Lila Jane era una niña de mi edad que vivía en la casa de al lado. Todavía no me dejaban jugar con los niños del vecindario, pero quedarse sentado en el dormitorio era una estupidez. Salía y daba un paseo por el patio de atrás, mirando las cosas, sobre todo a los bichos. O me sentaba en la hierba e imaginaba cosas. Una de las cosas que me imaginaba era que me convertía en un gran jugador de baseball, tan fantástico que podía pegarle a la bola cada vez que bateaba, o una vuelta completa a la cancha cada vez que me daba la gana. Pero a veces fallaba para desorientar al otro equipo. Le pegaba a la bola cuando veía el momento. Una temporada, por el mes de julio, sólo llevaba 139 golpes y una vuelta completa.
Henry Chinaski está acabado
, decían los periódicos. Entonces empecé a pegarle, ¡Y cómo le daba! Una vez hice 16 vueltas de una sola vez. Otra vez hice 24 carreras en un partido. Al finalizar la temporada llevaba 523 golpes.
Lila Jane era una de las niñas más guapas que había visto en el colegio. Era una de las más bonitas, y vivía en la casa de al lado. Un día, cuando yo estaba en el patio de atrás, ella se asomó por la valla y se quedó mirándome.
—¿Tú no juegas con los otros niños, verdad?
La miré. Tenía una larga cabellera pelirroja y ojos marrón oscuro.
—No —contesté.
—¿Por qué no?
—Ya los veo lo suficiente en el colegio.
—Yo me llamo Lila Jane —dijo ella.
—Yo Henry.
Siguió mirándome y yo seguí sentado en la hierba mirándola. Entonces dijo:
—¿Quieres verme las bragas?
—Bueno.
Se levantó el vestido. Las bragas eran limpias y de color rosa. Tenían buena pinta. Siguió con el vestido levantado y entonces se dio la vuelta para que pudiese verla por detrás. Su trasero tenía muy buena pinta. Entonces se bajó el vestido.
—Adiós —dijo, y se fue.
—Adiós.
Ocurría cada tarde.
—¿Quieres ver mis bragas?
—Bueno.
Las bragas eran casi siempre de diferente color, y cada vez tenían mejor aspecto.
Una tarde, después de que Lila Jane me enseñara las bragas, yo dije:
—Vamos a dar un paseo.
—Está bien —dijo ella.
Nos encontramos en la parte delantera y bajamos juntos por la calle. Era realmente bonita. Caminamos sin decir nada hasta que llegamos a un solar vacío. La vegetación era alta y verde.
—Vamos a entrar en el solar —dije.
—Vale —dijo Lila Jane.
Entramos por entre las altas hierbas.
—Enséñame otra vez las bragas.
Se levantó el vestido. Bragas azules.
—Vamos a tumbarnos aquí —dije.
Nos tumbamos entre las hierbas, yo la cogí por el pelo y la besé. Entonces le subí el vestido y miré sus bragas. Le puse la mano en el culo y la besé de nuevo. Seguí besándola y agarrándole el culo. Estuvimos así durante un buen rato. Entonces dije:
—Vamos a hacerlo.
No estaba muy seguro de qué había que hacer, pero me daba cuenta de que había algo más.
—No, no puedo —dijo ella.
—¿Por qué no?
—Nos verán esos hombres.
—¿Qué hombres?
—¡Allí! —señaló.
Miré por entre las hierbas. Quizás a media manzana de distancia había unos cuantos obreros arreglando la calle.
—¡No nos pueden ver!
—¡Sí que pueden! Me levanté.
—¡Maldita sea! —dije, salí fuera del solar y volví a casa.
Durante un tiempo no volví a ver a Lila Jane por las tardes. No importaba. Era la temporada de fútbol y yo era, en mi imaginación, un gran medio trasero. Podía lanzar el balón a 50 metros y patearlo a 40. Pero rara vez teníamos que patearlo, no cuando yo llevaba el balón. Era mejor correr sorteando hombretones. Yo los arrasaba. Hacían falta cinco o seis hombres para placarme. Algunas veces, como en el baseball, me compadecía de ellos y me dejaba placar habiendo avanzado sólo ocho o diez metros. Entonces normalmente me lesionaban, gravemente, y me tenían que sacar del campo. Mi equipo se hundía, digamos 40 a 17, y cuando faltaban tres o cuatro minutos para el final, yo volvía al campo, furioso de haber sido lesionado. Cada vez que cogía el balón corría de una tirada hasta la línea de fondo. ¡Cómo me vitoreaba la multitud! Y en defensa placaba continuamente, interceptaba cada pase. Estaba en todas partes. ¡Chinaski, la Furia! A punto de pitar el final, cogía el balón en nuestra línea de fondo. Corría hacia adelante, hacia un lado, hacia detrás. Evitaba blocaje tras blocaje. Saltaba por encima de los rivales caídos. No recibía el menor apoyo. Mi equipo era un puñado de mariquitas. Finalmente, con cinco hombres colgando de mí, yo me resistía a caer y los arrastraba hasta la línea de fondo, marcando el gol del triunfo en el momento en que se acababa el partido.
Una tarde vi como un chico bastante grande entraba en nuestro patio trasero saltando la valla. Se quedó mirándome. Era alrededor de un año mayor que yo y no era de mi colegio.
—Soy del colegio Marmount —dijo.
—Será mejor que te vayas de aquí —dije—. Mi padre está a punto de venir.
—¿De veras? Me levanté.
—¿Qué haces aquí?
—He oído que los del colegio Delsey pensáis que sois muy duros.
—Ganamos todos los juegos ínter-escolares.
—Es porque hacéis trampas. En Marmount no nos gustan los tramposos. Llevaba una vieja camisa azul, desabotonada a medias. Llevaba una muñequera de cuero en su brazo izquierdo.
—¿Piensas que eres duro? —me preguntó.
—No.
—¿Qué tienes en tu garaje? Creo que cogeré algo de tu garaje.
—Vete de aquí.
Las puertas del garaje estaban abiertas y él fue hacia allí. Allí no había gran cosa. Encontró un viejo balón de playa desinflado y lo cogió.
—Creo que me quedaré con esto.
—Suéltalo.
—¡Trágatelo! —dijo y me lo lanzó a la cabeza. Yo me tambaleé. Vino desde el garaje hacia mí. Yo retrocedí y él me siguió por el patio.
—¡Los tramposos no prosperan! —dijo.
Me lanzó un golpe. Yo me eché hacia atrás. Pude sentir el aire de su puño pasando junto a mi cara. Cerré los ojos, me lancé hacia él y empecé a dar puñetazos. Conectaba golpes, a veces. Sentí que me pegaba, pero no hacía daño. Más que nada, estaba asustado. No podía hacer otra cosa más que seguir tirando puñetazos. Entonces oí una voz:
—¡Paraos ya!
Era Lila Jane. Estaba en mi patio. Los dos dejamos de pegarnos. Ella cogió una vieja lata de hojalata y se la arrojó al chico. Yo le pegué en mitad de la frente y me quedé expectante. El se quedó un momento quieto y luego salió corriendo, llorando y chillando. Salió por la puerta trasera, bajó por el callejón y desapareció. Por una latita de hojalata. Yo estaba sorprendido. Un chico grande como él llorando así. En Delsey teníamos un código. Hasta los más mierdas recibían las palizas sin abrir la boca. Esos tipos de Marmount no eran gran cosa.
—No tenías por qué haberme ayudado —le dije a Lila Jane.
—¡Te estaba pegando!
—No me hacía daño.
Lila Jane atravesó el patio corriendo, salió, entró en su patio y se metió en su casa.
Todavía le gusto, pensé yo.
En segundo y tercer grado seguí sin tener la oportunidad de jugar al baseball, pero sabía que de alguna manera me estaba convirtiendo en un buen jugador. Si alguna vez volvía a tener un bate en mis manos, sabía que mandaría la bola fuera de las instalaciones de la escuela. Un día estaba yo por ahí y se me acercó un profesor.
—¿Qué estás haciendo?
—Nada.
—Esta es la clase de Educación Física. Deberías estar participando. ¿Tienes algún impedimento?
—¿Qué?
—¿Te ocurre algo?
—No sé.
—Ven conmigo.
Me llevó hacia un grupo. Estaban jugando al kickball. El kickball era como el baseball, excepto que usaban un balón de fútbol. El pitcher lo hacía rodar hacía el círculo y tú le dabas una patada. Si salía volando y lo cogían en el aire, estabas fuera. Si salía liso por el campo o por encima de los contrarios, corrías todas las bases que podías.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó el profesor.
—Henry.
El se acercó al grupo.
—Bueno —dijo—, Henry va a jugar de recogedor en corto.
Eran de mi clase. Todos me conocían. Recogedor en corto era el puesto más difícil. Me coloqué. Sabía que me iban a hacer la puñeta. El pitcher hizo rodar el balón realmente despacio, y el primer tío lo pateó justo hacia mí. Vino muy fuerte, a la altura del pecho, pero no era problema. El balón era grande, puse las manos y lo cogí. Se lo lancé al pitcher. El siguiente tío hizo lo mismo. Esta vez vino un poco más alto. Y un poco más fuerte. Sin problema. Entonces Stanley Greensberg salió al círculo. Ya estaba. Mi suerte se había acabado. El pitcher hizo rodar el balón y Stanley le dio una patada. Vino hacia mí como una bala de cañón, a la altura de la cabeza. Quise agacharme pero no pude. El balón me pegó en las manos y lo sostuve. Lo cogí y lo hice rodar hacia el montículo del pitcher. Tres eliminaciones. Me fui al trote hacia un lateral. Al hacerlo, alguien se cruzó conmigo y dijo «¡Chinaski, el gran recogemierdas!».
Era el chico con vaselina en el pelo y los pelos en los agujeros de la nariz. Yo me volví:
—¡Eh! —dije. El se paró. Le miré—: No vuelvas a decirme nada.
Pude ver el miedo en sus ojos. Se fue hacia su puesto, yo salí y me apoyé en la valla mientras mi equipo cogía el turno de patear. Nadie se me acercó, pero no me importó. Estaba ganando terreno.
Era difícil entenderlo. Éramos los niños del colegio más pobre, teníamos los padres más pobres y menos educados, la mayoría de nosotros comía simple bazofia, y sin embargo uno por uno éramos mucho más grandes que cualquier chaval de los otros colegios de la ciudad. Nuestro colegio era famoso. Se nos temía.
Nuestro equipo de sexto grado les pegaba unas palizas de aquí te espero a todos los demás equipos de sexto grado de las otras escuelas. Especialmente en baseball. Con resultados de 14 a 1, 24 a 3, 19 a 2. Sabíamos darle a la pelota.
Un día, el equipo júnior campeón de la ciudad, el Miranda Bell, se enfrentó a nosotros. Se sacó dinero de alguna parte y cada uno de nuestros jugadores consiguió una gorra con una «D» blanca. Nuestro equipo tenía buena pinta con esas gorras. Cuando aparecieron los chicos de Miranda Bell, los campeones de 7º grado, nuestros muchachos de 6º grado sólo los miraron y se rieron. Éramos más grandes, teníamos un aspecto más duro, andábamos de diferente modo, sabíamos que los teníamos donde queríamos.
Los chicos del Miranda parecían muy educados. Eran muy tranquilos. Su pitcher era el mayor de todos. Consiguió eliminar a nuestros tres primeros bateadores, algunos de los mejores. Pero nosotros teníamos a Lowball Johnson. Lowball les devolvió la papeleta. La cosa siguió así, fallando por los dos lados, o pegando pequeños golpes ocasionales sin consecuencias, pero nada más. Entonces nos tocó batear por séptima vez. Beefcake Cappaletti enganchó una. Dios, ¡se pudo oír a kilómetros el golpe! La bola parecía que fuera a estrellarse contra el edificio de la escuela y romper una ventana. ¡Nunca había visto una bola volar así! Pegó en el mástil de la bandera junto al tejado y cayó. Una carrera completa fácil. Cappaletti pasó todas las bases y nuestros chicos tenían un aspecto magnífico con sus nuevas gorras azules con la «D» blanca.
Los chicos del Miranda se rajaron después de aquello. No sabían cómo recuperarse. Venían de un barrio rico, no sabían lo que significaba luchar por recuperarse. Nuestro siguiente muchacho hizo dos bases. ¡Cómo vitoreamos! La cosa estaba acabada. No podían hacer nada. El siguiente bateador hizo tres bases. Ellos cambiaron de pitcher. Consiguieron eliminar al siguiente de los nuestros. Luego el siguiente bateador hizo una base. Antes de que se nos acabara el turno habíamos hecho 9 carreras.
Los del Miranda no tuvieron oportunidad de batear en su turno. Los chicos de 5º grado se acercaron y les desafiaron a pelear. Incluso uno de 4.° grado entró corriendo y se enzarzó con uno de ellos. Los del Miranda cogieron sus bártulos y se fueron. Nosotros los corrimos por toda la calle.
No quedaba otra cosa que hacer, así que dos de los nuestros empezaron a pegarse. Era una buena pelea. Los dos tenían la nariz sangrando, pero se estaban dando buenos golpes cuando uno de los profesores que se había quedado a ver el partido los separó. No supo lo cerca que estuvo de recibir por su parte una buena paliza.
Una noche mi padre me llevó con él a hacer el reparto de leche. Ya habían quitado los carros de caballos. Ahora eran coches con motor. Después de cargar en la central lechera, enfilamos la ruta. Me gustaba estar ya en la calle tan temprano. La luna estaba alta y se podían ver las estrellas. Hacía frío, pero era excitante. Me preguntaba por qué mi padre me había pedido que le acompañase si ahora acostumbraba a pegarme con la badana una o dos veces por semana y no parecía que fuera a cesar la cosa.
En cada parada él bajaba de un salto y dejaba una o dos botellas de leche. A veces era también queso, o nata, o mantequilla, y de vez en cuando una botella de naranja. La mayoría de la gente dejaba notas en las botellas vacías diciendo lo que querían.
Mi padre hacía la ruta, parando y volviéndose a poner en marcha haciendo los repartos.
—Bueno, muchacho, ¿en qué dirección estamos yendo ahora?
—Hacia el Norte.
—Tienes razón. Estamos yendo hacia el Norte.
Subimos y bajamos calles, parando y siguiendo la ruta.
—Muy bien. ¿Ahora qué dirección llevamos?
—Hacia el Oeste.
—No, vamos hacia el Sur.
Seguimos conduciendo en silencio un rato más.
—Supón que ahora te empujo fuera de la camioneta y te dejo ahí. ¿Qué harías?
—No sé.
—Quiero decir, ¿qué harías para sobrevivir?
—Bueno, supongo que volvería hacia atrás y me bebería la leche y el zumo de naranja que has ido dejando en los portales.
—¿Eso es lo que harías?
—Buscaría a un policía y le diría lo que me habías hecho.
—¿Lo harías, eh? ¿Y qué le dirías?
—Le diría que me habías dicho que el Oeste era el Sur porque querías que me perdiera.
Empezaba a amanecer. Al poco acabamos el reparto y paramos en un café a desayunar. La camarera se acercó.
—Hola, Henry —le dijo a mi padre.
—Hola, Betty —contestó él.
—¿Quién es este chaval?