—¡Pon en marcha esa maldita caja de galletas! —gritó. Mi padre se dispuso a darle de nuevo a la palanca.
—No estamos en su propiedad. ¡Podemos estar aquí todo el tiempo que nos parezca!
—¡Y un carajo! ¡Saquen esa cosa de aquí, y rápido!
Mi padre accionó otra vez la manivela. El motor dio unos cuantos pufidos, luego se paró. Mi madre estaba sentada con la cesta de picnic vacía en su regazo. A mí me daba miedo mirar al hombre. Mi padre giró de nuevo la manivela y el motor arrancó. Montó de un salto en el coche y empezó a hacer la maniobra para salir.
—No vuelvan por aquí —dijo el hombre—, o la próxima vez no saldrán tan bien parados.
Mi padre salió con el Ford T. El hombre seguía de pie junto a la carretera.
Mi padre se puso a conducir muy deprisa. Entonces aminoró la marcha y dio un giro de noventa grados. Regresó a donde había estado de pie el hombre. Ya no estaba. Volvimos hacia la ciudad.
—Pienso regresar un día y ajustarle las cuentas a ese hijo de puta —dijo mi padre.
—Papá, tomaremos una buena cena esta noche. ¿Qué te gustaría? —
preguntó mi madre.
—Chuletas de cerdo —contestó él.
Nunca le había visto conducir tan deprisa.
Mi padre tenía dos hermanos. El más joven se llamaba Ben y el mayor se llamaba John. Los dos eran alcohólicos y mangantes. Mis padres hablaban a menudo de ellos.
—Ninguno de los dos vale para nada —decía mi padre.
—Vienes de una mala familia, papá —decía mi madre.
—¡Pues tu hermano tampoco vale para nada!
El hermano de mi madre vivía en Alemania. Mi padre hablaba a menudo mal de él.
Tenía otro tío, Jack, que, estaba casado con la hermana de mi padre, mi tía Elinore. Yo nunca había visto a ninguno de los dos porque se llevaban mal con mi padre.
—¿Ves esta cicatriz en mi mano? —preguntaba mi padre—. Bueno, ahí es donde me clavó Elinore un lápiz afilado cuando yo era casi un niño. La cicatriz nunca ha llegado a desaparecer.
A mi padre no le gustaba la gente. Yo tampoco le gustaba.
—Los niños deben ser vistos, pero no se les debe oír —me decía. Ocurrió un domingo por la tarde en que no estaba la abuela Emily.
—Deberíamos ir a ver a Ben —dijo mi madre—. Se está muriendo.
—Se llevó casi todo el dinero de Emily. Lo tiró en el juego, las mujeres y la bebida.
—Ya lo sé, papá.
—A Emily no le queda dinero para dejarnos cuando se muera.
—Deberíamos de todas formas ir a ver a Ben. Dicen que sólo le quedan dos semanas de vida.
—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Iremos!
Así que nos subimos en el Ford T y nos pusimos en marcha. Nos llevó tiempo, y mi madre tuvo que pararse a por flores. Era un viaje largo hacia las montañas. Llegamos a las colinas y cogimos la carretera de subida de la montaña. El tío Ben estaba en un sanatorio allá arriba, muriéndose de tuberculosis.
—A Emily le debe estar costando un montón de dinero el tener a Ben allí arriba.
—Puede que Leonard esté ayudando.
—Leonard no tiene nada. Se lo ha gastado todo en bebida y en el juego.
—A mí me gusta el abuelo Leonard —dije yo.
—A los chicos se les debe ver, pero no oír —dijo mi padre.
Luego siguió—: Ah, Leonard sólo era bueno con nosotros cuando estaba borracho. Bromeaba y nos daba dinero. Pero al día siguiente era el hombre más antipático y violento del mundo.
El Ford T subía muy bien la carretera de la montaña. El tiempo era claro y soleado.
—Aquí es —dijo mi padre. Metió el coche en el aparcamiento del sanatorio y nos apeamos. Seguí a mis padres al interior del edificio. Cuando entramos en su habitación, mi tío Ben estaba incorporado en la cama, mirando por la ventana. Se dio la vuelta y nos miró. Era un hombre muy guapo, delgado, de pelo moreno, y tenía ojos oscuros que relucían, brillaban con una luz resplandeciente.
—Hola, Ben —saludó mi madre.
—Hola, Katy. —Entonces me miró a mí—. ¿Este es Henry?
—Sí.
—Sentaos.
Mi padre y yo nos sentamos. Mi madre siguió de pie.
—Te hemos traído estas flores, Ben. No veo ningún jarrón.
—Son unas flores muy bonitas, gracias, Katy. No, no hay jarrón.
—Iré a buscar uno —dijo mi madre.
Salió de la habitación con las flores en la mano.
—¿Dónde están ahora todas tus novias, Ben? —preguntó mi padre.
—Vienen de vez en cuando.
—Seguro.
—Te digo que vienen de vez en cuando.
—Estamos aquí porque Katherine quería verte.
—Lo sé.
—Yo también quería verte, tío Ben. Creo que eres un hombre muy guapo.
—Como mi culo —dijo mí padre.
Mi madre entró en la habitación con las flores colocadas en un jarrón.
—Ya está. Las pondré en esta mesa junto a la ventana.
—Son unas flores muy bonitas, Katy. Mi madre se sentó.
—No podemos quedarnos mucho tiempo —dijo mi padre.
El tío Ben buscó bajo el colchón y su mano sacó un paquete de cigarrillos. Cogió uno, raspó una cerilla y lo encendió. Pegó una larga calada y expulsó el humo.
—Sabes que no puedes fumar cigarrillos —dijo mi padre—. Sé cómo los consigues. Estas putas te los traen. Bueno, se lo pienso decir a los doctores y voy a hacer que no permitan venir a esas malditas prostitutas.
—No seas un mierda —protestó mi tío.
—¡Tengo el suficiente juicio como para quitarte ese cigarrillo de la boca! —dijo mi padre.
—Nunca has sido una buena persona —dijo mi tío.
—Ben —intervino mi madre—, no deberías fumar, te va a matar.
—He tenido una buena vida —dijo mi tío.
—Nunca has tenido una buena vida —dijo mi padre—. Todo el día vagueando, pidiendo dinero prestado, yendo de putas, emborrachándote. ¡No has trabajado un solo día en toda tu vida! ¡Y ahora te estás muriendo a los veinticuatro años!
—No ha estado mal —dijo mi tío. Le pegó otra calada al Camel, luego echó el humo.
—Vámonos de aquí —dijo mi padre—. ¡Este tipo está loco! Mí padre se levantó. Luego se levantó mi madre. Luego yo.
—Adiós, Katy —dijo mi tío—, y adiós, Henry—. Me miró para indicar a qué Henry se refería.
Seguimos a mi padre por los pasillos del sanatorio y salimos al aparcamiento hasta el Ford T. Subimos, se puso en marcha y comenzamos el viaje montaña abajo por la serpenteante carretera.
—Deberíamos habernos quedado un rato más —dijo mi madre.
—¿No sabes que la tuberculosis es contagiosa? —dijo mi padre.
—A mí me parece un hombre muy guapo —intervine yo. —Es la enfermedad —dijo mi padre—. Les da ese aspecto.
Y además de la tuberculosis, ha cogido también muchas otras cosas.
—¿Qué cosas? —pregunté yo.
—No te lo puedo decir —contestó mi padre. Siguió manejando el volante del Ford T bajando por la tortuosa carretera de montaña mientras yo me preguntaba qué había querido decir.
Era también un domingo cuando nos subimos en el Ford T para ir a buscar a mi tío John.
—No tiene ninguna ambición —dijo mi padre—. No sé cómo como puede levantar la maldita cabeza y atreverse a mirar a la gente a los ojos.
—Me gustaría que dejara de mascar tabaco —dijo mi madre—. Lo escupe por todas partes.
—Si todos los hombres de este país fueran como él, los jodidos chinos se hubieran adueñado de todo y nosotros llevaríamos las lavanderías…
—John nunca tuvo una oportunidad —dijo mi madre—. Se fue de casa muy pronto. Al menos tú tienes una educación de bachillerato.
—Universitaria —corrigió mi padre.
—¿Dónde? —preguntó mi madre.
—En la Universidad de Indiana.
—Jack me dijo que sólo habías hecho el bachillerato.
—Jack es el que únicamente hizo el bachillerato. Por eso no hace más que de jardinero en las casas de los ricos.
—¿Podré ver alguna vez a mi tío Jack? —pregunté yo.
—Primero vamos a ver si podemos encontrar a tu tío John —dijo mi padre.
—¿Es verdad que los chinos quieren apoderarse del país? —pregunté.
—Esos demonios amarillos llevan siglos esperando para conseguirlo. Lo que les ha parado es que han estado demasiado ocupados luchando con los japoneses.
—¿Quienes son mejores luchadores, los chinos o los japoneses?
—Los japoneses. El problema es que hay demasiados chinos. En cuanto matas a un chino, se divide por la mitad y se convierte en dos chinos.
—¿Por qué tienen la piel amarilla?
—Porque en vez de beber agua se beben su propio pis.
—¡Papá, no le digas esas cosas al niño!
—Entonces dile que deje de hacer preguntas.
Viajamos en el coche a través del cálido día de Los Angeles. Mi madre llevaba uno de sus vestidos bonitos y un sombrero de fantasía. Cuando mi madre iba bien vestida, siempre se mantenía muy recta, con el cuello muy rígido.
—Me gustaría que tuviésemos dinero suficiente para ayudar a John y a su familia —dijo mi madre.
—No es culpa mía si no tiene ni siquiera un orinal para mear —contestó mi padre.
—Papá, John estuvo en la guerra, igual que tú. ¿No crees que se merece algo?
—Nunca llegó a nada. Yo por lo menos llegué a sargento de primera.
—Henry, todos tus hermanos no pueden ser como tú.
—¡No se esfuerzan en nada! ¡Creen que pueden vivir del aire!
Seguimos todavía un buen trecho. El tío John vivía en un pequeño complejo. Subimos por la resquebrajada acera hasta un porche medio ruinoso y mi padre llamó al timbre. No sonó. Pegó entonces unos fuertes golpes en la puerta.
—¡Abran a la policía! —gritó.
—¡Papá, no hagas esas cosas! —dijo mi madre.
Después de lo que pareció un largo rato, la puerta se abrió un poco. Luego se abrió más y pudimos ver a mi tía Anna. Era muy flaca, tenía las mejillas hundidas y ojeras en los ojos, muy oscuras. Su voz era como un hilo.
—Oh, Henry… Katherine… entrad, por favor…
La seguimos adentro. Había muy pocos muebles. Una mesa con cuatro sillas y dos camas. Mis padres se sentaron en dos sillas. Dos niñas, Katherine y Betsy (no me enteré de sus nombres hasta más tarde) estaban en el fregadero turnándose para rebanar manteca de cacahuete de un frasco prácticamente vacío.
—Estábamos justo almorzando —dijo mi tía Anna.
Las niñas se acercaron con unos pequeños restos de manteca de cacahuete que untaban en unos pedazos de pan duro. Siguieron examinando la jarra, raspando con un cuchillo.
—¿Dónde está John? —preguntó mi padre.
Mi tía se sentó desmayadamente. Parecía muy débil, muy pálida. Su vestido estaba sucio, su pelo despeinado, cansado, triste.
—Hemos estado esperándole. Hace tiempo que no sabemos de él.
—¿A dónde fue?
—No sé. Se fue en su motocicleta.
—Todo lo que hace —dijo mi padre— es pensar en su motocicleta.
—¿Este es Henry Jr.?
—Sí.
—Lo único que hace es mirar. Qué callado es.
—Así es como queremos que sea.
—Agua quieta corre profunda.
—No en este caso. Lo único que le corre profundo son los agujeros de las orejas.
Las dos niñas cogieron sus rebanadas de pan, salieron fuera y se sentaron en el porche a comerlas. No nos hablaron para nada. Pensé que eran bonitas. Eran flacas como su madre, pero aún guapas.
—¿Cómo estás tú, Anna? —preguntó mi madre.
—Bien.
—Anna, no tienes buen aspecto. Creo que necesitas alimentarte.
—¿Por qué no se sienta tu hijo? Siéntate, Henry.
—Prefiere estar de pie —dijo mi padre—. Así se hace mas fuerte. Se está preparando para combatir a los chinos.
—¿No te gustan los chinos? —me preguntó mi tía.
—No —contesté.
—Bueno, Anna —dijo mi padre—. ¿Cómo van las cosas?
—Bastante mal, la verdad… El casero no para de pedirnos el alquiler. Se pone muy desagradable. Me asusta. No sé qué hacer.
—He oído que la policía anda detrás de John —dijo mi padre.
—No hizo nada grave.
—¿Qué hizo?
—Cogió algunas monedas de una caja.
—¿Monedas? ¡Cristo! ¿Qué clase de ambición es esa?
—John no quiere realmente hacer nada malo.
—Me parece a mí que no quiere hacer nada de nada.
—Lo haría si pudiera.
—Ya. ¡Y si las ranas tuvieran alas no tendrían que pegar saltos para levantar el culo!
Entonces se hizo un silencio y seguimos allí quietos. Yo me volví y miré afuera. Las niñas se habían ido del porche.
—Ven a sentarte, Henry —dijo mi tía Anna. Yo seguí allí de pie.
—Gracias, estoy bien así.
—Anna —dijo mi madre— ¿estás segura de que John va a volver?
—Volverá cuando se canse de las zorras —dijo mi padre.
—John quiere a sus hijas —dijo Anna.
—He oído que los polis andan detrás de él por algo más.
—¿Qué?
—Por violación.
—¿Violación?
—Sí, Anna, eso he oído. Iba un día con su motocicleta y se encontró a una chica haciendo auto-stop. La montó tras él y en mitad del camino John vio de repente un garaje vacío. Se metió allí, cerró la puerta y violó a la chica.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Que cómo lo sé? La policía vino a verme y me lo dijo, me preguntaron dónde estaba.
—¿Se lo dijiste?
—¿Para qué? ¿Para que lo metiesen en la cárcel y así se evadiese de sus responsabilidades? Eso quisiera él.
—Yo no lo veo así.
—No pensarás que yo estoy por la violación…
—A veces un hombre no puede evitar lo que hace.
—¿Qué?
—Me refiero a que, después de tener a las niñas y con este tipo de vida, con las preocupaciones y todo lo demás… yo ya no tengo un buen aspecto. El vio a una joven, le gustó… ella montó en su moto, ya sabes, le rodeó con los brazos…
—¿Qué? —dijo mi padre—. ¿Te gustaría a ti que te violasen?
—Supongo que no.
—Bueno, pues estoy seguro de que a la chica tampoco le gustó.
Apareció una mosca y se puso a dar vueltas alrededor de la mesa. La observamos.
—Aquí no hay nada que comer —dijo mi padre—. Esta mosca ha venido al lugar equivocado.
La mosca comenzó a hacerse más pesada. Daba vueltas más cerradas y no paraba de zumbar. Cuanto más cerradas eran sus vueltas, más fuerte se hacía su zumbido.
—¿No le dirás a la policía que John puede que venga a casa? —le preguntó mi tía a mi padre.
—No pienso dejar que se libre del anzuelo tan fácilmente —dijo mi padre. La mano de mi madre hizo un brusco movimiento. Se cerró y volvió a bajar a la mesa.