Una novela autobiográfica, contundente como un preciso uppercut, que nos muestra una visión bien distinta del «Sueño Americano», una visión «desde abajo», desde los pisoteados y humillados: la infancia, adolescencia y juventud de Henry Chinaski, en Los Ángeles, durante los años de la Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Un padre brutal que cada día finge acudir puntualmente al trabajo para que sus vecinos no sospechen que está en paro; una madre apaleada por el padre, que sin embargo está siempre de su parte; un tío a quien busca la policía; un mundo de jefes, de superiores aterrorizados por otros superiores. El joven Chinaski algo así como un hermano paria de Holden Cauldfiel, el dulce héroe de Salinger en The Catcher in the Rye (al que Bukowski parece aludir en el título original Ham on Rye) tiene que aprender las reglas implacables de una durísima supervivencia. En este libro inolvidable, escrito con una ausencia total de ilusiones, se transparenta, evitando la autocompasión, una estoica fraternidad con todos los chinaskis, todos los underdogs de la «otra América» de los patios traseros, los bares sórdidos, las oficinas de desempleo.
Charles Bukowski
La senda del perdedor
ePUB v1.1
Origen14.04.12
Charles Bukowski
Título original:
Ham on Rye, 1982
Traducción: Jorge Berlanda; Ernesto Giménez
La primera cosa que recuerdo es estar debajo de algo. Era una mesa, veía la pata de una mesa, veía las piernas de la gente, y una parte del mantel colgando. Estaba oscuro allí debajo, me gustaba estar ahí. Debió haber sido en Alemania, yo debía tener entre uno y dos años de edad. Era en 1922. Me sentía bien bajo la mesa. Nadie parecía darse cuenta de que yo estaba allí. La luz del sol se reflejaba en la alfombra y en las piernas de la gente. Me gustaba la luz del sol. Las piernas de la gente no eran interesantes, no eran como el trozo de mantel que colgaba, ni como la pata de la mesa, ni como la luz del sol.
Luego no hay nada… luego un árbol de Navidad. Velas. Adornos de aves: aves con pequeños racimos de frutas en sus picos. Una estrella. Dos personas mayores peleándose, gritando. Gente comiendo, siempre gente comiendo. Yo también. Mi cuchara estaba doblada de tal forma que si quería comer, tenía que cogerla con mi mano derecha. Si la cogía con la izquierda, se apartaba de mi boca. Yo quería cogerla con la izquierda.
Dos personas: una más grande, con pelo rizado, una narizota, una boca enorme, mucha ceja; siempre parecía estar furiosa, gritando cada dos por tres. La persona más pequeña era tranquila, de cara redonda, más pálida, con grandes ojos. Yo las temía a las dos. Algunas veces había una tercera, una persona gorda que llevaba vestidos con un lazo en el cuello. Llevaba un gran broche, y tenía muchas verrugas en la cara con pequeños pelos saliendo de ellas. «Emily», la llamaban. Esta gente no parecía feliz de estar junta. Emily era la abuela, la madre de mi padre. El nombre de mi padre era «Henry». El de mi madre, «Katherine». Yo nunca los llamaba por su nombre. Yo era «Henry Junior». Esta gente hablaba en alemán la mayor parte del tiempo, y al principio yo también.
La primera cosa que recuerdo haberle oído decir a mi abuela fue: «¡Os enterraré a todos!» Lo dijo por primera vez un día antes de la comida y luego lo repetiría muchas veces, siempre antes de que empezáramos a comer. La comida parecía algo muy importante. Comíamos carne en salsa con puré de patata, especialmente los domingos. También comíamos rosbif, salchichas con chucrut, guisantes, ruibarbo, zanahorias, espinacas, judías verdes, pollo, albóndigas con spaguetti, algunas veces también con ravioli, y cebollas cocidas, espárragos, y todos los domingos pastel de fresas con helado de vainilla. Para desayunar tomábamos tostadas con salchichas, o tortitas con bacon y huevos revueltos. Y siempre café. Pero lo que recuerdo sobre todo es la carne en salsa con puré de patata y mi abuela Emily diciendo: «¡Os enterraré a todos!»
Nos solía visitar a menudo después de que viniésemos a América, cogiendo el tranvía rojo de Pasadena a Los Angeles. Nosotros sólo la íbamos a ver en contadas ocasiones, viajando en el Ford T.
A mí me gustaba la casa de la abuela. Era un edificio pequeño cubierto por la sombra de una verdadera masa de árboles. Emily tenía a todos sus canarios en diferentes jaulas. Recuerdo sobre todo una visita. Aquella tarde ella fue cubriendo todas las jaulas con fundas de tela para que los pájaros pudieran dormir. La gente estaba sentada y charlaba. Había un piano, y yo me senté en el piano y empecé a pulsar las teclas y a escuchar su sonido mientras la gente hablaba. Me gustaba sobre todo el sonido de las teclas del extremo, donde apenas tenían sonido. Su sonido era como el de dos pedacitos de hielo chocando entre sí.
—¿Te quieres estar quieto? —dijo mi padre a voz en grito.
—Deja al chico que toque el piano —dijo mi abuela. Mi madre sonrió.
—Este chico es un caso —dijo mi abuela—. Cuando traté de levantarle para darle un beso, fue y me pegó un golpe en plena nariz.
Siguieron hablando y yo seguí tocando el piano.
—¿Por qué no afinas ese aparato? —preguntó mi padre.
Entonces me dijeron que íbamos a ir a ver a mi abuelo. Mi abuelo y mi abuela no vivían juntos. Me dijeron que mi abuelo era un mal hombre, que le apestaba el aliento.
—¿Por qué le apesta el aliento? No me contestaron.
—¿Por qué le apesta el aliento?
—Porque bebe.
Subimos en el Ford T y fuimos a ver a mi abuelo Leonard. Cuando llegamos, él estaba de pie en el porche de su casa. Era viejo, pero se mantenía muy firme. Había sido oficial en Alemania y se había venido a América después de oír que las calles estaban asfaltadas con oro. No lo estaban, así que montó una empresa de construcción.
La otra gente no salió del coche. Mi abuelo me hizo señas con un dedo. Alguien abrió la puerta del coche, yo salí y me acerqué hacia él. Su cabello era largo y de un color blanco puro, y su barba era también larga y de una blanca pureza, y a medida que me acercaba pude ver que sus ojos eran brillantes, como luces azules observándome. Me detuve a cierta distancia de él.
—Henry —me dijo—, tú y yo nos conocemos. Entra en casa.
Me tendió la mano. Al acercarme, pude sentir el olor de su aliento. Era muy fuerte, pero de cualquier forma él era el hombre más hermoso que había visto nunca, y yo no tenía miedo.
Entré en su casa con él. Me llevó hasta una silla.
—Siéntate, por favor. Me alegro mucho de verte.
Entró en otro cuarto. Entonces salió con una pequeña caja de hojalata.
—Es para ti. Ábrela.
Tenía problemas con el cierre, no podía abrirla.
—Espera —dijo—, déjame a mí.
Soltó el cierre y me devolvió la caja. Levanté la tapa y vi la cruz, una cruz de hierro alemana con distintivo.
—Oh, no —dije yo—, no puedo aceptarla.
—Es tuya —dijo él—, no es más que una vieja condecoración.
—Gracias.
—Será mejor que te vayas ya, deben estar preocupados.
—Está bien. Adiós.
—Adiós, Henry. No, espera…
Me detuve. El buscó en uno de sus bolsillos con un par de dedos, mientras sostenía una larga cadenilla de oro con su otra mano. Entonces me dio su reloj de bolsillo de oro, con la cadena.
—Gracias, abuelo…
Ellos estaban esperando afuera. Yo subí al coche y partimos. Hablaron de muchas cosas durante el viaje. Siempre estaban hablando, y no pararon en todo el camino hasta casa de mi abuela. Hablaron de muchas cosas, pero no dijeron ni una palabra de mi abuelo.
Recuerdo el Ford T. Te sentabas alto, y las aceras en movimiento resultaban amistosas, y en los días fríos, por las mañanas, y a veces en algún otro momento, mi padre tenía que colocar la manivela en la parte delantera del motor y hacerla girar un buen número de veces hasta conseguir hacerlo arrancar.
—Un hombre se puede partir el brazo haciendo esto. Pega unas coces como las de un caballo.
Los domingos, cuando no nos visitaba la abuela, nos íbamos de excursión con el Ford T. A mis padres les gustaban las fincas de naranjales, millas y millas de naranjos bordeando el camino, siempre florecidos o llenos de fruta. Mis padres llevaban una cesta de picnic y una neverita portátil. En la neverita iban botes de fruta helados, y en la cesta sandwiches de salami y mortadela, patatas fritas, plátanos y gaseosa. La gaseosa tenía que ser continuamente transportada de la neverita a la cesta, y viceversa, porque se congelaba muy rápidamente y había que sacarla de vez en cuando.
Mi padre fumaba cigarrillos Camel y conocía muchos juegos y trucos con los paquetes de Camel. ¿Cuántas pirámides hay aquí? Contadlas, vamos. Las contábamos y luego nos mostraba que había más.
Tenía también trucos sobre las jorobas de los camellos y acerca de las palabras escritas en el paquete. Los cigarrillos Camel eran cigarrillos mágicos.
Hubo un domingo en particular que recuerdo perfectamente. La cesta de picnic estaba vacía. Aún así seguíamos viajando a través de las plantaciones de naranjos, alejándonos más y más de nuestra ciudad.
—Papá —dijo mi madre—. ¿No crees que vamos a quedarnos sin gasolina?
—No, vamos bien de gasolina.
—¿A dónde vamos?
—¡Voy a coger unas cuantas naranjas!
Mi madre se quedó sentada muy rígida mientras seguíamos la marcha. Entonces mi padre se fue a un lado de la carretera, aparcó cerca de una valla de alambre y nos quedamos allí quietos escuchando. Luego mi padre abrió la puerta de una patada y salió.
—Coge la cesta. Saltamos la valla.
—Seguidme —dijo mi padre.
Entonces nos vimos entre dos hileras de naranjos, a cubierto del sol por ramas y hojas. Mi padre se paró y comenzó a coger naranjas de las ramas más bajas del árbol más cercano. Parecía estar furioso, arrancando las naranjas del árbol, y las ramas parecían también enfurecidas, saltando arriba y abajo. Lanzaba las naranjas a la cesta del picnic, que sostenía mi madre. A veces fallaba y yo recogía las naranjas del suelo y las metía en la cesta. Mi padre iba de árbol en árbol, arrancando las naranjas de las ramas más bajas, arrojándolas a la cesta de forma frenética.
—Papá, ya tenemos bastantes —dijo mi madre.
—Y un cojón. Siguió arrancando.
Entonces apareció un hombre, un hombre muy alto. Llevaba una escopeta.
—Muy bien, capullo. ¿Qué crees que estás haciendo?
—Estoy cogiendo unas naranjas. Aquí hay naranjas de sobra.
—Estas son mis naranjas. Y ahora escucha, dile a tu mujer que las eche al suelo.
—Hay un jodido montón de naranjas por aquí. Usted no va a echar en falta unas pocas jodidas naranjas.
—No voy a echar en falta ninguna naranja. Dile a tu mujer que las eche al suelo.
El hombre apuntó a mi padre con su escopeta.
—Échalas —le dijo mi padre a mi madre. Las naranjas rodaron por el suelo.
—Ahora —dijo el hombre—, largaos de mi plantación.
—Usted no tiene necesidad de todas estas naranjas.
—Yo sé lo que necesito. Fuera de aquí.
—¡Deberían colgar a los tipos como usted!
—Yo soy la ley aquí. ¡Fuera he dicho!
El hombre volvió a levantar la escopeta. Mi padre se dio la vuelta y comenzó a andar hacia afuera. Nosotros le seguimos y el hombre nos escoltó. Subimos al coche, pero era una de esas veces que no arrancaba ni a la de tres. Mi padre salió del coche para usar la manivela. Le dio un par de veces y no arrancó. Mi padre estaba empezando a sudar. El hombre permanecía de pie al borde de la carretera.