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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (10 page)

—¿Y qué pasó luego?

—Nada. Se sobreseyó todo. Ni siquiera mandamos a nadie puesto que no faltaba nada. Pero la denuncia está aquí. Y la puso Holger Eriksson.

—Qué extraño —dijo Wallander—. Ya lo veremos más despacio. Ocúpate de que las patrullas con los perros lleguen cuanto antes.

Martinsson se echó a reír al teléfono.

—¿No hay nada que te choque en la denuncia de Eriksson? —preguntó.

—¿Cómo?

—Que es la segunda vez en el curso de unos días que hablamos de robos en los que no se ha robado nada.

Wallander comprendió que Martinsson tenía razón. Nada faltaba tampoco en la floristería de la calle de Västra Vallgatan.

—Ahí se acaban todas las semejanzas —dijo Wallander.

—El dueño de la floristería está también desaparecido —replicó Martinsson.

—No —contestó Wallander—. Está en Kenia. No ha desaparecido. En cambio Holger Eriksson sí parece que ha desaparecido.

Wallander puso fin a la conversación y se metió el teléfono en el bolsillo. Se cerró bien la chaqueta. Regresó al garaje y siguió buscando. Qué era lo que buscaba, no lo sabía muy bien. Nada importante habría de ocurrir antes de que llegaran las patrullas con los perros. Entonces organizarían la batida y empezarían a hablar con los vecinos. Al cabo de un rato interrumpió la búsqueda y volvió a la casa. En la cocina tomó un vaso de agua. Las cañerías restallaron cuando abrió el grifo. Otra señal de que nadie había estado en la casa en varios días.

Mientras vaciaba el vaso contempló distraídamente las cornejas que alborotaban en la lejanía. Posó el vaso y volvió a salir. Llovía persistentemente. Las cornejas graznaban. De pronto Wallander se detuvo. Se acordó de la funda de prismáticos vacía que colgaba de la pared junto a la puerta de la calle. Se quedó completamente inmóvil tratando de pensar. Luego echó a andar despacio por el borde del sembrado. El barro se apelmazaba bajo las botas. Vio un sendero que atravesaba el sembrado. Lo siguió con la mirada y vio que llevaba al montículo de la torre. Calculó la distancia en unos doscientos metros. Echó a andar por él. El barro estaba más duro. No se pegaba a las botas. Las cornejas volaron hacia el campo, desaparecieron y volvieron otra vez. Wallander pensó que allí debía de haber una hondonada o un foso. Siguió andando. La torre se hacía más visible. Supuso que se usaba en la caza de liebres o de corzos. En la parte inferior del montículo, por el lado opuesto, había un bosquecillo. Probablemente era también propiedad de Eriksson. Luego vio que lo que tenía delante era un foso. Algunas gruesas tablas parecían haberse hundido. Las cornejas alborotaban cada vez más conforme se acercaba. Después emprendieron el vuelo hacia arriba, todas al mismo tiempo, y desaparecieron. Wallander siguió andando hasta el foso y miró hacia abajo.

Se sobresaltó y dio un paso atrás. Inmediatamente sintió ganas de vomitar.

Después diría que aquello era de lo peor que había visto nunca. Y durante sus numerosos años como policía se había visto obligado a ver muchas cosas que hubiera preferido no ver.

Pero allí, con la lluvia mojándole el interior de la chaqueta y la camisa, tardó en darse cuenta de qué era lo que veía. Lo que tenía delante era algo extraño e irreal. Algo con lo que jamás se había encontrado antes.

Lo único completamente claro era que en el foso había una persona muerta.

Se puso en cuclillas con precaución. Se dio cuenta de que tuvo que obligarse a mirar. El foso era profundo, dos metros por lo menos. Una serie de afiladas estacas estaban clavadas en el fondo de la zanja. En esas estacas había un hombre ensartado. Las estacas ensangrentadas, con sus extremos como puntas de lanza, habían atravesado el cuerpo en algunas partes. El hombre yacía boca abajo. Colgaba de las estacas. Las cornejas le habían picoteado la nuca. Wallander se incorporó. Notó que le temblaban las piernas. En algún lugar, a lo lejos, oyó coches que se acercaban. Supuso que eran las primeras patrullas con perros. Dio un paso atrás. Las estacas parecían de bambú. Como gruesas cañas de pescar, con puntas afiladas como punzones. Luego observó los tablones que se habían caído en el foso. Como el sendero continuaba del otro lado, tenían que haber formado una pasarela. ¿Por qué se habían roto? Eran tablones gruesos que podían aguantar mucha carga. Además, el foso no tenia más de dos metros de anchura.

Cuando oyó ladrar a un perro se volvió y se encaminó hacia la finca. Se encontraba muy mal. Además tenía miedo. Una cosa era encontrar a una persona asesinada. Pero ¿la manera en que ello había ocurrido. «Alguien había clavado afiladas estacas en el fondo del foso. El hombre había sido atravesado por ellas».

Hizo un alto en el sendero y respiró hondo.

Le rondaban por la cabeza recuerdos del verano. ¿Iba a volver a ocurrir? ¿No había límites de ninguna clase a lo que podía suceder en el país? ¿Quién es capaz de atravesar a un anciano con estacas en un foso?

Siguió andando. Delante de la casa esperaban dos policías con perros. Vio también a Ann-Britt Höglund y a Hansson.

Ambos llevaban impermeables con capucha.

Cuando Wallander llegó al final del sendero y entró en el patio adoquinado, ellos vieron inmediatamente que algo había sucedido. Wallander se secó la lluvia de la cara y dijo lo que pasaba. Se dio cuenta de que se le quebraba la voz. Se volvió y señaló la bandada de cornejas que había vuelto cuando él dejó el foso.

—Está allí abajo —anunció—. Está muerto. Es un asesinato. Hay que pedir movilización general.

Esperaron a que dijera algo más. Pero no dijo nada.

6

A la caída de la noche del jueves 29 de septiembre, los policías habían levantado una protección contra la lluvia encima del foso en el que colgaba el cadáver de Holger Eriksson, atravesado por nueve estacas de bambú. El barro ensangrentado que había en el fondo de la zanja se subió a paladas. El macabro trabajo y la persistente lluvia hacían del lugar del crimen uno de los más lúgubres y repugnantes que Wallander y sus colegas hubieran visto jamás. El barro se adhería y se quedaba pegado a sus botas, tropezaban con cables eléctricos que serpenteaban por el barro y la intensa luz de los reflectores que se habían colocado reforzaba la impresión de irrealidad y malestar. Para entonces también habían localizado a Sven Tyrén, que identificó al hombre que colgaba de las estacas. Era Holger Eriksson, de ello no cabía la menor duda. La búsqueda del desaparecido había terminado antes de empezar. Tyrén estuvo notablemente sereno, como si en realidad no fuera consciente de lo que tenía delante de sus ojos. Luego anduvo moviéndose sin parar durante varias horas por fuera de los acordonamientos, sin decir una palabra, hasta que Wallander se dio cuenta de pronto de que había desaparecido.

Wallander se había sentido como una rata cautiva y empapada de agua allí abajo en el foso. Había visto en sus colaboradores más próximos que sólo a base de esforzarse al máximo soportaban lo que estaban haciendo. Tanto Svedberg como Hansson habían tenido que dejar el foso en diferentes ocasiones a causa de un malestar súbito. Pero Ann-Britt Höglund, a quien él hubiera querido mandar a casa ya a primeras horas de la tarde, parecía sorprendentemente indiferente a lo que se traía entre manos. Lisa Holgersson acudió en cuanto Wallander encontró el cuerpo. Había organizado el difícil lugar del crimen de modo que la gente no resbalara y cayera sin necesidad. En una ocasión, un joven aspirante a policía tropezó en el barro y cayó al foso. Se hirió en una mano con una de las estacas y el médico, que estaba tratando de ver cómo subir el cadáver, tuvo que ocuparse de la cura. Wallander vio casualmente cómo resbalaba el aspirante y se dio cuenta, en un relámpago, cómo había tenido lugar la caída y la muerte de Holger Eriksson. Casi lo primero que él había hecho, junto con Nyberg, que era el técnico, fue estudiar las gruesas tablas. Sven Tyrén había confirmado que estaban puestas a modo de pasarela sobre el foso. Fue el propio Holger Eriksson quien las puso allí. En una ocasión, Tyrén le había acompañado a la torre del montículo. Wallander se dio cuenta de que Holger Eriksson era un apasionado observador de pájaros. Aquella no era una torre de caza sino de observación. Los prismáticos de la funda vacía los encontraron colgando del cuello de Holger Eriksson. Sven Nyberg no tardó muchos minutos en comprobar que los tablones habían sido serrados hasta que su capacidad de aguante se había vuelto casi inexistente. Wallander, después de esa información, salió del foso y se alejó para poder pensar, intentando ver el desarrollo de los hechos. Pero no había podido. Sólo cuando Nyberg hubo comprobado que los prismáticos estaban provistos del aparato que permitía ver en la oscuridad, empezó Wallander a barruntar cómo había ocurrido todo. Al mismo tiempo le costaba aceptar su propia composición de lugar. Si estaba en lo cierto, tenían ante si un lugar del crimen preparado y planeado con una perfección tan espeluznante y brutal que casi parecía inverosímil.

Bien entrada la noche empezaron la labor de extraer el cuerpo de Holger Eriksson del foso. Junto con el médico y Lisa Holgersson, se habían visto obligados a decidir entre arrancar las estacas, serrarlas o elegir la casi insoportable opción de desclavar el cuerpo.

Eligieran esto último, por consejo de Wallander. Él y sus colaboradores necesitaban ver el lugar del crimen tal y como era antes de que Holger Eriksson pisase los tablones y se precipitase hacia su muerte. Wallander se sintió obligado a participar en esta desagradable fase final en la que desclavaron y, posteriormente, trasladaron el cuerpo de Holger Eriksson. Era más de medianoche cuando terminaron, la lluvia había amainado sin dar señales de querer cesar, y lo único que se oía era el generador eléctrico y el ruido de pies enfundados en botas, chapoteando en el barro.

Luego se produjo un instante de inactividad. No pasaba nada. Alguien apareció con café. Caras cansadas brillaban fantasmagóricas en la intensa luz blanca. Wallander pensó que tenía que sobreponerse y dar una visión de conjunto de la situación. ¿Qué había ocurrido, en realidad? ¿Cómo iban a continuar? Ahora todos estaban agotados y ya era muy tarde. Se sentían afectados, empapados de agua y hambrientos. Martinsson tenía un teléfono pegado a la oreja. Wallander se preguntó distraídamente si estaría hablando con su mujer, siempre tan inquieta. Pero cuando terminó la conversación y se guardó el teléfono en el bolsillo, les informó de que un meteorólogo de guardia había asegurado que la lluvia cesaría durante la noche. Wallander decidió que lo mejor que podían hacer ahora era esperar al amanecer. Aún no habían empezado a perseguir a un posible asesino, buscaban todavía unos cuantos puntos de partida en los que pudieran concentrarse. Las patrullas con perros que habían acudido al lugar para empezar la búsqueda de Holger Eriksson no habían encontrado ningún rastro. En una ocasión, durante la noche, Wallander y Nyberg subieron a la torre, pero no pudieron ver ni encontrar nada que les hiciera avanzar. Como Lisa Holgersson estaba allí todavía, Wallander se dirigió a ella.

—Ahora mismo no hacemos nada —dijo—. Yo propongo que nos reunamos aquí de nuevo al amanecer. Lo mejor que podemos hacer es descansar.

Nadie tuvo nada que objetar. Todos querían irse de allí. Todos, excepto Sven Nyberg. Wallander sabía que él se quedaría. Seguiría con su trabajo durante la noche y estaría allí cuando ellos volviesen. Cuando ya los otros empezaban a moverse hacia los coches que estaban en el patio, Wallander se quedó rezagado.

—¿Qué piensas? —preguntó.

—No pienso nada —contestó Sven Nyberg—. Nada, salvo que nunca en mi vida he visto cosa parecida.

Wallander asintió en silencio. Tampoco él había visto nada semejante.

Se quedaron mirando el foso. El plástico estaba levantado.

—¿Qué es, en realidad, lo que estamos viendo? —preguntó Wallander.

—Una copia de una trampa asiática para animales salvajes —contestó Nyberg—. También se usa en las guerras.

Wallander asintió.

—En Suecia no hay un bambú así de fuerte —siguió Nyberg—. Lo importamos como cañas de pescar o como material de decoración.

—Además, aquí en Escania no hay animales salvajes —dijo Wallander pensativo—. Y tampoco hay guerra. ¿Qué es entonces esto que estamos viendo ahora mismo?

—Algo que está fuera de lugar aquí —respondió Nyberg—. Algo que no se corresponde. Y que me da miedo.

Wallander le miró con atención. Eran raras las veces que Nyberg hablaba tanto. Que además expresara desagrado y miedo era completamente insólito.

—No trabajes hasta muy tarde —dijo a modo de despedida.

Nyberg no contestó.

Wallander saltó por encima del acordonamiento, saludó con un gesto a los policías que vigilarían el lugar del crimen durante la noche y siguió hacia la finca. En mitad del sendero estaba Lisa Holgersson, que se había detenido para esperarle. Tenía una linterna en la mano.

—Tenemos periodistas allá arriba —dijo—. ¿Qué podemos decirles?

—No mucho —contestó Wallander.

—Ni siquiera podemos darles el nombre de Holger Eriksson —replicó ella.

Wallander reflexionó antes de contestar.

—Creo que sí podemos —dijo luego—. Me hago responsable de que ese conductor del camión cisterna sabe verdaderamente lo que dice. Que Holger Eriksson no tenía familiar alguno. Si no tenemos a nadie a quien darle la noticia de la muerte, igual nos da revelar su nombre. Hasta puede ayudarnos.

Siguieron andando. A lo lejos, detrás de ellos, brillaban los reflectores fantasmalmente.

—¿Podemos decir algo más? —preguntó ella.

—Que se trata de un asesinato —contestó Wallander—. Eso, por lo menos, sí que lo podemos establecer con toda seguridad. Pero no tenemos motivo, ni pista alguna del asesino.

—¿Te has hecho alguna composición de lugar?

Wallander notó lo cansado que estaba. Cada idea, cada palabra que tenía que pronunciar le costaba un esfuerzo casi insuperable.

—No he visto nada más que lo que has visto tú —dijo—. Pero todo está perfectamente planeado. Holger Eriksson ha caído directo en una trampa que le ha atrapado. Eso hace que se puedan sacar por lo menos tres conclusiones sin mayor dificultad.

Volvieron a detenerse. Ahora la lluvia había amainado bastante.

—En primer lugar, podemos partir de la base de que quien hizo esto conocía a Holger Eriksson y algunas de sus costumbres —empezó Wallander—. En segundo lugar, el autor estaba verdaderamente decidido a matarle.

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