—¡Henry Chinaski! —fui llamado.
—Funcionario público —le dije a Jimmy.
Subí y crucé el escenario, cogí el diploma y estreché la mano del director. Era viscosa como el interior de una pecera sucia.
(Dos años más tarde se descubrió que manipulaba los fondos del colegio. Pasó por el tribunal, fue declarado culpable y acabó en la cárcel.)
Pasé frente a Mortenson y su grupo honorífico mientras volvía a mi asiento. El miró a su alrededor y me tendió un dedo de modo que yo sólo pudiera verlo. Me quedé desconcertado. Era algo tan inesperado.
Regresé y me senté al lado de Jimmy.
—¡Mortenson me ha enseñado el dedo!
—¡No! ¡No me lo creo!
—¡Hijo de puta! ¡Me ha jodido el día! ¡No es que valiera mucho, pero me lo ha estropeado totalmente!
—¡No puedo creer que tuviera los cojones de hacerte tal cosa!
—No es su modo de actuar. ¿Crees que alguien le dirige?
—No sé qué pensar.
—¡Sabe que le puedo partir en dos sin despeinarme!
—¡Destrózale!
—¿Pero es que no ves que me ha vencido? Me ha derrotado con la sorpresa.
—Todo lo que tienes que hacer es darle mil patadas en el culo.
—¿Crees que ese hijo de puta ha aprendido algo leyendo todos esos libros? Yo sé que no hay nada en ellos, porque me los he leído salteando las páginas de cuatro en cuatro.
—¡Jimmy Hatcher! —fue anunciado su nombre,
—Cura —me dijo.
—Granjero avícola —le respondí.
Jimmy se levantó y obtuvo su diploma. Yo aplaudí fuertemente. Cualquiera que pudiera vivir con una madre como la suya merecía un espaldarazo. Volvió a su sitio y pudimos ver cómo todos esos chicos y chicas forrados de pasta se levantaban y obtenían los suyos.
—No puedes culparles porque sean ricos —dijo Jimmy.
—No, a quienes acuso es a sus padres.
—Y a sus abuelos.
—Sí, y me encantaría coger sus coches nuevos y sus lindas chavalas y darle por culo a la justicia social.
—Sí —dijo Jimmy—, creo que la gente sólo piensa en las injusticias cuando les suceden a ellos.
Los chicos y chicas cargados de oro desfilaron por el escenario. Yo permanecía sentado preguntándome si darle un puñetazo a Abe o no. Podía verle volar, aún vestido con su toga y birrete, víctima de mi gancho de derecha. Y todas las chicas pensarían: «¡Dios mío, este Chinaski ha de ser un toro en el ring!»
Por otro lado, Abe era poca cosa. Apenas se notaba que estaba allí. No ganaría nada dándole un puñetazo. Decidí no hacerlo. Ya había roto su brazo y sus padres no habían demandado a los míos. Si ahora le partía la cabeza, seguramente nos demandarían. Se llevarían el último centavo de mi padre. No es que me importara. Era por mi madre: ella sufriría locamente, sin razón ni sentido.
Entonces acabó la ceremonia. Los estudiantes abandonaron sus asientos y salieron. Se encontraron con sus padres y parientes sobre la explanada delantera. Hubo un montón de abrazos y besuqueos. Vi a mis padres esperando. Me acerqué a ellos y me detuve a un metro de distancia.
—Vámonos de aquí —les dije.
Mi madre me estaba observando.
—Henry, ¡estoy tan orgullosa de ti!
Entonces mi madre giró la cabeza.
—¡Oh, allí van Abe y sus padres! ¡Son una gente tan agradable!. ¡Oh, Señora Mortenson!
Ellos se pararon y mi madre corrió a abrazar a la señora Mortenson. Fue la señora Mortenson la que decidió no demandarnos tras pasarse largas horas hablando por teléfono con mi madre. Se decidió que yo era un tipo algo trastornado y que mi madre ya había sufrido demasiado conmigo.
Mi padre estrechó las manos del señor Mortenson y yo me acerqué a Abe.
—Muy bien, mamahuevos, ¿qué querías decir al mostrarme tu dedo?
—¿Qué?
—¡El dedo!
—No sé de qué me hablas.
—¡El dedo!
—Henry, ¡realmente no sé de lo que me hablas!
—Muy bien, ¡Abraham, es hora de irnos! —dijo su madre.
La familia Mortenson partió muy unida. Me quedé mirándoles. Entonces comenzamos a acercarnos a nuestro viejo coche. Anduvimos hacia el Oeste hasta llegar a la esquina y doblamos hacia el Sur.
—¡Ese chico de los Mortenson sabe bien cómo aplicarse! —dijo mi padre. ¿Cómo vas tú a lograrlo jamás? Nunca te he visto fijarte en un libro de texto, no digamos en su interior.
—Algunos libros son estúpidos —contesté.
—¡Oh, son estúpidos!. ¿No es así? ¿Entonces no quieres estudiar? ¿Qué es lo que puedes hacer? ¿Para qué sirves? ¿Qué es lo que puedes hacer? ¡Me ha costado miles de dólares criarte, alimentarte, vestirte! Supón que te abandono en la calle. ¿Qué harías?
—Cazar mariposas.
Mi madre comenzó a llorar. Mi padre paseó con ella arriba y abajo del lugar donde estaba aparcado nuestro coche de diez años de antigüedad. Mientras yo esperaba en pie, los coches nuevos de las otras familias rugieron al pasar frente a nosotros rumbo a cualquier parte.
Entonces pasaron andando Jimmy y su madre. Ella se paró.
—¡Oye, espera un segundo! —le dijo a Jimmy—. Quiero felicitar a Henry.
Jimmy esperó y Clare se aproximó. Acercó su cara a la mía y habló en voz baja de modo que Jimmy no la oyera:
—Escucha, cariño, cuando realmente quieras graduarte, yo puedo darte el diploma.
—Gracias, Clare, quizá te vea.
—¡Te voy a arrancar las pelotas, Henry!
—No lo dudo, Clare.
Volvió adonde estaba Jimmy y se fueron calle abajo. Un coche viejo se acercó rodando, se detuvo y paró el motor. Podía ver a mi madre llorando, unos gruesos lagrimones caían por sus mejillas.
—Henry, ¡entra! —aulló— ¡entra o me moriré!
Me aproximé, abrí la puerta trasera y me subí al asiento. El motor arrancó y salimos. Ahí estaba yo, Henry Chinaski, Promoción del Verano de 1939, dirigiéndome hacia un futuro brillante. No, siendo conducido. En el primer semáforo el coche se ahogó. Cuando se puso en verde, mi padre aún intentaba arrancar el motor. Alguien detrás nuestro tocó el claxon. Mi padre logró arrancar el coche y nos movimos de nuevo. Mi madre había dejado de llorar. Volvimos a casa en el más completo silencio.
Los tiempos aún eran duros. Nadie se sorprendió más que yo cuando Mears-Starbuck telefoneó y me pidió que me presentara a trabajar el lunes. Me había recorrido la ciudad trabajando en docenas de cosas. No había nada más que pudiera hacer. Yo no quería un empleo, pero tampoco quería vivir con mis padres. Mears-Starbuck tendría mil actividades distintas. No me podía imaginar cuál de ellas me tocaría. Era una compañía de grandes almacenes con edificios en muchas ciudades.
El lunes siguiente, ahí iba yo andando al trabajo con mi comida dentro de una bolsa de papel marrón. El gran almacén estaba sólo unas manzanas más arriba de mi antiguo instituto.
Todavía no entendía por qué me habían escogido. Tras rellenar varios formularios, la entrevista duró sólo unos minutos. Debí de dar las respuestas correctas.
Con la primera paga que tenga, pensé, me voy a alquilar una habitación cerca de la Biblioteca Pública de Los Angeles.
Mientras andaba, no me sentí tan solo. Y no lo estaba. Advertí que un hambriento perro vagabundo me seguía. La pobre criatura estaba terriblemente delgada, podía ver cómo se marcaban las costillas a través de su piel. La mayor parte de su pelo se había caído. Lo poco que quedaba colgaba en pequeños jirones y parches. El perro estaba apaleado, acobardado, solitario, asustado, una víctima del homo sapiens.
Me detuve y me arrodillé ofreciéndole la mano. Saltó hacia atrás.
—Ven aquí, compañero, soy tu amigo… ven, ven aquí…
Se acercó. Tenía unos ojos inmensamente hermosos
—¿Qué es lo que te han hecho, muchacho?
Se acercó aún más, arrastrándose sobre la acera, tembloroso, meneando la cola con rapidez. Entonces se abalanzó sobre mí. Era bastante grande, al menos lo que quedaba de él. Sus patas delanteras me empujaron de espaldas y me quedé tendido sobre la acera mientras me lamía la cara, la boca, las orejas, la frente. Le separé de un empujón, me levanté y limpié mi cara.
—¡Tranquilo! ¡Necesitas algo de comer! ¡Comida!
Metí la mano en mi bolsa y saqué un bocadillo. Lo desenvolví y le di una porción.
—¡Una parte para ti y otra para mí, compañero!
Dejé su porción sobre la acera. Se acercó, olisqueó y luego se dio la vuelta, cabizbajo, mirándome por encima del hombro a medida que se retiraba.
—¡Oye, espera, compañero! ¡Es crema de cacahuete! ¡Ven aquí, toma un poco! ¡Oye, muchacho, ven aquí! ¡Vuelve!
El perro se acercó de nuevo con suma cautela. Encontré un bocadillo de bologna, partí una porción, quité la capa de mostaza barata y la situé sobre la acera.
El perro se acercó al pedazo, la olisqueó con el morro y se dio la vuelta, marchándose. Esta vez ni siquiera giró la cabeza. Aceleró bajando la calle.
No era de extrañar que me hubiera sentido deprimido toda la vida. No me estaba alimentando correctamente.
Anduve hacia los grandes almacenes. Era la misma calle que recorría cuando iba al instituto.
Llegué. Encontré la entrada de servicio, empujé la puerta y me introduje. Pasé de la luz brillante del sol a la penumbra. Mientras enfocaba la vista, divisé a un hombre en pie a pocos metros de mí. Le habían rebanado media oreja hacía ya algún tiempo. Era muy alto y delgado, con unas pupilas del tamaño de una cabeza de alfiler de color gris destacando sobre unos ojos incoloros. Un hombre extremadamente alto y delgado, pero de forma repentina, justo encima de su cinturón, descollaba una abombada barriga. Toda la grasa de su cuerpo estaba ahí concentrada mientras que el resto había desaparecido.
—Soy el superintendente Ferris —dijo—, supongo que usted es el señor Chinaski.
—Sí, señor.
—Llega usted con cinco minutos de retraso.
—Me retrasé porque… Bueno, me detuve a dar de comer a un perro vagabundo —dije haciendo una mueca.
—Esa es una de las excusas más tontas que jamás he oído, y eso que llevo aquí treinta y cinco años. ¿No podía emplear alguna excusa mejor que esa?
—Acabo de empezar, señor Ferris.
—Y casi ha acabado. El reloj está ahí encima y las fichas aquí. Coja su ficha y marque en el reloj.
Encontré mi ficha. Henry Chinaski, empleado n.° 68.754. Me acerqué hasta el reloj pero no sabía lo que tenía que hacer.
Ferris se aproximó y se detuvo tras de mí, mirando el reloj.
—Ahora lleva usted seis minutos de retraso. Cuando se retrase diez minutos, perderá una hora de paga.
—Supongo que será mejor llegar con una hora de retraso.
—No se haga el gracioso. Si quiero un cómico, escucho a Jack Benny. Si llega usted con una hora de retraso, pierde la jornada completa.
—Lo siento, pero no sé cómo se utilizan estos relojes marcadores. ¿Dónde he de introducir la ficha?
—¿Ve esta ranura?
—Sííí.
—¿Qué?
—Quería decir que sí.
—De acuerdo. Esa ranura se utiliza para el primer día de la semana. Hoy.
—Ah.
—Tiene que introducir su ficha aquí de este modo…
La introdujo y luego la extrajo.
—Entonces, cuando su ficha está ahí dentro, baja esta palanca.
Ferris bajó la palanca, pero la ficha no estaba dentro de la ranura.
—Entiendo. Vamos allá.
—No, espere.
Sostuvo la ficha enfrente mío.
—Ahora bien, cuando fiche para comer, ha de hacerlo en esta otra ranura.
—Sí, entiendo.
—Cuando fiche a la vuelta, introdúzcala en la siguiente ranura. Dispone de treinta minutos para comer.
—Treinta minutos, suficiente.
—Ahora, para fichar a la salida, utilice esta última ranura. Esto significa que hay que fichar cuatro veces al día. Luego se va usted a su casa, a su habitación o adonde sea, duerme, vuelve, y ficha otras cuatro veces cada jornada laboral hasta que le despidan, se muera o se jubile.
—Lo he entendido.
—Y quiero que sepa que ha retrasado usted mi charla a los nuevos empleados, de los cuales forma usted parte. Yo soy el encargado aquí. Mi palabra es ley y sus deseos no significan nada. Si no me gusta algo de usted: la forma en que se ate los zapatos, se peine o se tire pedos, le pondré de patitas en la calle, ¿entendido?
—¡Sí, señor!
Una joven entró contoneándose exageradamente sobre sus zapatos de altos tacones, melena castaña ondeando tras de sí. Estaba vestida con un traje ceñido. Sus labios eran grandes y expresivos aunque excesivamente maquillados. Extrajo su ficha con un gesto teatral, fichó y, respirando con más lentitud, devolvió la ficha a su lugar.
Lanzó una ojeada sobre Ferris.
—¡Hola, Eddie!
—¡Hola, Diana!
Obviamente Diana era una vendedora. Ferris se acercó a la chica y comenzaron a hablar. No pude oír sus palabras, pero sí sus risas. Luego se separaron. Diana se acercó al ascensor que la llevaría hasta su puesto. Ferris se me acercó con mi ficha en su mano.
—Voy a fichar ahora, señor Ferris —le dije.
—Lo haré por usted. Quiero que empiece inmediatamente.
Ferris insertó la ficha en el reloj y aguardó. Yo también esperé. Oí el click del reloj y él bajó la palanca. Luego devolvió la ficha al fichero.
—¿Cuánto me he retrasado, señor Ferris?
—Diez minutos. Ahora sígame.
Fui tras él.
Vi a todo un grupo esperando.
Cuatro hombres y tres mujeres. Todos eran viejos y parecían tener problemas de salivación. Pequeñas manchas de baba se habían formado en las comisuras de sus bocas, la baba se había secado volviéndose blanca y pastosa para luego ser cubierta por otra nueva capa. Algunos de ellos eran demasiado delgados, otros demasiado gordos. Algunos eran miopes y otros temblaban. Un viejo con una camisa de colores chillones tenía una joroba en su espalda. Todos sonreían y tosían mientras daban chupaditas a sus cigarrillos.
Entonces me di cuenta de cuál era el mensaje.
Mears-Starbuck buscaba empleados estables. La compañía no se preocupaba en rotar la plantilla (aunque esos nuevos reclutas obviamente no iban a ir a otra parte que no fuera el cementerio, hasta entonces habrían de ser empleados agradecidos y leales). Y a mí me habían escogido para que continuara con ellos. La señorita de la oficina de empleo me había valorado como si perteneciera a ese patético grupo de perdedores.
¿Qué pensarían mis ex-compañeros de instituto si me vieran? A mí, uno de los chicos más duros de los que se graduaron.