave letal. Apareció el coronel Sussex. Sopló frenéticamente su silbato. Su saliva se esparció por todas partes. Entonces se metió en el fregado blandiendo su bastón de mando y comenzó a pegar con él a las tropas. Era bastante bueno. Azotaba como si fuera un látigo y hería como una cuchilla.

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