La placidez habitual de la ciudad sueca de Ystad se ve rota cuando, con cierto intervalo de tiempo, tres hombres aparecen salvajemente asesinados. Las víctimas llevaban una vida apacible y tranquila, dedicadas a la ornitología, el cultivo de orquídeas y la poesía, lo cual hace aún más incomprensible el casi insoportable sadismo de que han sido objeto. Durante la investigación del caso, Wallander —un detective vulnerable y con aires de antihéroe— descubre que no sólo debe enfrentarse a un asesino de temible inteligencia, sino que éste parece guiarse por un sanguinario y turbio deseo de venganza. Cuando por fin la policía cree estar tras la buena pista, un nuevo asesinato da un vuelco a la investigación y provoca un motín entre la asustada población local.
Autor
La quinta mujer
Saga inspector Wallander-6
ePUB v1.0
Joselín10.08.12
Título original:
Den Femte kvinnan
Henning Mankell, 1996
Traducción: Marina Torres
Editor original: Joselín (v1.0).
ePub base v2.0
Argelia-SueciaVi a Dios en sueños y tenia dos rostros.
Uno era dulce y benigno como el rostro de
una madre, y el otro parecía el rostro de Satanás
Nawal el Saadwi,
La caida del imánLa tela de araña teje con amor y esmero la araña
(Origen africano desconocido)
Mayo-Agosto de 1993
La noche en que salieron para llevar a cabo su misión sagrada reinaba una gran tranquilidad.
El que se llamaba Farid y era el más joven de los cuatro hombres pensó después que ni siquiera los perros habían hecho el menor ruido. Habían estado envueltos por la tibia noche y el viento que llegaba acariciante en débiles ráfagas desde el desierto era casi imperceptible. Luego esperaron la caída de la noche. El coche que les había llevado por el largo camino desde Argel hasta el lugar de encuentro en Dar Aziza era viejo y tenía mala suspensión. Dos veces tuvieron que interrumpir el viaje. La primera vez, para arreglar un pinchazo en la rueda trasera de la izquierda. Para entonces no habían hecho ni siquiera la mitad del camino. Farid, que nunca antes había salido de la capital, se había sentado a la sombra de un bloque de piedra junto a la carretera y contemplaba asombrado los notables cambios del paisaje. El neumático, cuya cubierta de goma estaba reventada y gastada, se había roto enseguida, casi al norte de Bou Saada. Llevó mucho tiempo soltar las oxidadas tuercas y montar la rueda de recambio. Farid había comprendido por la conversación en voz baja de los otros que iban a retrasarse y que por eso no iban a tener tiempo de parar a comer. Luego el viaje continuó. Justo a las afueras de El Qued el motor se paró. Tardaron más de una hora en localizar la avería y en repararla pasablemente. Su líder, un hombre pálido de unos treinta años, con barba oscura y unos ojos brillantes que sólo los que viven la vocación del Profeta pueden tener, apremiaba con encolerizados chillidos al chofer, que sudaba sobre el recalentado motor. Farid no sabía su nombre. Por razones de seguridad no sabía quién era ni de dónde había venido.
Tampoco sabía cómo se llamaban los otros dos hombres. Sólo sabía su propio nombre.
Luego continuaron, la oscuridad ya había caído sobre ellos y sólo tenían agua para beber, nada para comer.
Cuando por fin llegaron a El Qued la noche era, pues, muy serena.
Se detuvieron en alguna parte dentro del laberinto de calles cerca de un mercado. En cuanto se bajaron, el coche desapareció. Después, desde algún lugar se desprendió de las sombras un quinto hombre y les guió hacia otro sitio.
Fue precisamente entonces, mientras se apresuraban en la oscuridad a lo largo de calles desconocidas, cuando Farid empezó a pensar en serio en lo que pronto iba a suceder.
Con la mano podía tocar el cuchillo de filo ligeramente curvo que llevaba en una funda en las profundidades de uno de los bolsillos del caftán.
Había sido su hermano, Rachid ben Mehidi, el que primero habló con él de los extranjeros. Durante las noches tibias habían estado sentados en el tejado de la casa de su padre mirando las resplandecientes luces de Argel. Farid ya sabía entonces que Rachid ben Mehidi estaba profundamente comprometido con la lucha para convertir a su país en un estado islámico que no obedeciera a otras leyes que las prescritas por el Profeta. Todas las noches hablaba con Farid de la importancia de expulsar del país a los extranjeros. Farid se había sentido halagado de que su hermano dedicara tiempo a discutir de política con él. A pesar de que al principio no comprendía todo lo que decía. Fue sólo más tarde cuando se dio cuenta de que Rachid tenía otra razón muy diferente para dedicarle tanto tiempo. Quería que el propio Farid participase en la expulsión de los extranjeros.
Esto había ocurrido hacía más de un año. Y ahora, cuando Farid iba con los otros hombres vestidos de negro por las estrechas y oscuras callejuelas en las que el cálido aire nocturno parecía completamente inmóvil, iba camino de cumplir el deseo de Rachid. Los extranjeros iban a ser expulsados. Pero no serían escoltados hasta los puertos o los aeropuertos. Serían asesinados. Los que aún no habían venido al país preferirían así quedarse donde estaban.
«Tu misión es sagrada», había repetido constantemente Rachid. «El Profeta estará contento. Tu porvenir será muy brillante cuando hayamos transformado este país según sus deseos».
Farid palpó el cuchillo en el bolsillo. Se lo había entregado Rachid la noche anterior, cuando se despidieron en el tejado. Tenía una hermosa empuñadura de marfil.
Se detuvieron al llegar a las afueras de la ciudad. Las calles se abrían a una plaza. El cielo estrellado sobre sus cabezas era muy claro. Estaban en las sombras junto a una casa de ladrillo con las persianas bajadas delante de las tiendas. Al otro lado de la calle había un gran chalet de piedra tras una alta verja de hierro. El hombre que les había llevado hasta allí desapareció sin ruido entre las sombras. Volvían a ser sólo cuatro. Todo estaba muy tranquilo. Farid no había experimentado nunca nada igual. En Argel no había nunca tanto silencio. Durante los diecinueve años de su vida nunca se había encontrado en un silencio tan denso como entonces.
Ni siquiera los perros, pensó. Ni siquiera los perros que están aquí en la oscuridad, puedo oír.
Había luz en algunas ventanas del chalet de enfrente. Un autobús con los focos rotos y vacilantes pasó traqueteando por la calle. Después volvió a quedarse todo en silencio.
Una de las luces de las ventanas se apagó. Farid trató de calcular el tiempo. Quizás habían estado esperando una media hora. Tenía mucha hambre puesto que no había comido nada desde muy temprano por la mañana. El agua de las dos botellas también se había acabado. Pero no quería pedir más. El hombre que les dirigía se pondría furioso. Iban a realizar una misión sagrada y se le ocurría pedir agua.
Se apagó otra luz. Poco después, la última. La casa de enfrente estaba ahora a oscuras. Siguieron esperando. Luego, el líder hizo un gesto y cruzaron la calle corriendo. Junto a la verja había un viejo guarda sentado durmiendo. Tenía una porra de madera en la mano. El jefe le dio una patada. Cuando el guarda se despertó, Farid vio cómo el jefe le ponía un cuchillo en la cara y le susurraba algo al oído. Aunque la luz de la calle era escasa, Farid pudo ver el miedo en los ojos del viejo guarda. Luego se levantó y se fue de allí cojeando con las piernas agarrotadas. La verja crujió débilmente cuando la abrieron y se deslizaron en el jardín. Olía intensamente a jazmín y a alguna especia que Farid reconocía; pero cuyo nombre no recordaba. Todo seguía muy tranquilo. En un letrero que estaba junto a la alta puerta de la casa había un texto:
ORDEN DE LAS HERMANAS CRISTIANAS
. Farid trató de pensar qué podía significar. En ese preciso instante sintió una mano en su hombro. Dio un respingo. Era el jefe quien le tocaba. Por primera vez habló, en voz baja, para que ni siquiera el viento nocturno pudiera oír lo que se dijera.
—Somos cuatro —dijo—. Dentro de la casa hay también cuatro personas. Duermen, una en cada habitación. Están a ambos lados de un pasillo. Son viejas y no opondrán resistencia.
Farid miró a los dos hombres que estaban a su lado. Eran unos años mayores que él. De pronto Farid tuvo la seguridad de que ya habían participado en acciones anteriores. El único nuevo era él. Sin embargo no sintió la menor inquietud. Rachid le había prometido que, lo que hacía, lo hacía por el Profeta.
El jefe le miró como si hubiera leído sus pensamientos.
—En esa casa viven cuatro mujeres —dijo a continuación—. Todas son extranjeras que se han negado a abandonar voluntariamente nuestro país. Por eso han elegido la muerte. Además, son cristianas.
«Voy a matar a una mujer», pensó Farid rápidamente. Rachid no le había dicho nada de eso.
De ello sólo podía haber una explicación.
No importaba. Daba igual.
Luego, entraron en la casa. La puerta de acceso tenía una cerradura que se abrió fácilmente con la hoja de un cuchillo. Allí dentro, en lo oscuro, donde hacía mucho calor porque el aire estaba en completa quietud, encendieron linternas y subieron con sigilo la amplia escalera que recorría la casa. En el pasillo del piso superior, colgaba del techo una única bombilla. Todo seguía en absoluto silencio. Ante ellos había cuatro puertas cerradas. Ya habían sacado los cuchillos. El jefe señaló las puertas e hizo un gesto con la cabeza. Farid sabía que ahora no podía dudar. Rachid había dicho que todo tenía que suceder muy deprisa. Debía evitar mirar a los ojos. Debía mirar solamente la garganta y luego cortar, con dureza y decisión.
Después tampoco pudo recordar mucho de lo que había pasado. La mujer que yacía en la cama, con una sábana blanca por encima, tal vez tenía el cabello gris. La había visto borrosamente porque la luz que entraba de la calle era muy pálida. Se había despertado en el mismo instante en que él levantó la sábana. Pero no tuvo tiempo de gritar ni de entender lo que pasaba antes de que él, de un solo tajo, le cortara el cuello y diera rápidamente un paso atrás para que la sangre no le salpicara. Luego se dio la vuelta y regresó al pasillo. Todo había ocurrido en menos de medio minuto. En alguna parte de su interior habían sonado los segundos. Estaban a punto de abandonar el pasillo cuando uno de los hombres dijo algo en voz baja. Durante un instante el jefe se quedó petrificado como si no supiese qué hacer.
Había otra mujer en una de las habitaciones. Una quinta mujer.
No tenía que haber estado allí. Era forastera. Tal vez estaba sólo de visita.
Pero era también extranjera. El hombre que la había descubierto lo había comprobado.
El jefe entró en la habitación. Tras él, Farid vio que la mujer se había encogido en la cama. Su miedo le produjo malestar. En la otra cama yacía una mujer muerta. La blanca sábana estaba empapada en sangre.
El jefe sacó su cuchillo del bolsillo y le cortó el cuello también a la quinta mujer.
A continuación abandonaron la casa tan subrepticiamente como habían llegado. El coche les esperaba en la oscuridad. Al amanecer ya habían dejado muy atrás El Qued y a las cinco mujeres muertas.
Era el mes de mayo de 1993.