—Es el pequeño Henry.
—Es igualito que tú.
—Sin embargo, no tiene mi cerebro.
—Espero que no.
Pedimos el desayuno. Tomamos huevos con bacon. Mientras comíamos, mi padre me dijo:
—Ahora viene lo duro.
—¿El qué?
—Tengo que cobrar el dinero que me debe la gente. Hay algunos que no quieren pagar.
—Pero tienen que pagar.
—Eso es lo que les digo.
Acabamos de comer y nos pusimos de nuevo en marcha. Mi padre se bajaba y llamaba a las puertas. Le podía oír quejándose en voz alta:
—¿Cómo coño cree que voy a comer yo? ¡Ustedes se han tragado la leche, ahora tienen que cagar el dinero!
Cada vez usaba una frase diferente. A veces volvía con el dinero, otras veces no.
Entonces le vi entrar en un complejo de bungalows. Se abrió una puerta y apareció una mujer vestida con un kimono de seda medio abierto. Estaba fumando un cigarrillo.
—Oye, nena, tengo que conseguir el dinero. ¡Me debes más que nadie!
Ella se rió.
—Mira, nena, dame la mitad, una señal, algo que enseñar.
Ella expulsó un anillo de humo, extendió la mano y lo rompió con un dedo.
—Oye, tienes que pagarme —insistió mi padre—, esta es una situación desesperada.
—Entra y hablaremos de ello —dijo la mujer.
Mi padre entró y se cerró la puerta. Estuvo allí un buen rato. El sol ya estaba muy alto. Cuando salió, le caía el pelo por la cara y se estaba metiendo los faldones de la camisa dentro de los pantalones. Subió a la camioneta.
—¿Te dio esa mujer el dinero? —pregunté yo.
—Esta ha sido la última parada —dijo mi padre—, ya no puedo más. Vamos a dejar el camión y volveremos a casa…
Yo iba a volver a ver otra vez a aquella mujer. Un día volví del colegio y ella estaba sentada en una silla en el recibidor de casa. Mis padres también estaban allí sentados, y mi madre estaba llorando. Cuando mi madre me vio, se levantó y vino corriendo hacia mí, me abrazó. Me llevó al dormitorio y me sentó en la cama.
—Henry, ¿quieres a tu madre?
Yo la verdad es que no la quería, pero la vi tan triste que le dije que sí. Ella me volvió a sacar al recibidor.
—Tu padre dice que quiere a esta mujer —me dijo.
—¡Os quiero a las dos! ¡Y llévate a este niño de aquí!
Sentí que mi padre estaba haciendo muy desgraciada a mi madre.
—Te mataré —le dije a mi padre.
—¡Saca a este niño de aquí!
—¿Cómo puedes amar a esa mujer? —le dije a mi padre—. Mira su nariz.
¡Tiene una nariz como la de un elefante!
—¡Cristo! —dijo la mujer—. ¡No tengo por qué aguantar esto! —Miró a mi padre—. ¡Elige, Henry! ¡O una, u otra! ¡Ahora!
—¡Pero no puedo! ¡Os quiero a las dos!
—¡Te mataré! —volví a decirle a mi padre.
Él vino y me dio una bofetada en la oreja, tirándome al suelo. La mujer se levantó y salió corriendo de la casa. Mi padre salió detrás suyo. La mujer subió de un salto en el coche de mi padre, lo puso en marcha y se fue calle abajo. Ocurrió todo muy deprisa. Mi padre bajó corriendo por la calle detrás del coche:
—¡Edna! ¡Edna, vuelve!
Mi padre llegó a alcanzar el coche, metió el brazo por la ventanilla y agarró el bolso de Edna. Entonces el coche aceleró y mi padre se quedó con el bolso.
—Sabía que estaba ocurriendo algo —me dijo mi madre—, así que me escondí en la camioneta y los pillé juntos. Tu padre me trajo aquí de vuelta con esa mujer horrible. Ahora ella se ha llevado su coche.
Mi padre regresó con el bolso de Edna.
—¡Todo el mundo dentro de casa!
Entramos dentro, mi padre me encerró en mi cuarto y los dos se pusieron a discutir. Era a voz en grito y muy desagradable. Entonces mi padre empezó a pegar a mi madre. Ella gritaba y él no dejaba de pegarla. Yo salí por la ventana e intenté entrar por la puerta principal. Estaba cerrada. Lo intenté por la puerta trasera, por las ventanas. Todo estaba cerrado. Me quedé en el patio de atrás y escuché los gritos y los golpes.
Entonces hubo silencio y todo lo que pude oír fue a mi madre sollozando. Lloró durante un buen rato. Gradualmente fue a menos hasta que cesó.
Estaba en el 4º grado cuando lo descubrí. Probablemente fui uno de los últimos en saberlo, porque todavía seguía sin hablar con nadie. Un chaval se me acercó mientras estaba parado en un rincón durante el recreo.
—¿No sabes cómo se hace? —me preguntó.
—¿El qué?
—Joder.
—¿Qué es eso?
—Tu madre tiene un agujero… —hizo un círculo con el pulgar y el índice de su mano derecha— y tu padre tiene una picha… —cogió el dedo índice de su mano izquierda y lo metió hacia delante y atrás por el agujero—. Entonces la picha de tu padre echa jugo y unas veces tu madre tiene un bebé y otras no.
—A los bebés los hace Dios —dije yo.
—Y una mierda —contestó el chaval, y se fue.
Era difícil para mí creerlo. Cuando se acabó el recreo me senté en clase y pensé acerca de ello. Mi madre tenía un agujero y mi padre tenía una picha que echaba jugo. ¿Cómo podían tener cosas como esas y andar por ahí como si todo fuera normal, hablando de las cosas, y luego haciendo eso sin contárselo a nadie? Me dieron verdaderas ganas de vomitar al pensar que yo había salido del jugo de mi padre.
Aquella noche, después de que se apagasen las luces, me quedé despierto en la cama escuchando. Claramente, empecé a escuchar sonidos. Su cama comenzó a rechinar. Podía oír los muelles. Salí de la cama, me acerqué de puntillas a su cuarto y escuché. La cama seguía produciendo sonidos. Entonces se paró. Volví corriendo a mi habitación. Oí a mi madre ir al baño. Oí que tiraba de la cadena y luego salía.
¡Qué cosa más terrible! ¡No importaba que lo hicieran en secreto! ¡Y pensar que todo el mundo lo hacía! ¡Los profesores, el director, todo el mundo! Era bastante estúpido. Entonces pensé en hacerlo con Lila Jane y no me pareció tan estúpido.
Al día siguiente en clase no dejé de pensar en ello. Miraba a las niñas y me imaginaba haciéndolo con ellas. Lo haría con todas ellas y fabricaría bebés. Llenaría el mundo de chicos como yo, grandes jugadores de baseball, bateadores infalibles. Aquel día, un poco antes de acabar la clase, la profesora, la señora Westphal, dijo:
—Henry, ¿puedes quedarte cuando se acabe la clase?
Sonó el timbre y los otros niños se fueron. Yo me quedé sentado en mi pupitre y esperé. La señora Westphal estaba corrigiendo papeles. Pensé, tal vez quiere hacerlo conmigo. Me imaginé subiéndole el vestido y mirando su agujero.
—Bueno, señora Westphal, estoy listo.
Ella levantó la mirada de sus papeles.
—De acuerdo, Henry, primero borra la pizarra. Luego saca los borradores y límpialos.
Hice lo que me dijo, luego me volví a sentar en mi pupitre. La señora Westphal siguió allí corrigiendo papeles. Llevaba un vestido azul muy ajustado, unos grandes pendientes dorados, tenía una nariz pequeña y usaba gafas sin montura. Esperé y esperé. Entonces dije:
—¿Señora Westphal, por qué me ha hecho quedarme después de clase?
Ella levantó la vista y me miró. Sus ojos eran verdes y profundos.
—Te he hecho quedarte después de clase porque a veces eres malo.
—¿Ah, sí? —sonreí.
La señora Westphal me miró. Se quitó las gafas y siguió mirándome. Sus piernas estaban detrás del escritorio. No podía mirar por debajo de su vestido.
—Hoy no has prestado atención, Henry.
—¿Ah, no?
—No, y no uses ese tono. ¡Estás hablando con una dama!
—Oh, ya veo…
—¡No te hagas el gracioso!
—Lo que usted diga.
La señora Westphal se levantó y salió de detrás de su escritorio. Vino por el pasillo y se sentó en el pupitre de al lado. Tenía unas piernas largas y bonitas enfundadas en medias de seda. Me sonrió, extendió una mano y me tocó la muñeca.
—Tus padres no te dan mucho cariño, ¿verdad?
—No me hace falta —dije.
—Henry, todo el mundo necesita cariño.
—Yo no necesito nada.
—Pobre niño.
Se levantó, vino hasta mi pupitre y lentamente cogió mi cabeza entre sus manos. Se inclinó y la apretó contra sus pechos. Yo eché la mano y cogí sus piernas.
—¡Henry, tienes que dejar de pelearte con todo el mundo! Queremos ayudarte.
Agarré con más fuerza las piernas de la señora Westphal.
—¡De acuerdo, vamos a joder!
La señora Westphal me apartó y se enderezó.
—¿Qué has dicho?
—He dicho «¡Vamos a joder!».
Me miró durante un buen rato. Entonces dijo:
—Henry, no le voy a contar jamás a nadie lo que acabas de decir, ni al director, ni a tus padres, ni a nadie. Pero quiero que nunca, nunca vuelvas a decirme eso otra vez. ¿Entiendes?
—Entiendo.
—Está bien. Ahora puedes irte a casa.
Me levanté y fui hacia la puerta. Cuando la abrí, la señora Westphal dijo:
—Buenas tardes, Henry.
—Buenas tardes, señora Westphal.
Bajé caminando por la calle, reflexionando. Me había parecido que ella quería joder, pero tenía miedo porque yo era demasiado joven para ella y mis padres o el director podían descubrirlo. Había sido excitante quedarme a solas con ella en la clase. Esta cosa de joder estaba bien. Le daba a la gente cosas extra en que pensar.
Camino de casa había que cruzar una ancha avenida. Cogí el paso de peatones. De repente apareció un coche que venía directo hacia mí. No disminuyó la velocidad. Iba de un lado a otro salvajemente. Traté de apartarme de su camino pero parecía que me seguía. Vi los faros, las ruedas, el parachoques. El coche me atropello y entonces todo fue oscuridad…
Más tarde, en el hospital, me estaban frotando las rodillas con pedazos de algodón empapados en algo. Me ardían. Mis codos también me ardían.
El doctor estaba inclinado sobre mí junto a una enfermera. Yo estaba en la cama y el sol pasaba a través de una ventana.
Todo parecía muy plácido. El doctor me sonrió. La enfermera se incorporó y me sonrió. Se estaba bien allí.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó el doctor.
—Henry.
—¿Henry qué?
—Chinaski.
—¿Polaco, eh?
—Alemán.
—¿Por qué nadie quiere ser polaco?
—Yo nací en Alemania.
—¿Dónde vives? —me preguntó la enfermera.
—Con mis padres.
—¿De verdad? —dijo el doctor—. ¿Y dónde es eso?
—¿Qué les ha pasado a mis codos y mis rodillas?
—Te atropello un coche. Por suerte, no te pillaron las ruedas. Los testigos dicen que parecía estar borracho. Te dio y salió huyendo. Pero anotaron su matrícula. Le cogerán.
—Tiene una enfermera muy guapa… —dije.
—Oh, gracias —dijo ella.
—¿Quieres una cita con ella? —preguntó el doctor.
—¿Qué es eso?
—¿Quieres salir con ella? —dijo el doctor.
—No sé si lo podría hacer con ella. Soy demasiado joven.
—¿Hacer qué?
—Ya sabe.
—Bueno —sonrió la enfermera—, ven a verme después de que se curen tus rodillas y veremos lo que se puede hacer.
—Perdona —dijo el doctor—, pero tengo que ver otro caso de accidente. Abandonó la habitación.
—Ahora —dijo la enfermera—, ¿puedes decirme en qué calle vives?
—Virginia Road.
—Dame el número, cariño.
Le di el número de la casa. Me preguntó si teníamos teléfono. Le dije que no me acordaba del número.
—Está bien —dijo ella—, lo encontraremos. Y no te preocupes. Has tenido suerte. Sólo te has llevado un golpe en la cabeza y unos raspones en las rodillas.
Era muy bonita, pero sabía que después de que se curasen mis rodillas no me querría volver a ver.
—Quiero quedarme aquí —dije.
—¿Qué? ¿Quieres decir que no quieres volver a casa con tus padres?
—No. Dejen que me quede aquí.
—No podemos hacer eso, cariño. Necesitamos estas camas para gente que está realmente enferma o herida.
Me sonrió y salió de la habitación.
Cuando llegó mi padre, entró directo en la habitación y sin una palabra me sacó de la cama. Salimos de la habitación y me llevó por el pasillo.
—¡Pequeño bastardo! ¿No te he enseñado a mirar a ambos lados antes de cruzar la calle?
Me llevó a rastras por el hall. Nos cruzamos con la enfermera.
—Adiós, Henry —dijo ella.
—Adiós.
Entramos en un ascensor con un viejo en una silla de ruedas. Una enfermera estaba detrás de él. El ascensor comenzó a descender.
—Creo que me voy a morir —dijo el viejo—. No quiero morir. Tengo miedo de morir…
—¡Ya has vivido bastante, viejo cabrón! —murmuró mi padre.
El viejo le miró asustado. El ascensor se paró. La puerta siguió cerrada. Entonces vi por primera vez al ascensorista. Se sentaba en un pequeño taburete. Era un enano vestido con un uniforme de color rojo brillante y con un gorrito también rojo.
El enano miró a mi padre:
—Señor —dijo—. ¡Es usted un loco repugnante!
—Macaco —contestó mi padre—, o abres la jodida puerta o te aplasto el culo.
La puerta se abrió. Fuimos hacia la salida. Mi padre me llevó en volandas a través del césped del hospital. Yo todavía llevaba puesto un camisón del hospital. Mi padre llevaba mi ropa en una bolsa. El aire me levantaba el camisón y podía ver mis rodillas peladas, sin vendar y pintadas con mercromina. Mi padre casi corría atravesando el césped.
—¡Cuando cojan a ese hijo de puta —dijo— le demandaré! ¡Le sacaré hasta el último penique! ¡Me mantendrá por el resto de su vida! ¡Estoy harto de la maldita camioneta de la leche! ¡Lechería el Estado dorado! ¡Estado dorado, mi culo peludo! Nos iremos a los Mares del Sur. ¡Viviremos de cocos y piña tropical!
Mi padre abrió la puerta del coche y me colocó en el asiento delantero. Luego él se sentó en su lado. Puso en marcha el coche.
—¡Odio a los borrachos! Mi padre era un borracho. Mis hermanos son unos borrachos. Los borrachos son débiles. Los borrachos son cobardes. ¡Y los borrachos que atropellan y huyen. Deberían ser encerrados por el resto de sus vidas!
Mientras conducíamos hacia casa siguió hablándome.
—¿Sabes que en los Mares del Sur los nativos viven en chozas de hierba? Se levantan por las mañanas y la comida les cae desde los árboles. Sólo tienen que cogerla y comerla, cocos y piñas tropicales. ¡Y los nativos creen que los hombres blancos son dioses! Pescan peces y asan jabalíes, y las chicas bailan y llevan faldas de hierba y dan masajes a los hombres detrás de las orejas. ¡Lechería el Estado dorado, mi culo peludo!