—¡Oh, mierda! ¡Me rindo!
—¡No, pare! ¡Jesús! ¡Piedad!
—¡Mamá!
Las tropas se separaron y quedaron mirándose unos a otros. El coronel Sussex recogió su cuaderno. Su uniforme no se había arrugado. Sus medallas seguían en su sitio. Su gorra, inclinada en perfecto ángulo. Blandió su bastón de mando, lanzándolo al aire, y lo cogió de nuevo, luego se retiró. Nosotros le seguimos.
Trepamos a los viejos camiones del ejército con sus lonas rotas que nos habían traído. Arrancaron los motores y partimos. Nos encarábamos unos a otros sentados en los largos bancos de madera. Todos los Azules estábamos juntos cuando vinimos sentados en un camión y los Verdes en otro. Ahora nos habían mezclado y la mayoría de nosotros miraban sus desgastados y polvorientos zapatos mientras éramos zarandeados de aquí para allá, de izquierda a derecha, arriba y abajo a medida que el camión pasaba por las raíces que descollaban en la vieja carretera. Estábamos cansados, derrotados y frustrados. La guerra se había acabado.
La Instrucción me mantenía apartado de los deportes mientras los demás chicos los practicaban todos los días. Formaban equipos colegiales, ganaban sus partidos y conquistaban a las chicas. La mayoría de mis días transcurrían haciendo marchas bajo el sol. Todo lo que veías era la espalda y el culo del tío que tenías delante. Pronto me desilusioné con los procedimientos militares. Los otros lustraban sus zapatos hasta que brillaban y parecía que iban con agrado a las maniobras. Yo no encontraba ningún sentido en todo ello. Tan sólo los estaban preparando para que luego pudieran volarles las pelotas. Por otro lado no me veía agachándome con un casco de fútbol empotrado en la cabeza, los hombros acolchados, uniformado de Azul y Blanco con el número 69 e intentando bloquear a algún hijo de puta de la otra punta de la ciudad, algún bestia de mal aliento, para que el hijo del fiscal del distrito pudiera pegarse una carrera de seis yardas. El problema era que tenías que seguir escogiendo entre lo malo y lo peor hasta que al final no quedaba nada. A la edad de 25 la mayoría de la gente estaba acabada. Todo un maldito país repleto de gilipollas conduciendo automóviles, comiendo, pariendo niños, haciéndolo todo de la peor manera posible, como votar por el candidato presidencial que más les recordaba a ellos mismos.
Yo no tenía ningún interés. No tenía interés en nada. No tenía ni idea de cómo lograría escaparme. Al menos los demás tenían algún aliciente en la vida. Parecía que comprendían algo que a mí se me escapaba. Quizás yo estaba capidisminuido. Era posible. A menudo me sentía inferior. Tan sólo quería apartarme de ellos. Pero no había sitio donde ir. ¿Suicidio? Jesucristo, tan solo más trabajo. Deseaba dormir cinco años, pero no me dejarían.
Así que ahí estaba yo, en el Instituto de Chelsey, aún haciendo Instrucción, todavía con mis granos. Eso siempre me recordaba cuan jodido estaba.
Era un día especial. Un tipo de cada escuadra que había ganado la competición del Manual de Armamento, daba un paso al frente y luego se situaba en una larga línea donde se iba a celebrar la última prueba. De algún modo, yo era el ganador de mi escuadra. No tenía idea de cómo lo había logrado. Yo no era un ganador.
Era sábado. Muchos padres y madres llenaban los graderíos. Alguien tocó una corneta. Una espada brilló. Tronaron las voces de mando. ¡Armas al hombro derecho! ¡Al izquierdo! Los fusiles golpearon los hombros, sus culatas golpearon el suelo, de nuevo se empotraron en nuestros hombros. Las niñas pequeñas se sentaban en sus gradas con sus vestidos azules, verdes, amarillos, naranjas, blancos y rosas. Hacía calor, era aburrido, aquello era una completa insensatez.
—¡Chinaski, estás compitiendo por el honor de tu escuadra!
—Sí, cabo Monty.
Todas esas pequeñas en sus gradas esperando cada una a su amante, su ganador, su ejecutivo de la gran empresa. Era algo triste. Una bandada de palomas, asustadas por un pedazo de papel ondeando al viento, crujiendo hasta desaparecer. Deseé estar borracho de cerveza. Quería estar en cualquier sitio menos en ese.
A medida que cada tipo cometía un error, salía de la línea. Pronto quedaron seis, luego cinco, luego tres. Yo todavía estaba allí. No tenía deseos de ganar. Sabía que no iba a ganar. Pronto me eliminarían. Quería estar lejos de allí. Estaba cansado y aburrido. Y cubierto de granos. No daba ni una cagarruta por aquello que estaban buscando. Pero no podía tener un error demasiado obvio. El cabo Monty se sentiría herido.
Y entonces quedamos sólo dos de nosotros. Yo y Andrew Post. Post era un favorito. Su padre era un famoso abogado criminalista. Estaba en las gradas con su mujer, la madre de Andrew. Post estaba sudoroso pero determinado. Podía percibir la energía, y la energía le pertenecía sólo a él.
Está bien, pensé, él lo necesita, ellos lo necesitan. Es así como funciona. Es así como se supone que debe de ser.
Seguimos y seguimos, repitiendo varios ejercicios del Manual de Armamentos. Con el rabillo del ojo divisé los palos de la portería en el extremo del campo y pensé que si lo hubiera intentado más, podía haber llegado a ser un gran jugador de rugby.
—¡Presenten! —chilló el comandante y di un manotazo a mi arma. Sólo había sonado uno. Y no sonó a mi izquierda. Andrew Post se había quedado congelado. Un pequeño gemido surgió de los graderíos—. ¡Armas! —terminó de ordenar el comandante, y yo completé el ejercicio. Post también lo hizo, pero había perdido un movimiento.
La ceremonia dedicada al ganador aconteció días más tarde. Por suerte para mí, también entregaban otros premios. Yo estaba en pie esperando con los otros mientras el coronel Sussex recorría las filas. Mis granos estaban peor que nunca y como siempre vestía ese áspero uniforme de lana mientras el sol lucía en lo alto calentándome y haciéndome sentir cada fibra de esa hija de puta de camisa. Yo no tenía mucho de soldado y todo el mundo lo sabía. Había tenido una racha de suerte porque no me había preocupado lo bastante como para ponerme nervioso. Me sentí preocupado por el coronel Sussex, porque sabía lo que estaba pensando y quizás él sabía lo que yo pensaba: que esa clase de coraje y devoción me importaban un rábano.
Entonces se detuvo frente a mí. Me puse firme pero me las arreglé para lanzarle una mirada furtiva. Esta vez no babeaba. Quizás cuando estaba mosqueado se le secaba. A pesar del calor soplaba un agradable viento del Oeste. El coronel Sussex prendió una medalla sobre mí. Luego se acercó y me dio la mano.
—Felicidades —dijo. Luego me sonrió y siguió andando.
Vaya con el viejo cabrón. Quizás no era tan malo después de todo…
Mientras caminaba hacia casa tenía la medalla en mi bolsillo. ¿Quién era el coronel Sussex? Sólo un tipo que tenía que cagar como el resto de nosotros. Todo el mundo tenía que doblegarse y encontrar un molde donde encajar. Doctor, abogado, soldado… no importaba lo que fuera. Una vez dentro del molde tenías que seguir adelante. Sussex era un tipo tan desvalido como cualquiera. O bien te las arreglabas para hacer algo o te morías de hambre en la calle.
Yo estaba solo, andando. En mi lado de la calle, justo antes de llegar al primer bulevar en mi largo camino a casa, había una pequeña y olvidada tienda. Me paré y miré por la ventana. Exhibían varios objetos con unas sucias etiquetas prendidas sobre ellos. Vi algunos candelabros. Un tostador eléctrico. Una lamparilla de mesa. El cristal de la ventana estaba sucio por dentro y por fuera. A través de las manchas marrones divisé dos perros de juguete que sonreían estúpidamente. También había un piano en miniatura. Se suponía que esas cosas se vendían pero no parecían nada atractivas. No había clientes en la tienda y tampoco pude ver a ningún empleado. Era un lugar por el que había pasado muchas veces pero nunca me había parado a examinarlo.
Observé y me gustó. Nada pasaba ahí dentro. Era un sitio para descansar y dormir. Parecía muerto. Podía imaginarme felizmente empleado en esa tienda, siempre y cuando no entraran clientes.
Me aparté de la ventana y anduve unos pocos pasos más. Antes de llegar al bulevar me bajé de la acera y vi un gran sumidero casi a mis pies. Era como una enorme boca negra que conducía a las entrañas de la tierra. Cogí la medalla y la tiré por la negra abertura. Cayó directamente, desapareciendo en la oscuridad.
Volví a subirme a la acera y regresé a casa. Cuando llegué, mis padres estaban ocupados limpiando y ordenando la casa. Era sábado. Ahora me tocaba segar y perfilar el césped así como regarlo además de las flores.
Me puse mis ropas de trabajo, salí, y mientras mi padre me observaba tras sus espesas y malignas cejas, abrí las puertas del garaje y saqué cuidadosamente la segadora. Sus cuchillas giratorias yacían inmóviles, esperándome.
—Tienes que intentar ser como Abe Mortenson —dijo mi madre—, siempre saca sobresaliente. ¿Por qué tú nunca tienes un sobresaliente?
—Henry es un tonto del culo —replicó mi padre—. A veces no puedo creer que sea hijo mío.
—¿Acaso no quieres ser feliz, Henry? —preguntó mi madre—. Nunca sonríes. Sonríe y sé feliz.
—Deja de sentirte desgraciado —dijo mi padre—. ¡Sé un hombre!
—¡Sonríe, Henry!
—¿Qué va a ser de ti? ¿Cómo diablos te lo vas a hacer? ¡No tienes energías para emprender nada!
—¿Por qué no vas a ver a Abe? Habla con él, aprende a ser como es él —dijo mi madre…
Llamé a la puerta del piso de los Mortenson. La puerta se abrió. Era la madre de Abe.
—No puedes ver a Abe. Está ocupado estudiando.
—Lo sé, señora Mortenson. Sólo quiero verle un minuto.
—De acuerdo. Su habitación está justo ahí.
Fui hasta su habitación. Tenía su propia mesa. Estaba sentado con un libro abierto sobre otros dos. Sabía cuál era el libro por el color de sus pastas: «Deberes y derechos del ciudadano.» ¡Por los clavos de Cristo, en sábado!
Abe alzó la vista y me vio. Escupió en sus manos y siguió leyendo el libro.
—Hola —dijo mientras leía una página.
—Apuesto a que te has leído esa página diez veces, mamón.
—Tengo que memorizarlo todo.
—Es sólo basura.
—Tengo que aprobar mis exámenes.
—¿Has pensado alguna vez en follar con una chica?
—¿Qué? —escupió en sus manos.
—¿Has mirado alguna vez el vestido de una chica y deseado ver más? ¿Has pensado por casualidad en su cosita?
—Eso no es importante.
—Es importante para ella.
—Tengo que estudiar.
—Hemos montado un pequeño partido de béisbol. Yo y algunos de los chicos del instituto.
—¿En domingo?
—¿Qué pasa con los domingos? La gente hace un montón de cosas en domingo.
—Pero, ¿béisbol?
—Los profesionales juegan en domingo.
—Pero les pagan.
—¿Y a ti te pagan por leerte esa página una y otra vez? Venga, respira un poco de aire puro, te aclarará la mente.
—De acuerdo. Pero sólo un momentito.
Se levantó y le seguí por el pasillo hasta llegar a la puerta delantera.
Cruzamos la puerta.
—Abe, ¿dónde vas?
—Salgo un instante.
—Bien, pero date prisa en volver. Tienes que estudiar.
—Lo sé…
—Bueno, Henry, encárgate de que vuelva en seguida.
—Me ocuparé de él, señora Mortenson.
Ahí estaban Baldy, Jimmy Hatcher y otros chicos del instituto además de unos pocos del vecindario. Sólo teníamos siete muchachos en cada equipo, lo que hacía que quedaran desprotegidos un par de ángulos, pero yo lo prefería así. Yo jugaba en el centro del campo. Había mejorado mucho mi juego, las cogía casi todas. Me gustaba jugar a corta distancia para coger los tiros bajos. Pero lo que más me agradaba era correr para recoger las pelotas que pasaban por encima de mi cabeza. Eso es lo que hizo Jigger Statz con el equipo de los Angeles. Solo marcó en esa ocasión 280 puntos, pero por todos los tantos que evitó que colaran los del equipo contrario se podía considerar que marcó 500.
Todos los domingos más de una docena de chicas del vecindario venían y nos observaban. Yo las ignoraba. Ellas chillaban cuando sucedía algo excitante. Jugábamos con la pelota dura de los profesionales y cada uno teníamos nuestro guante, incluso Mortenson. El tenía el mejor. Apenas lo había usado.
Troté hasta el centro del campo y empezó el partido. Abe estaba en la segunda base. Metí mi mano dentro del guante y le vociferé a Mortenson:
—¡Oye, Abe! ¿Te gustaría que tus cojones fueran tan grandes como esa pelota?
Oí cómo se reían las chicas.
El primer chico bateó y falló. No era muy bueno. Yo fallaba también muchas veces, pero era el más poderoso bateador de todos ellos. Podía lanzarla por encima del solar hasta llegar a la calle. Siempre estaba muy agachado sobre la base. Aparentaba ser un muelle.
Cada momento del juego era excitante para mí. Todos los partidos que había perdido segando el césped, todos esos días de mi primera escuela en que yo era arrinconado, ya habían pasado. Me había desarrollado. Yo tenía algo y sabía que lo tenía y me sentía bien por ello.
—¡Oye, Abe! —vociferé—. ¡Con todo lo que te escupes en las manos no necesitas talco!
El siguiente chico conectó un tiro alto, muy alto, y yo corrí hacia atrás para cogerla por encima de mi hombro. Corrí a toda velocidad hacia atrás, sintiéndome fenomenal, sabiendo que crearía el milagro una vez más.
Mierda. La pelota chocó contra un alto árbol al fondo del solar. Vi cómo caía botando entre las ramas. Me detuve y esperé. Malo, caía hacia la izquierda. Corrí hacia la izquierda. Entonces rebotó a la derecha. Corrí hacia la derecha. Golpeó otra rama, se quedó inmóvil unos instantes y luego se deslizó entre las hojas cayendo directamente en mi guante. Las chicas chillaron.
Envié la pelota a nuestro lanzador con un solo bote y corrí hasta el centro. El siguiente chico falló el bateo. Nuestro lanzador, Harvey Nixon, sabía enviarla con fuego.
Cambiamos de sitio y me tocó arriba por primera vez. Nunca había visto al chico que estaba sobre el túmulo. No era de Chelsey. Me pregunté de dónde sería. Era un grandullón en todos los sentidos: enorme cabeza, gran boca, enormes orejas y gran corpachón. Su pelo caía sobre los ojos dándole aspecto de tonto. Su pelo era castaño y sus ojos verdes, y esos verdes ojos me miraban fijamente a través del pelo como si me odiaran. Daba la impresión de que su brazo izquierdo era más largo que el derecho. Era el brazo con el que lanzaba. Nunca me había enfrentado a un zurdo, no con la pelota profesional. Pero podía vencerse a cualquiera. Puestos cabeza abajo, todos eran iguales.