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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (48 page)

BOOK: La quinta mujer
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La casa. Y un perro. Y tal vez, también Baiba. «Me hace falta un cambio exterior. Empezaré por él», pensó. «Luego ya veremos lo que pasa conmigo. El trabajo siempre es mucho. No seré capaz de hacerlo si, además, tengo que andar tirando de mí mismo».

Ya eran más de las doce y él seguía patrullando por el aparcamiento. La ambulancia se había ido. Todo estaba en silencio. Sabía que eran muchas las cosas en las que debía pensar. Pero estaba demasiado cansado. De lo único que se sentía capaz era de esperar. Y de moverse para no tener frío.

A las doce y media apareció Svedberg. Andaba con rapidez. Wallander comprendió que traía noticias.

—Katarina Taxell es de Lund.

Wallander sintió que la tensión aumentaba.

—¿Sigue aquí?

—Dio a luz el 15 de octubre. Ya se ha ido a casa.

—¿Tienes la dirección?

—Más que eso. No está casada. Y no hay padre conocido. Además, no recibió ninguna visita mientras estuvo aquí.

Wallander contuvo el aliento.

—Entonces, puede ser ella —dijo después—. Tiene que ser ella. La mujer que Eugen Blomberg llamaba «ka».

Regresaron a la comisaría. A la entrada, Svedberg tuvo que frenar bruscamente para no atropellar a una liebre que se había perdido en plena ciudad.

Se sentaron en el comedor, que en ese momento estaba vacío. A lo lejos se oía una radio. Sonaba el teléfono de los agentes que estaban de guardia. Wallander había llenado un tazón de café amargo.

—No puede ser ella la que ha metido a Blomberg en un saco —afirmó Svedberg, rascándose la calva con una cucharilla—. Me resulta difícil pensar que una mujer que acaba de ser madre salga a matar gente.

—Es un eslabón intermedio —repuso Wallander—. En caso de que esto sea como pienso. Ella está entre Blomberg y la persona que, en este momento, aparece como la más importante.

—¿La enfermera que atacó a Ylva?

—Ella. Ella y nadie más que ella.

Svedberg se esforzaba por seguir los pensamientos de Wallander.

—¿Quieres decir que esta enfermera desconocida se presenta en la Maternidad de Ystad para visitar a Katarina Taxell?

—Sí.

—Pero ¿por qué lo hace de noche? ¿Por qué no a la hora normal de visita? Debe de haber horas de visita. Y nadie toma nota de quién las hace ni de quién las recibe.

Wallander se dio cuenta de que las preguntas de Svedberg eran determinantes. Tenía que contestarlas para poder seguir adelante.

—No quería ser vista. Es la única explicación posible.

Svedberg era obstinado.

—¿Vista por quién? ¿Tenía miedo de ser reconocida? ¿No quería que ni siquiera la viera Katarina Taxell? ¿Fue al hospital por la noche para ver a una mujer dormida?

—No lo sé. Estoy de acuerdo en que es raro.

—Sólo hay una explicación posible —siguió diciendo Svedberg—. Va de noche porque de día podrían reconocerla.

Wallander meditó sobre el comentario de Svedberg.

—¿Podría significar eso, por ejemplo, que alguien que trabaja allí por el día la hubiera reconocido?

—Es imposible pensar que prefiera ir a la Maternidad por la noche sin tener un motivo. Y ponerse, además, en una situación en la que tiene que atacar a mi prima, que no ha hecho nada.

—Tal vez haya otra explicación —dijo Wallander.

—¿Cuál?

—Que sólo pueda visitar el hospital por la noche.

Svedberg asintió, pensativo.

—Eso podría ser, naturalmente. Pero ¿por qué?

—De eso puede haber muchas explicaciones. Dónde vive. Su trabajo. Además, quizá quiere hacer estas visitas en secreto.

Svedberg apartó su taza de café.

—Las visitas tienen que ser importantes. Fue allí dos veces.

—Podemos establecer un horario. La primera vez que va es la noche del treinta de septiembre al primero de octubre. A esa hora de la noche en la que todos los que trabajan están más cansados y menos atentos. Está unos minutos antes de desaparecer. Dos semanas más tarde, se repite todo. A la misma hora. Esta vez es sorprendida por Ylva Brink, a la que tira al suelo de un golpe. La mujer desaparece sin dejar rastro.

—Katarina Taxell da a luz pocos días después.

—La mujer no vuelve. En cambio, Eugen Blomberg es asesinado.

—¿Será una enfermera la que está detrás de todo esto?

Se miraron sin decir nada.

Wallander se dio cuenta de repente de que había olvidado decirle a Svedberg que le preguntara a Ylva Brink un detalle importante.

—¿Te acuerdas de la pinza de plástico que encontramos en la maleta de Gösta Runfeldt? —preguntó—. Una de esas que usan los que trabajan en hospitales.

Svedberg se acordaba.

—Llama por teléfono. Pregúntale a Ylva si puede acordarse de si la mujer que la agredió llevaba una tarjeta con el nombre.

Svedberg se levantó y cogió el teléfono que colgaba de la pared. Contestó una de las compañeras de Ylva Brink. Svedberg esperó al teléfono. Wallander tomó un vaso de agua. Luego Svedberg empezó a hablar. La conversación fue breve.

—Está segura de que llevaba una tarjeta de identificación. Las dos veces.

—¿Vio qué nombre ponía?

—No estaba segura de que hubiera ningún nombre.

Wallander reflexionó.

—Puede haberla perdido. En algún sitio se ha procurado un uniforme de enfermera. De la misma manera puede haber conseguido también otra tarjeta.

—Sería imposible conseguir huellas dactilares en el hospital. Es un sitio donde no paran de limpiar. Además no sabemos si tocó alguna cosa.

—En todo caso, no llevaba guantes —dijo Wallander—. Eso lo hubiera notado Ylva.

Svedberg se golpeó la frente con la cucharilla.

—Pues, tal vez. Si entendí bien lo que dijo Ylva, esa mujer la agarró cuando le pegó.

—Sólo le cogió la ropa. Y en la ropa no se encuentra nada.

Volvió a sentirse desalentado por un momento.

—Tendremos que hablar con Nyberg de cualquier manera. Tal vez haya tocado la cama en la que estuvo Katarina Taxell. Hay que intentarlo. Si encontramos huellas que coincidan con algo que hayamos encontrado en la maleta de Gösta Runfeldt, esta investigación habrá dado un gran paso adelante. Entonces podremos empezar a buscar las mismas huellas en Holger Eriksson y en Eugen Blomberg.

Svedberg le acercó el papel donde había escrito la dirección de Katarina Taxell. Wallander vio que tenía treinta y tres años y que era empresaria, aunque no indicaba lo que hacía. La dirección era de una calle del centro de Lund.

—Mañana temprano, a las siete, estaremos allí —decidió—. Como hemos estado nosotros dos en ello esta noche, lo mejor es que sigamos. Ahora, lo sensato será que durmamos unas horas.

—Mira que es raro —comentó Svedberg—. Primero buscamos a un mercenario. Y ahora, a una enfermera.

—Que probablemente es falsa.

—Eso, en realidad, no lo sabemos —puntualizó Svedberg—. Que Ylva no la reconociera no significa necesariamente que no sea enfermera.

—Tienes razón. No podemos desdeñar esa posibilidad.

Wallander se levantó.

—Te llevo a casa —dijo Svedberg—. ¿Qué hay de tu coche?

—Debería comprarme otro. Pero no sé si tendré dinero.

Uno de los policías que estaba de guardia entró en la habitación precipitadamente:

—Sabía que estabais aquí —exclamó—. Me parece que ha pasado algo.

Wallander sintió el nudo en el estómago. «No otra vez», pensó. «No lo podremos aguantar».

—Hay un hombre gravemente herido en el arcén entre Sövestad y Lödinge. Le descubrió el chofer de un camión. No sabemos si le han atropellado o si ha sufrido otro tipo de violencia. Hay una ambulancia en camino. Pensé que como está en las cercanías de Lödinge…

No llegó a terminar la frase. Svedberg y Wallander ya estaban saliendo de la habitación.

Llegaron justo cuando los enfermeros colocaban al herido en una camilla. Wallander reconoció a los hombres de la ambulancia como los que se había encontrado un rato antes a la puerta del hospital.

—Barcos que se cruzan en la noche —dijo el que conducía.

—¿Es un accidente de coche?

—De serlo, se han dado a la fuga. Pero esto parece más bien una agresión de otra naturaleza.

Wallander miró en torno suyo. El lugar estaba desierto.

—¿Quién anda por aquí a estas horas de la noche? —preguntó.

El hombre tenía la cara llena de heridas. Respiraba con dificultad.

—Nos vamos —dijo el chofer de la ambulancia—. Creo que es urgente. Puede tener heridas internas.

La ambulancia desapareció. Ellos reconocieron el lugar a la luz de los faros del coche de Svedberg. Al poco rato llegó una patrulla nocturna de Ystad. Svedberg y Wallander no encontraron nada. Y menos aún, huellas de frenos. Svedberg informó a los policías recién llegados de lo ocurrido. Luego él y Wallander regresaron a Ystad. Empezaba a hacer viento. Svedberg podía ver la temperatura externa desde el interior de su coche. Tres grados sobre cero.

—Esto es seguramente otra cosa —dijo Wallander—. Si me dejas en el hospital, puedes irte a casa y dormir un rato. Uno de los dos estará menos cansado mañana por la mañana.

—¿Dónde te recojo?

—En Mariagatan. Digamos que a las seis. Martinsson se levanta temprano. Llámale y cuéntale lo que ha pasado. Dile que hable con Nyberg de la pinza de la tarjeta de identificación. Y dile que vamos a Lund.

Por segunda vez esa misma noche Wallander se encontraba a la puerta de urgencias del hospital. Cuando llegó, el herido estaba bajo tratamiento. Wallander se sentó a esperar. Estaba muy cansado y, sin poder evitarlo, se durmió. Cuando despertó abruptamente al oír su nombre, no supo de momento dónde estaba. Había estado soñando con Roma. Había andado por calles oscuras buscando a su padre sin encontrarle.

Tenía a un médico delante. Inmediatamente se sintió despierto.

—Saldrá adelante —dijo éste—. Pero ha sido terriblemente maltratado.

—¿Así que no es un accidente de coche?

—No. Le han dado una paliza. Aunque por lo que se puede ver, no ha sufrido daños internos.

—¿Llevaba papeles encima?

El médico le dio un sobre. Wallander sacó una cartera que, entre otras cosas, contenía un permiso de conducir. El hombre se llamaba Åke Davidsson. Wallander se fijó en que debía llevar gafas para conducir.

—¿Puedo hablar con él?

—Será mejor que esperemos un poco.

Wallander decidió pedirle a Hansson o a Ann-Britt Höglund que se encargasen del seguimiento. Si se trataba de una historia grave de violencia, tendrían que dejarla a un lado por el momento. No tenían tiempo, sencillamente.

Wallander se levantó para irse.

—Encontramos una cosa en su ropa que me parece que te puede interesar —dijo el médico.

Le alargó un papel. Wallander leyó el texto escrito con letra desgarbada: UN LADRÓN NEUTRALIZADO POR LOS VIGILANTES DE LA NOCHE.

—¿Qué vigilantes de la noche son ésos? —preguntó.

—Pues ha salido en los periódicos —contestó el médico—. Las milicias ciudadanas que se están creando. No es difícil figurarse que se llamen a sí mismos vigilantes de la noche.

Wallander escudriñaba el texto con incredulidad.

—Hay una cosa más que apunta a eso —siguió diciendo el médico—. El papel estaba sujeto al cuerpo. Remachado con una grapadora. Wallander sacudió la cabeza.

—Esto es increíble, joder —dijo.

—Sí. Es increíble que las cosas hayan llegado tan lejos.

Wallander no se molestó en llamar a un taxi. Fue a su casa andando por la ciudad desierta. Pensando en Katarina Taxell. Y en Åke Davidsson, con un mensaje cosido a su cuerpo.

Cuando llegó al piso de Mariagatan no hizo más que quitarse los zapatos y la chaqueta y se tumbó en el sofá con una manta por encima. El despertador estaba puesto. Pero no podía dormirse. Además, empezaba a dolerle la cabeza. Fue a la cocina y se tomó unas tabletas con un vaso de agua. La farola de la calle se balanceaba al viento fuera de la ventana. Luego volvió a acostarse. Se adormeció intranquilo hasta que sonó el despertador. Cuando se sentó en el sofá estaba aún más cansado que cuando se acostó. Fue al cuarto de baño y se lavó la cara con agua fría. Luego se cambió de camisa. Mientras esperaba a que se hiciera el café, llamó a Hansson a su casa. Tardó mucho rato en contestar. Wallander comprendió que le había despertado.

—No he terminado aún con la documentación de Östersund —dijo aquél—. Estuve hasta las dos esta noche. Me quedan cuatro kilos aproximadamente.

—Ya hablaremos de eso luego —le interrumpió Wallander—. Sólo quiero que vayas al hospital y hables con un hombre que se llama Åke Davidsson. Le atacaron en los alrededores de Lödinge ayer tarde o esta noche. Gente que, probablemente, forma parte de una milicia ciudadana. Quiero que te ocupes tú de esto.

—¿Y qué hago con los papeles de Östersund?

—Tendrás que apañártelas para hacerlo al mismo tiempo. Svedberg y yo nos vamos a Lund. Ya te contaré luego.

Cortó la conversación antes de que Hansson tuviera tiempo de hacer ninguna pregunta.

No hubiera tenido fuerzas para contestarlas.

A las seis Svedberg se detuvo delante de su puerta. Wallander estaba en la ventana de la cocina con la taza de café en la mano y le vio llegar.

—He hablado con Martinsson —dijo Svedberg cuando Wallander se hubo sentado en el coche—. Le iba a pedir a Nyberg que se ocupara de la pinza de plástico.

—¿Se enteró de las conclusiones a las que hemos llegado?

—Creo que sí.

—Entonces, vámonos.

Wallander se echó hacia atrás y cerró los ojos. Lo mejor que podía hacer camino de Lund era dormir.

La casa donde vivía Katarina Taxell era un bloque de viviendas de alquiler situado en una plaza cuyo nombre Wallander desconocía.

—Será mejor que llamemos a Birch —dijo Wallander—. No vayamos a tener líos luego.

Svedberg le encontró en su casa. Le acercó el auricular a Wallander, que le explicó rápidamente lo sucedido. Birch prometió estar allí en veinte minutos. Se quedaron esperando en el coche. El cielo estaba gris aunque no llovía. En cambio el viento había arreciado. Birch detuvo su coche detrás de ellos. Wallander explicó detalladamente lo que habían descubierto durante la conversación con Ylva Brink. Birch escuchó con atención. Wallander, sin embargo, vio que abrigaba dudas.

Luego, entraron en el edificio. Katarina Taxell vivía en el segundo piso, a la izquierda.

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