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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (32 page)

BOOK: La senda del perdedor
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—¡Eh! ¿Adonde va? —preguntó el hombrecillo. Aún seguía arrodillado sobre una rodilla. Comenzó a alzar el martillo y le golpeé en la cabeza con la máquina de escribir. Sonó horriblemente. Bajé las escaleras, crucé el vestíbulo y salí a la calle.

Quizás había matado al tipo.

Bajé corriendo por la calle Temple. Divisé un taxi libre y salté dentro.

—Bunker Hill —dije— ¡y rápido!

56

En la fachada de una pensión vi un cartel que anunciaba habitaciones libres y paré el taxi. Le pagué al taxista, me acerqué al porche y toqué el timbre. Tenía un ojo amoratado por la pelea, abierta la ceja del otro, la nariz hinchada y los labios partidos. Mi oreja izquierda tenía un color rojo brillante y cada vez que me la tocaba una descarga eléctrica sacudía mi cuerpo.

Un viejo vino a abrir la puerta. Llevaba una camiseta y parecía que se la hubiese rociado con chile y judías. Su pelo era gris y estaba despeinado, necesitaba un afeitado y fumaba un cigarrillo babeado que apestaba.

—¿Es usted el dueño? —pregunté.

—Aja.

—Necesito una habitación.

—¿Trabaja?

—Soy escritor.

—No tiene aspecto de escritor.

—¿Y qué aspecto tienen los escritores?

No respondió.

Luego dijo:

—2.50 $ por semana.

—¿Puedo verla?

Eructó y dijo:

—Sígame…

Cruzó un espacioso vestíbulo. No había alfombra en el suelo. El parquet de madera crujía y se hundía al pisarlo. Oí la voz de un hombre que provenía de una de las habitaciones.

—¡Chúpamela, pedazo de mierda!

—Tres dólares —contestó una voz de mujer.

—¿Tres dólares? ¡Te voy a dar por culo!

Sonó una fuerte bofetada y ella chilló. Seguimos andando.

—La habitación está en la parte trasera —dijo el viejo. Se acercó a la puerta número 3 y la abrió. Entramos. Había una cama del tamaño de una cuna, una manta, un pequeño armario y una diminuta estantería. Sobre la estantería había un infernillo.

—Tiene usted un infernillo —dijo.

—Eso está bien.

—2.50 dólares por adelantado.

Le pagué.

—Le daré un recibo mañana.

—Muy bien.

—¿Cuál es su nombre?

—Chinaski.

—Yo soy Connors.

Sacó una llave de su llavero y me la entregó.

—Este es un sitio agradable y tranquilo, y deseo que lo siga siendo.

—Por supuesto.

Cerré la puerta tras él. Sólo había una bombilla colgando del techo y sin pantalla. La habitación era bastante limpia. No estaba mal. Salí y cerré con llave la puerta tras de mí, crucé el patio trasero y salí a un callejón.

No le tenía que haber dado al viejo mi nombre verdadero, pensé. Quizás había matado a mi amiguito moreno de la calle Temple.

Había una larga escalera de madera a un lado de la colina que conducía a una calle inferior. Bastante romántico. Anduve hasta que vi una tienda de licores. Iba a comprar mi bebida. Compré dos botellas de vino y, como me sentía hambriento, una bolsa de patatas fritas.

De vuelta en mi habitación me desvestí, subí a la camita, me apoyé contra la pared, encendí un cigarrillo y me serví un vaso de vino. Me sentía muy bien. El sitio era muy tranquilo. No se oía a nadie en esa parte de la casa. Tenía que echar una meada y me puse los calzoncillos, fui a la parte de atrás de la casucha y dejé que fluyera. Desde ahí arriba podía ver las luces de la ciudad. Los Angeles era un buen sitio, había mucha gente pobre, así que sería fácil perderme entre ellos. Volví a entrar y me subí de nuevo a la cama. Mientras un hombre tuviera vino y cigarrillos, podría resistir. Me acabé el vaso y me serví otro.

Quizás pudiera vivir de mi ingenio. La jornada de ocho horas me parecía algo imposible, y sin embargo todo el mundo se sometía a ella. Y la guerra, todos hablaban de la guerra en Europa. No me interesaba la historia del mundo, sólo la mía. Vaya porquería. Tus padres controlaban los años de tu desarrollo jodiéndote todo el rato. Luego, cuando ya eras capaz de vivir por ti mismo, otros querían embutirte un uniforme para que te pudieran volar el culo.

El vino sabía fenomenal. Llené otra vez el vaso.

La guerra. Y yo todavía era virgen. ¿Puedes imaginarte volado en pedacitos en nombre de la historia sin haber siquiera conocido a una mujer? ¿O poseído un automóvil? ¿Qué es lo que protegería como soldado? A algún otro. Algún otro a quien yo le importaría un bledo. Morir en una guerra no evitaba que surgieran otras.

Podría arreglármelas. Podía ganar concursos de bebedores. Podía apostar dinero en el juego. Quizás incluso realizar algún atraco. No pedía gran cosa, sólo que me dejaran a mi aire.

Terminé la primera botella de vino y comencé con la segunda. Cuando hube bebido la mitad, me paré y me tendí en la cama. Mi primera noche en un sitio nuevo. Todo funcionaba bien. Dormí.

Me despertó el sonido de una llave en la cerradura. Entonces se abrió la puerta. Me senté en la cama. Un hombre comenzó a entrar.

—¡Saca tu culo de aquí! —vociferé.

Salió como una exhalación, pude oírle correr.

Me levanté y di un portazo.

La gente hacía ese tipo de cosas. Alquilaban una habitación, dejaban de pagar el alquiler y sacaban un duplicado de la llave para entrar furtivamente a dormir o, si estaba ocupada por un nuevo inquilino, robar. Bueno, éste no volvería. Sabía que si lo intentaba de nuevo le rompería la crisma.

Volví a mi camita y me serví otro trago.

Estaba un poco nervioso e inquieto. Tendría que conseguirme una navaja.

Terminé mi vaso, lo llené, bebí y luego seguí durmiendo.

57

Un día, después de la clase de Inglés, la señorita Curtis me pidió que me quedara.

Tenía unas piernas magníficas y ceceaba al hablar. Había algo producido por la combinación del ceceo y sus piernas que me ponía caliente. Debía de tener unos 32 años, era culta y tenía estilo, pero al igual que todos los demás era una maldita liberal y eso demostraba poca originalidad o carácter; sólo adoración por Franky Roosevelt. Me gustaba Franky a causa de sus programas para los pobres durante la Depresión. El también tenía estilo. Realmente no creo que le importaran un bledo los pobres, pero era un gran actor, con una magnífica voz al servicio de una excelente oratoria. Pero quería meternos en la guerra. Así él entraría en los libros de Historia. Los presidentes en tiempo de guerra tenían más poder y, después, se les dedicaban más páginas. La señorita Curtis era una réplica del viejo Franky, sólo que con mejores piernas. El pobrecito Franky no tenía piernas bonitas pero sí un maravilloso cerebro. En muchos otros países hubiera sido un dictador prepotente.

Cuando salió el último estudiante, me acerqué a la mesa de la señorita Curtis. Ella me sonrió. Yo había observado sus piernas durante horas y ella lo sabía. Ella sabía lo que yo quería y que no tenía nada que enseñarme. Sólo había dicho una cosa que yo memoricé. No era idea suya, obviamente, pero me gustó:

—No se debe sobreestimar la estupidez de la masa.

—Señor Chinaski —dijo mirándome— tenemos ciertos estudiantes en esta clase que piensan que son muy listos.

—¿Sí?

—El señor Felton es nuestro alumno más inteligente.

—De acuerdo.

—¿Qué es lo que le preocupa?

—¿Qué?

—Hay algo… que le molesta.

—Tal vez.

—Este es su último semestre, ¿no es cierto?

—¿Cómo lo sabe usted?

Había estado despidiéndome con la vista de esas piernas. Decidí que el campus sólo era un lugar donde esconderse. Existían adictos al campus que se quedaban para siempre. El ambiente de toda la Universidad era blandengue. Nunca te advertían qué es lo que ibas a encontrar en la vida real. Te hacían empollar un montón de teoría y no te contaban lo dura que era la calle. La educación universitaria podía destrozar para siempre a un individuo. Los libros podían reblandecerte. Cuando los apartabas a un lado y realmente salías fuera, entonces necesitabas saber lo que jamás te enseñaron. Yo había decidido retirarme tras ese semestre y relacionarme con Apestoso y su pandilla y quizás encontrarme con alguien que tuviera los arrestos necesarios para robar una tienda de licores o, mejor, un banco.

—Sabía que se iba a retirar —dijo ella suavemente.

—«Empezar» es una palabra más correcta.

—Va a haber una guerra. ¿Leyó el «Marinero del Bremen»?

—Esas porquerías del New Yorker no me interesan.

—Tiene que leer cosas como esa si quiere entender qué es lo que pasa hoy día.

—No pienso igual.

—Usted se rebela contra todo. ¿Cómo va a sobrevivir?

—No lo sé. Ya estoy cansado.

La señorita Curtis se quedó mirando la mesa largo rato. Luego alzó la vista y me miró.

—Vamos a entrar en esa guerra de un modo u otro. ¿Va a participar en ella?

—No me importa la guerra. Puede que vaya o puede que no.

—Sería un buen marine.

Sonreí, pensé un instante en la idea, pero luego la rechacé.

—Si se queda otro curso —dijo ella—, podrá conseguir todo lo que desee…

Me miró y supe perfectamente lo que ella quería decir y ella advirtió que yo sabía perfectamente lo que había querido decir.

—No —repliqué—, voy a irme.

Anduve hasta la puerta, me paré en el umbral, me giré e hice una pequeña seña de despedida con la cabeza, una leve y rápida seña. Salí y caminé por entre los árboles del campus. Por todas partes —o así lo parecía— había un chico y una chica juntos. La señorita Curtis estaba sentada sola frente a su mesa mientras yo caminaba solo. Qué gran triunfo hubiera sido. Besar esos labios ceceantes, acariciar sus piernas abiertas mientras Hitler devoraba Europa y codiciaba Londres.

Al cabo de un rato fui hacia el gimnasio. Iba a vaciar mi taquilla. No más gimnasia para mí. La gente siempre hablaba sobre el limpio olor del sudor fresco. Tenían que excusarse por ello. Nadie hablaba del buen olor de una mierda fresca. No había nada tan glorioso como el olor de una mierda de cerveza, me refiero a aquella que se produce tras haber bebido la noche anterior veinte o veinticinco cervezas. El hedor de una de esas mierdas se esparcía por todas partes y permanecía flotando su buena hora y media. Te hacía darte cuenta de que estabas vivo.

Encontré mi taquilla, la abrí y tiré mi equipo de gimnasia a la basura. También arrojé dos botellas de vino vacías. Buena suerte para el próximo que utilizara la taquilla. A lo mejor acababa de alcalde de Boise, Idaho. Tiré también el candado a la basura. Nunca me había gustado su combinación: 1,2,1,1,2. No era muy aguda. La dirección de la casa de mis padres era 2122. Todo era reducido y mínimo. En la Instrucción, la combinación del candado fue 1,2,3,4:1,2,3,4. Quizás algún día llegaría hasta el 5.

Salí del gimnasio y atajé cruzando por el medio del campo de juego. Estaban practicando el rugby y me aparté un poco para evitar a los jugadores.

Entonces oí vociferar a Baldy:

—¡Oye, Hank!

Alcé la vista y le divisé sentado en los graderíos con Monty Ballard. No era gran cosa Ballard. Lo más agradable de él era que nunca hablaba, a menos que se le preguntara algo. Nunca le pregunté nada. Ballard miraba a la vida parapetado tras su rubio cabello y anhelaba ser biólogo.

Los saludé y seguí andando.

—¡Ven aquí, Hank! —aulló Baldy—. ¡Es importante!

Me acerqué.

—¿De qué se trata?

—Siéntate y observa a ese tío cuadrado vestido con el traje de gimnasia. Me senté. Sólo había un tipo con traje de gimnasia. Llevaba zapatillas con clavos. Era bajo pero ancho, muy ancho. Tenía unos bíceps asombrosos, así como sus hombros, grueso cuello y cortas y macizas piernas. Su pelo era negro; su cara aplastada hasta parecer plana; boca pequeña, apenas nariz, y unos ojos que se abrían en algún sitio del rostro.

—Vaya, he oído hablar de este chico —dije.

—Obsérvale —replicó Baldy.

Había cuatro jugadores en cada equipo. Se lanzó la pelota. El extremo zaguero la pasó. King Kong Junior estaba de defensa. Jugaba cerca del centro. Uno de los jugadores del equipo ofensivo jugó a la larga distancia, otro a la corta y el del centro bloqueó. King Kong Junior inclinó los hombros y embistió contra el que jugaba a la corta incrustándole el hombro en un costado. El tipo se quedó boqueando. Luego King Kong se giró y salió trotando.

—¿Habéis visto? —dijo Baldy.

—King Kong…

—King Kong no juega al rugby en absoluto. Sólo carga contra alguien con toda sus fuerzas, juego tras juego.

—No puedes embestir a un jugador antes de que reciba la pelota —dije yo—. Va contra las reglas.

—¿Y quién va a decírselo? —preguntó Baldy.

—¿Vas tú a decírselo? —pregunté a Ballard.

—No —contestó Ballard.

Le tocaba sacar al equipo de King Kong. Ahora podía placar legalmente. Embistió al más pequeño de los jugadores enviándolo por los aires con la cabeza entre las piernas. Tardó un buen rato en ponerse de nuevo en pie.

—Ese King Kong es un subnormal —dije—. ¿Cómo demonios pasó la prueba de entrada?

—No la hay para el rugby.

El equipo de King Kong se alineó. Joe Stapen era el mejor de los jugadores del otro equipo. Quería llegar a profesional. Era alto, cerca de dos metros, delgado y con mucho coraje. Joe Stapen y King Kong cargaron el uno contra el otro. Stapen lo hizo bastante bien. Al menos no cayó al suelo. Al juego siguiente volvieron a cargar entre sí. Esa vez Joe besó un poco el suelo.

—Mierda —dijo Baldy—, Joe se está desinflando.

La vez siguiente Kong placó a Joe aún con más fuerza y le arrastró cinco o seis metros teniendo el hombro clavado en la espalda de Joe.

—¡Esto es asqueroso! ¡Este tipo no es más que un jodido sádico! —dije.

—¿Es un sádico? —preguntó Baldy a Ballard.

—Es un jodido sádico —contestó Ballard.

Al juego siguiente Kong se abalanzó otra vez sobre el jugador más enclenque. Tan sólo se acercó corriendo y se dejó caer sobre él. El tipo enclenque no se movió durante un rato. Luego se sentó sujetándose la cabeza. Daba la impresión de que estaba acabado. Entonces me levanté.

—Bueno, allá voy —dije.

—¡Atízale a ese hijo de perra! —dijo Baldy.

—Por supuesto —repliqué.

Bajé al campo.

—Escuchad, compadres, ¿necesitáis un jugador?

El chaval pequeñajo se levantó y empezó a salir del campo. Al llegar a mi altura se detuvo un momento.

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