—Henry, ¡ha encontrado tus narraciones y las ha leído!
—Jamás le pedí que lo hiciera.
—¡Las encontró en un cajón! ¡Las ha leído todas!
Yo había escrito diez o doce historias cortas. Dale a un hombre una máquina de escribir y se convierte en escritor. Había escondido las narraciones bajo el papel del fondo del cajón donde guardaba mis calzoncillos y calcetines.
—Bueno —dije—, el viejo ha estado rebuscando y se ha quemado los dedos.
—¡Dijo que iba a matarte! ¡Dijo que ningún hijo suyo podía escribir historias semejantes y vivir bajo el mismo techo que él!
La cogí por el brazo.
—Vamos a casa, mamá, y veamos qué es lo que hace…
—¡Henry, ha tirado todas tus ropas sobre el césped, toda tu ropa sucia, tu máquina de escribir, tu maleta y tus narraciones!
—¿Mis narraciones?
—Sí, esas también…
—¡Le mataré!
Me separé de ella, crucé la calle 21 y bajé por la Avenida Longwood. Ella me siguió.
—¡Henry, Henry, no vayas a casa!
La pobre mujer se aferraba a mi camisa.
—Henry, escucha, ¡consíguete una habitación en cualquier sitio! ¡Henry, tengo diez dólares! ¡Coge estos diez dólares y alquila una habitación en algún sitio!
Me giré. Ella sostenía los diez dólares en la mano.
—Olvídalo —contesté—, voy a ir.
—¡Henry, coge el dinero! ¡Hazlo por mí! ¡Hazlo por tu madre!
—Bueno, de acuerdo…
Cogí los diez y me los embutí en el bolsillo del pantalón.
—Gracias, es un montón de dinero.
—Está bien así, Henry. Te quiero, Henry, pero tienes que irte.
Corrió delante mío mientras me acercaba a casa. Entonces lo vi: todo estaba esparcido por el césped, todas mis ropas, limpias y sucias, la maleta abierta, calcetines, pijamas, camisas, un abrigo viejo, todo tirado por todos lados, sobre el césped y la acera. Y vi cómo el viento se llevaba mis manuscritos arrojándolos contra el sumidero y contra todas partes.
Mi madre corrió por la acera hasta la casa y yo grité de forma que pudiera oírme:
—¡Dile que salga aquí, que voy a partirle la cabeza en dos!
Primero recogí mis manuscritos. Ese era el más bajo de los golpes, hacerme eso a mí. Era la única cosa que no tenía derecho a tocar. A medida que recogía las hojas del sumidero, del césped y la acera, comencé a sentirme mejor. Recogí todas las que pude, las metí en la maleta asentándolas bajo un zapato, y luego rescaté la máquina de escribir. Su maletín se había roto pero parecía estar bien. Miré todos mis andrajos esparcidos en derredor. Dejé la ropa sucia y los pijamas, que sólo eran un par, y de los desechados por él. No había gran cosa más que recoger. Cerré la maleta, recogí la máquina de escribir y comencé a andar. Pude ver dos caras atisbando tras las cortinas. Pero en seguida me olvidé mientras subía por Longwood, cruzaba la calle 21 y subía la colina de Westview. No me sentía muy distinto a como siempre me había sentido. Ni alegre ni deprimido; todo parecía ser sólo una continuación. Iba a coger el tranvía «W», cambiar de línea luego e ir a algún lugar del centro.
Encontré una habitación en la calle Temple, en el distrito Filipino. Costaba 3.50 dólares a la semana y estaba en un segundo piso. Pagué a la patrona —una rubia de edad mediana— la renta de una semana. El retrete y la bañera estaban en el piso de abajo, pero tenía un orinal para mear.
En mi primera noche descubrí un bar justo a la derecha de la entrada. Me agradó enormemente. Todo lo que tenía que hacer era subir las escaleras y estaba en casa. El bar estaba lleno de hombrecillos oscuros, pero no me molestaban. Había oído toda clase de historias acerca de los filipinos: que les gustaban las chicas blancas, rubias en particular, que llevaban estiletes, que como todos tenían el mismo tamaño ahorraban entre siete para comprarse un buen traje y se turnaban para llevarlo durante la semana… George Raft había dicho por ahí que los filipinos crearon la moda de situarse en las esquinas haciendo girar pequeñas cadenas de oro de quince o diecinueve centímetros, cada cadena simbolizando el tamaño del pene.
El camarero era filipino.
—Tú eres nuevo aquí, ¿no? —preguntó.
—Vivo arriba. Soy estudiante.
—No doy crédito.
Eché unas monedas sobre la barra.
—Dame una Eastside.
Volvió con la botella.
—¿Dónde puede uno conseguir una chica? —pregunté.
Recogió las monedas.
—No sé nada —replicó mientras se dirigía a la caja registradora.
La primera noche cerré el bar. Nadie me importunó. Unas pocas rubias salieron con los filipinos. Los hombres eran bebedores tranquilos. Se sentaban en pequeños grupos con las cabezas juntas, hablando y riendo suavemente. Me gustaban. Cuando el bar cerró, me levanté y el camarero me dijo: «Gracias.» Eso nunca se hacía en los bares americanos. Al menos no me lo hacían a mí.
Me gustaba mi nueva situación. Todo lo que ahora necesitaba era dinero.
Decidí seguir yendo a la Universidad. Al menos estaría en algún sitio durante el día. Mi amigo Becker había abandonado sus estudios. No había nadie que me importara mucho excepto, quizás, el profesor de Antropología, un conocido comunista. No enseñaba demasiada Antropología. Era un tipo grandón, accesible y agradable.
—Voy a explicaros cómo se fríe un buen filete —dijo a la clase—, primero dejáis que la sartén se ponga al rojo, luego bebéis un sorbo de whisky y después se vierte una capa de sal en la sartén. Echáis el filete dentro y dejáis que se haga un poco, pero no demasiado. Luego se le da la vuelta y se hace por el otro lado, bebéis otro sorbo de whisky, sacáis el filete y os lo coméis inmediatamente.
Una vez, cuando estaba tendido en el césped del campus, se acercó y se tumbó junto a mí.
—Chinaski, tú no crees en toda esa palabrería nazi que esparces por ahí, ¿no es verdad?
—No podría decirlo. ¿Se cree usted toda su porquería?
—Por supuesto que sí.
—Buena suerte.
—Chinaski, no eres más que una viruta vienesa.
Se levantó, sacudiéndose la hierba y las hojas, y se fue…
Sólo llevaba dos días en Temple Street cuando Jimmy Hatcher me encontró. Golpeó en mi puerta una noche y cuando la abrí ahí estaba con otros dos chicos, compañeros de su fábrica de aviones, uno llamado Delmore y el otro Pies Rápidos.
—¿Por qué le llaman Pies Rápidos?
—Cuando le dejes dinero, te enterarás.
—Entrad… ¿Cómo demonios me has encontrado?
—Tus padres te han hecho seguir por un detective privado.
—Maldita sea, saben cómo quitarle a un hombre la alegría de vivir.
—Quizás estén preocupados.
—Si están preocupados, que me envíen dinero.
—Alegan que te lo beberás.
—Entonces deja que se preocupen…
Entraron los tres y se sentaron en la cama y en el suelo. Tenían un quinto de botella de whisky y algunos vasos de papel. Jimmy sirvió el whisky.
—Tienes una cueva agradable.
—Es fantástica. Puedo ver el Ayuntamiento cada vez que saco la cabeza por la ventana.
Pies Rápidos sacó una baraja de cartas del bolsillo. Estaba sentado en la alfombra. Alzó la vista para mirarme.
—¿Juegas?
—Todos los días. ¿Tienes marcada la baraja?
—Oye, hijo de perra.
—No me provoques o te arranco la cabellera para colgármela en el abrigo.
—¡Vamos, hombre, estas cartas son legales!
—Sólo juego al poker y al 21. ¿Cuál es el límite?
—Dos pavos.
—Echemos a suertes quién lleva la mano.
Me la llevé yo y dispuse que jugáramos en la forma habitual. No me gustaba demasiado el poker abierto, se necesitaba mucha suerte en esa modalidad. Mientras servía las cartas, Jimmy sirvió otra ronda.
—¿Cómo te lo montas, Hank?
—Hago trabajos escritos para otros.
—Brillante.
—Sí…
—Oíd, chicos —dijo Jimmy—, os dije que este tipo era un genio.
—Sí —dijo Delmore. Estaba sentado a mi derecha y le tocaba empezar.
—Apuesto veinte centavos —dijo.
Le seguimos en la apuesta.
—Tres cartas —pidió Delmore.
—Una —dijo Jimmy.
—Tres —pidió Pies Rápidos.
—Servido —repliqué.
—Otros veinte —dijo Delmore.
Los demás se plantaron pero yo dije:
—Subo a dos dólares y te las veo.
Delmore pasó, Jimmy pasó. Pies Rápidos me miró:
—¿Y qué más ves por la ventana, aparte del Ayuntamiento?
—Limítate a jugar. No estoy aquí para parlotear sobre el escenario o la gimnasia.
—De acuerdo —dijo—, no sigo.
Puse mis cartas boca abajo y recogí las de los demás.
—¿Qué es lo que tienes? —preguntó Pies Rápidos.
—Paga por verlas o llora para siempre —dije mientras mezclaba mis cartas con las demás y barajaba, sintiéndome como Clark Gable antes que Dios le debilitara cuando el terremoto de San Francisco.
El servicio cambió de manos pero mi suerte se mantuvo la mayor parte del tiempo. Acababan de cobrar en la fábrica aeronáutica. Nunca lleves un montón de dinero a la morada de un pobre. El sólo puede perder lo poco que tiene. Por otro lado, es matemáticamente posible que pueda ganar todo lo que traigas. Lo que debes hacer, con el dinero y con los pobres, es no dejar que se acerquen demasiado.
De algún modo sentía que la noche iba a ser larga. Delmore abandonó pronto y se fue.
—Camaradas —dije—, tengo una idea. Las cartas son demasiado lentas. Juguemos a emparejar monedas, diez pavos la tirada, el número impar gana.
—Vale —dijo Jimmy.
—Vale —contestó Pies Rápidos.
El whisky se había acabado. Estábamos atacando una botella mía de vino barato.
—De acuerdo —dije—, tirad las monedas bien alto. Cazadlas con la palma de la mano. Cuando diga «descubrid», comprobaremos el resultado.
Las tiramos al aire y las recogimos.
—¡Descubrid! —dije.
Yo era impar. Mierda. Veinte dólares, así de fácil.
—¡Tirad! —dije. Así hicimos.
—¡Descubrid! —dije.
Vencí otra vez.
—¡Tirad! —dije.
—¡Descubrid!
Pies Rápidos ganó.
Yo gané la siguiente vez.
Entonces le tocó a Jimmy.
Yo gané las otras dos veces.
—Esperad —dije—, tengo que mear.
Fui hasta el lavabo y meé. Habíamos acabado con la botella de vino. Abrí la puerta del armario.
—Tengo otra botella de vino aquí —les dije.
Saqué casi todos los billetes de mi bolsillo y los tiré en el cajón. Volví, abrí la botella y serví a todo el mundo.
—Mierda —dijo Pies Rápidos mirando su cartera—, estoy casi en la ruina.
—Yo también —dijo Jimmy.
—Me pregunto quién se llevó el dinero —repliqué yo.
No eran buenos bebedores. La mezcla del vino y el whisky fue mala para ellos. Estaban tambaleándose un poco.
Pies Rápidos se cayó contra la cómoda tirando un cenicero al suelo. Se partió en dos.
—Recógelo —dije.
—No recojo mierda —contestó.
—¡He dicho que lo recojas!
—No recogeré mierda.
Jimmy extendió la mano y recogió el cenicero.
—Salid de aquí —advertí.
—No me puedes echar —replicó Pies Rápidos.
—Muy bien —dije—, ¡tan sólo abre tu bocaza otra vez más, di una palabra más, y no serás luego capaz de sacar tu cabeza del agujero del culo!
—Vámonos, Pies Rápidos —dijo Jimmy.
Abrí la puerta y enfilaron por ella con paso inseguro. Les seguí hasta el arranque de la escalera. Nos quedamos en pie unos instantes.
—Hank —dijo Jimmy—. Te veré de nuevo, tómatelo con calma.
—Muy bien, Jim…
—Escucha —empezó a decirme Pies Rápidos—. Tu…
Le aticé un directo a la boca. Se cayó de espaldas por las escaleras botando y dando vueltas. Era más o menos de mi mismo tamaño, un metro noventa y dos, y se podía oír el estrépito que causaba en toda la manzana. Dos filipinos y la patrona rubia estaban en el vestíbulo. Miraron a Pies Rápidos que yacía en el suelo, pero no se acercaron a él.
—¡Le has matado! —chilló Jimmy.
Bajó corriendo las escaleras y dio la vuelta al cuerpo de Pies Rápidos. Pies Rápidos sangraba por la nariz y la boca. Jimmy sostuvo su cabeza y alzó la vista para mirarme.
—Esto no ha estado bien, Hank…
—Sí. ¿Qué vais a hacer?
—Creo —dijo Jimmy— que volveremos para darte una buena…
—Espera un minuto —repliqué.
Volví a mi habitación y me serví un vaso de vino. No me gustaban los vasos de papel de Jimmy y había estado bebiendo en una tarrina usada de gelatina. La etiqueta estaba aún pegada a un costado, manchada de suciedad y vino. Volví a salir del cuarto.
Pies Rápidos estaba reviviendo. Jimmy le ayudaba a ponerse en pie. Luego pasó el brazo de Pies Rápidos por encima de su hombro. Se quedaron ahí plantados.
—¿Qué es lo que decías? —pregunté.
—Eres un tío feo, Hank. Necesitas que te enseñen una lección.
—¿Quieres decir que no soy guapo?
—Quiero decir que te comportas como un guarro…
—¡Llévate a tu amigo de aquí antes de que baje y acabe con él!
Pies Rápidos alzó su ensangrentada cabeza. Llevaba una florida camisa hawaiana que ahora estaba salpicada de sangre.
Me miró y luego habló. Apenas pude oírle. Pero le oí. Sólo dijo:
—Voy a matarte…
—Sí —añadió Jimmy—, vendremos a por ti.
—¿Ah sí, mamones? —vociferé—. ¡No me voy a ninguna parte! ¡Cuando queráis me encontraréis en la habitación número 5! ¡Os estaré esperando! Habitación número 5. ¿Os acordaréis? ¡Y la puerta estará abierta!
Alcé la tarrina de gelatina y bebí el vino. Luego les arrojé la tarrina. Lancé la tarrina con todas mis fuerzas pero mi puntería fue mala. Rebotó en la pared de la escalera, luego en el vestíbulo y pasó entre la patrona y los dos filipinos.
Jimmy se giró con Pies Rápidos camino hacia la salida y comenzaron a andar lentamente. Fue un trayecto tedioso y agónico.
Volví a oír a Pies Rápidos; medio gimiendo y medio llorando, decir: «¡le mataré… le mataré!»
Por fin cruzaron la puerta y desaparecieron.
La rubia patrona y los dos filipinos aún seguían en el vestíbulo mirándome. Yo estaba descalzo y llevaba cinco o seis días sin afeitarme. Necesitaba un corte de pelo. Sólo me peinaba una vez al día, por la mañana, y luego no me preocupaba más. Mis profesores de gimnasia siempre se estaban metiendo con mi postura: