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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (47 page)

BOOK: La quinta mujer
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—La bayeta —dijo Wallander.

—Desgraciadamente, la tiró. La mancha de sangre le produjo desasosiego. Y la basura ha desaparecido hace mucho tiempo, como es natural.

Wallander sabía que una cantidad mínima bastaba para hacer un análisis de sangre.

—Los zapatos. ¿Qué zapatos llevaba ese día? Puede haber una pequeña mancha en las suelas.

—Voy a preguntarle.

Wallander esperó, pegado al teléfono.

—Llevaba unos zuecos, pero los tiene en su casa.

—Vete a buscarlos. Tráelos aquí. Y llama a Nyberg. Está en su casa. Al menos podrá decir si quedan rastros de sangre en ellos.

Mientras tenía lugar la conversación, Hamrén se asomó a la puerta. Wallander apenas le había visto desde que llegó a Ystad. Se preguntó, de paso, qué estarían haciendo los dos policías de Malmö.

—Me he encargado de confrontar las investigaciones de Eriksson y Runfeldt —señaló Hamrén—. Mientras Martinsson está en Lund. Hasta ahora, no ha dado ningún resultado. Sus caminos no han debido de cruzarse nunca.

—Sin embargo, es importante seguir hasta el final —respondió Wallander—. En algún lugar, estas investigaciones van a llegar a un punto de encuentro. Estoy convencido de ello.

—¿Y Blomberg?

—También él va a encontrar su lugar en este rompecabezas. Otra cosa sería, sencillamente, impensable.

—¿Desde cuándo se ha convertido el trabajo de la policía en una cuestión de verosimilitudes? —dijo Hamrén sonriendo.

—Tienes toda la razón —repuso Wallander—. Pero queda la esperanza.

Hamrén tenía la pipa en la mano.

—Me voy fuera a fumar. Despeja la cabeza.

Eran poco más de las ocho y Wallander esperaba una llamada de Svedberg. Fue a buscar una taza de café y unas galletas. Luego sonó el teléfono. Una llamada que debía ir a la central se conectó equivocadamente. A las ocho y media Wallander se puso a la puerta del comedor y vio un rato la tele, sin prestarle mucha atención. Bonitas imágenes de las Comores. Se preguntó distraídamente dónde estarían esas islas. A las nueve menos cuarto volvía a estar sentado en su sillón. Entonces llamó Birch. Le informó de que ya estaban pasando revista a las mujeres que habían dado a luz los últimos dos meses o estaban a punto de hacerlo en los próximos. Hasta ahora no habían encontrado a ninguna cuyas iniciales fueran K. A. Cuando terminó la conversación Wallander pensó irse a casa. Podían localizarle igualmente por el móvil. Trató de ponerse en contacto con Martinsson sin resultado. Luego llamó Svedberg. Eran las nueve y diez.

—No hay nadie que responda a las iniciales K. A. En todo caso, nadie que conozca quien, según dicen, era el mejor amigo de Blomberg.

—Bueno, pues ya lo sabemos —respondió Wallander sin ocultar su decepción.

Apenas había tenido tiempo de colgar cuando volvió a sonar el teléfono. Era Birch.

—Lo siento —dijo—. No hay nadie con las iniciales K. A. Y estos datos deben considerarse de toda confianza.

—¡Maldita sea! —exclamó Wallander.

Ambos se quedaron pensando un momento.

—Puede haber dado a luz en otro sitio —aventuró Birch—. No tiene que ser necesariamente en Lund.

—Tienes razón —contestó Wallander—. Seguiremos con ello mañana.

Colgó el auricular.

Ahora se acordaba de qué era lo que tenía que ver con Svedberg. Del papel que, por error, había aparecido en su mesa. Algo acerca de unos sucesos nocturnos en la Maternidad de Ystad. ¿Se trataba de alguna agresión? ¿Algo sobre una falsa enfermera?

Llamó a Svedberg, quien contestó desde el coche.

—¿Dónde estás?

—No he llegado siquiera a Staffanstorp.

—Pues vuelve aquí —dijo Wallander—. Hay una cosa que tenemos que investigar.

—Bueno. Voy enseguida.

Tardó exactamente cuarenta y dos minutos. Eran las diez menos cinco cuando Svedberg abrió la puerta del despacho de Wallander. Para entonces, Wallander ya había empezado a poner en duda su idea.

Era más que probable que fueran figuraciones suyas.

27

Sólo cuando la puerta se cerró a sus espaldas se dio cuenta de lo que había ocurrido. Anduvo los pocos pasos que le separaban de su coche y se sentó al volante. Luego dijo su propio nombre en voz alta: Åke Davidsson.

Åke Davidsson iba a ser a partir de ahora un hombre muy solo. No esperaba que esto pudiera sucederle a él. Que la mujer con la que mantenía relaciones desde hacía tantos años, aunque no vivieran en la misma casa, le dijera un día que no quería seguir. Y que le echara.

Se echó a llorar. Le dolía. No lo entendía. Pero ella había actuado con toda determinación. Le dijo que se fuera y que no volviera nunca más. Había conocido a otro hombre que, seguramente, estaba dispuesto a vivir con ella.

Era casi medianoche. Lunes 17 de octubre. Miró hacia la oscuridad. Sabía que no debía conducir cuando estaba oscuro. Tenía los ojos bastante mal. En realidad, sólo podía conducir con gafas especiales y de día. Entrecerró los ojos y miró el parabrisas. Distinguió a duras penas los bordes de la carretera. Pero no iba a quedarse allí toda la noche. Tenía que volver a Malmö.

Puso el coche en marcha. Estaba muy triste y no podía entender lo que había ocurrido.

Dobló hacia la carretera. Le resultaba muy difícil ver. Tal vez fuera más fácil cuando estuviera en la carretera principal. Ahora, lo más importante para él era salir de Lödinge.

Pero se equivocó de camino. Las carreteras eran muchas, estrechas y todas iguales en la oscuridad. A las doce y media, se dio cuenta de que estaba completamente perdido. Había llegado a una especie de explanada en la que parecía desembocar la carretera. Empezó a dar marcha atrás. De repente distinguió una sombra a la luz de los faros. Alguien se acercaba al coche. Se sintió aliviado. Allí fuera había alguien que podría indicarle cómo seguir.

Abrió la portezuela del coche y se apeó.

Luego, todo fue oscureciendo.

Svedberg tardó un cuarto de hora en encontrar el papel que Wallander quería ver. Wallander fue muy claro cuando Svedberg llegó a su despacho.

—Puede ser un disparo al azar. Pero estamos buscando a una mujer cuyas iniciales son K. A., que acaba de parir o está a punto de hacerlo aquí en Escania. Creímos que sería en Lund. Pero no es así. Puede ser, en cambio, en Ystad. Si no me equivoco, aquí se practican ciertos métodos que hacen que la Maternidad de Ystad sea conocida incluso en el extranjero. Y precisamente en esa Maternidad ocurre algo raro una noche. Y luego, otra vez. Puede que sea un disparo al aire. Pero, así y todo, quiero saber qué pasó.

Svedberg encontró el papel con las anotaciones. Regresó al despacho, donde Wallander le esperaba impaciente.

—Ylva Brink —dijo Svedberg—. Es prima mía. Lo que suele llamarse una prima lejana. Y es comadrona en la Maternidad. Vino a decirme que una mujer desconocida había aparecido una noche en su sección. Y que se había quedado intranquila.

—¿Y por qué?

—Sencillamente porque no es normal que una persona desconocida aparezca en la Maternidad por la noche.

—Vamos a repasar esto a fondo. ¿Cuándo ocurrió por primera vez?

—La noche entre el 30 de septiembre y el 1 de octubre.

—Pronto hará tres semanas. ¿Y tu prima se preocupó?

—Vino por aquí al día siguiente, que era sábado. Hablé con ella un rato. Fue entonces cuando hice estas anotaciones.

—Y después, volvió a ocurrir.

—La noche del 13 de octubre. Por una casualidad, Ylva también trabajaba esa noche. Me llamó por la mañana.

—¿Qué había pasado?

—La desconocida había vuelto a aparecer. Cuando Ylva trató de detenerla, la mujer le dio un puñetazo que la tiró al suelo. Ylva dijo que había sido como una coz de caballo.

—¿No había visto nunca a esa mujer?

—Nunca.

—¿Iba de uniforme?

—Sí. Pero Ylva estaba completamente segura de que no trabajaba allí.

—¿Cómo podía estar segura de eso? En el hospital tiene que trabajar mucha gente a la que ella no conoce.

—Ylva dijo que estaba segura. Por desgracia, nunca le pregunté la razón.

Wallander reflexionó.

—Esa mujer se ha interesado por la Maternidad entre el 30 de septiembre y el 13 de octubre —dijo luego—. Hace dos visitas nocturnas y no duda en atacar a una comadrona. La cuestión es ¿qué fue a hacer allí?

—Eso se pregunta Ylva también.

—¿No obtuvo respuesta?

—Registraron la sección las dos veces. Pero todo estaba en orden.

Wallander miró el reloj. Casi las once menos cuarto.

—Quiero que llames a tu prima. Siento mucho que quizá la despertemos.

Svedberg asintió. Wallander señaló su teléfono. Sabía que Svedberg, que era en general olvidadizo, tenía una memoria de elefante para los números de teléfono. Svedberg marcó el de su prima. Esperó un buen rato, pero nadie contestó.

—Si no está en casa es que está trabajando —dijo cuando colgó.

Wallander se levantó rápidamente.

—Tanto mejor. No he estado en la Maternidad desde que nació Linda.

—La sección antigua la han tirado. Todos los pabellones son de construcción reciente.

No tardaron más que dos minutos en llegar, en el vehículo de Svedberg, desde la comisaría a la entrada de urgencias del hospital. Wallander recordó una noche, años atrás, en la que se despertó con terribles dolores en el pecho y pensó que le había dado un infarto. Entonces la entrada de urgencias estaba en otro sitio. Ahora, todo parecía nuevo en el hospital. Llamaron al timbre. Enseguida llegó un vigilante a abrirles. Wallander mostró su placa. Subieron las escaleras hasta la sección de Maternidad. El vigilante había avisado que estaban en camino. Una mujer les aguardaba a la entrada del departamento.

—Mi prima —hizo las presentaciones Svedberg—, Ylva Brink.

Wallander saludó. Al fondo se veía a una enfermera. Ylva Brink les condujo a una pequeña oficina.

—En este momento está todo muy tranquilo —dijo—. Pero puede cambiar en cuestión de minutos.

—Voy a ir derecho al grano —dijo Wallander—. Sé que todos los datos de personas que, por diversas razones, son hospitalizadas deben tratarse con discreción. No tengo intención de saltarme esa regla. Lo único que, por el momento, quiero saber es si entre el 30 de septiembre y el 13 de octubre hubo alguien en esta sección, una mujer encinta, con las iniciales K. A. Como Karin Andersson.

Una nube de inquietud pasó por la cara de Ylva Brink.

—¿Ha pasado algo?

—No. Necesito únicamente identificar a una persona. Nada más.

—No puedo contestar. Son datos completamente confidenciales. Salvo que la parturienta haya escrito un papel diciendo que se puede informar de su estancia aquí. A mi entender eso abarca también a las iniciales.

—Tarde o temprano alguien tendrá que contestar a mi pregunta —replicó Wallander—. El problema es que necesito saberlo ahora.

—Lo siento, pero no puedo ayudarte.

Svedberg no había dicho ni media palabra. Wallander vio que tenía una arruga en la frente.

—¿Hay un retrete por aquí? —preguntó Svedberg.

—A la vuelta de la esquina.

Svedberg le hizo un gesto a Wallander.

—Dijiste que tenías que ir al lavabo. Aprovecha ahora.

Wallander entendió. Se levantó y salió de la habitación. Dejó pasar cinco minutos antes de volver.

Ylva Brink no estaba. Svedberg inspeccionaba unos papeles sobre la mesa escritorio.

—¿Qué le dijiste? —preguntó Wallander.

—Que no avergonzara a la familia —contestó Svedberg—. Además le expliqué que le podía caer un año de cárcel.

—Pero ¿por qué? —se asombró Wallander.

—Por dificultar el desempeño de servicios.

—No creo que exista esa figura.

—Eso ella no lo sabe. Aquí tienes todos los nombres. Lo mejor será que nos demos prisa.

Repasaron la lista. Ninguna de las mujeres respondía a aquellas iniciales. Wallander se lo temía. Un disparo fallido.

—A lo mejor no eran iniciales —dijo Svedberg pensativo—. A lo mejor «ka» significa otra cosa.

—¿Qué, por ejemplo?

—Es que aquí hay una Katarina Taxell —Svedberg señaló con el dedo—. A lo mejor las letras son simplemente una abreviatura de Katarina.

Wallander miró el nombre. Volvió a repasar la lista. No había ningún otro nombre que tuviera la combinación «ka». Ninguna Karin, ninguna Karolina. Ni con ka ni con ce.

—Puede que tengas razón —dijo dubitativo—. Apunta la dirección.

—No está aquí. Sólo está el nombre. Lo mejor será que esperes abajo mientras yo hablo con Ylva otra vez.

—Conténtate con que no avergüence a la familia. No hables de condenas. Podemos tener problemas luego. Quiero saber si Katarina Taxell sigue ingresada aquí. Si ha tenido visitas. Si su caso ofrece algo especial. Sus circunstancias familiares. Pero, sobre todo, dónde vive.

—Tardará un rato. Ylva está ocupada con un parto.

—Esperaré —contestó Wallander—. Toda la noche si hace falta.

Cogió un bizcocho de un plato y salió de la sección. Cuando bajó a urgencias, acababa de llegar una ambulancia con un hombre borracho y ensangrentado. Wallander le reconoció. Se llamaba Niklasson y regentaba un depósito de chatarra en las afueras de Ystad. En general, no bebía. Pero tenía sus rachas y entonces se peleaba con frecuencia. Wallander saludó a los de la ambulancia.

—¿Es grave?

—Niklasson es fuerte —contestó el mayor—. Saldrá adelante también esta vez. Armaron una bronca en una cabaña de Sandskogen.

Wallander salió al aparcamiento. Hacía frío. Pensó que debían investigar también si había alguna Karin o alguna Katarina en Lund. Que se ocupara Birch. Eran las once y media. Probó las puertas del coche de Svedberg. Estaban cerradas con llave. Como la espera podía ser larga se le ocurrió ir a pedírselas. Pero desistió.

Empezó a pasear arriba y abajo por el aparcamiento.

De repente, estaba de nuevo en Roma. Delante de él, a distancia, iba su padre. En su secreto paseo nocturno hacia un sitio desconocido. La Escalinata de Piazza di Spagna, luego una fuente. Brillo en sus ojos. Un hombre viejo, solo en Roma. ¿Sabía que pronto iba a morir? ¿Qué el viaje a Italia tenía que hacerse entonces o no se haría nunca?

Wallander se detuvo. Se le había hecho un nudo en la garganta. ¿Cuándo iba a tener tiempo de elaborar el duelo por la muerte de su padre? La vida le empujaba de un lado para otro. Pronto cumpliría los cincuenta. Ahora era otoño. En mitad de la noche. Y él, dando vueltas por la parte de atrás de un hospital, muerto de frío. Lo que más miedo le daba de todo era que la vida se volviera tan impenetrable que no supiera manejarla. ¿Qué le quedaría entonces? ¿La pensión anticipada? ¿Iba a dedicar quince años de su vida a visitar escuelas para hablar de las drogas y los peligros del tráfico?

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