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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (11 page)

Wallander hizo ademán de echar a andar de nuevo.

—¿Dijiste que sabíamos tres cosas?

Wallander contempló su cara pálida a la luz de la linterna. Se preguntó vagamente cómo sería su propio aspecto. ¿Se le habría disuelto con la lluvia nocturna el color tostado del viaje a Italia?

—El criminal no quería únicamente quitarle la vida a Holger Eriksson —dijo—. También quería hacerle daño. Holger Eriksson puede haber estado colgado de esas estacas bastante tiempo antes de morir. Nadie podía oírle. Sólo las cornejas. Tal vez los médicos puedan decirnos más adelante cuánto tiempo duró su tormento.

Lisa Holgersson hizo muecas de malestar.

—¿Quién es capaz de hacer algo así? —preguntó mientras seguía andando.

—No lo sé —contestó Wallander—. Lo único que sé es que tengo náuseas.

Cuando llegaron al borde del sembrado encontraron a dos periodistas muertos de frío y a un fotógrafo esperándoles. Wallander saludó con la cabeza. Los conocía a todos de otras veces. Miró a Lisa Holgersson, que movió la cabeza negativamente. Wallander contó lo más concisamente posible lo que había ocurrido. Cuando quisieron hacer preguntas levantó la mano en señal de rechazo. Los periodistas desaparecieron.

—Tienes buena fama como policía criminal —dijo Lisa Holgersson—. Me di cuenta este verano de tu capacidad. No hay un solo distrito policial en Suecia que no quisiera contarte entre los suyos.

Se habían detenido junto al coche de ella. Wallander se dio cuenta de que lo decía en serio. Pero estaba demasiado cansado como para darse por aludido.

—Dispón todo esto como mejor te parezca —siguió ella—. Di cómo quieres organizarlo, que ya me ocuparé yo de que se haga así.

Wallander asintió.

—Veremos dentro de unas horas. Ahora lo que necesitamos es dormir, tanto tú como yo.

Cuando Wallander llegó a su casa en la calle de Mariagatan, eran casi las dos. Se preparó unos bocadillos y se los comió en la mesa de la cocina. Luego se tumbó encima de la cama, en el dormitorio. Puso el despertador para que sonase justo después de las cinco.

A las siete, en el gris amanecer, ya estaban reunidos. El meteorólogo acertó. Había dejado de llover. Pero había vuelto a hacer viento y más frío. Los policías que se quedaron por la noche tuvieron que improvisar, junto con Nyberg, puntos de sujeción para que no se volara el plástico que cubría el lugar del crimen. Cuando luego dejó de llover de repente, a Nyberg le dio un ataque de furor contra los caprichosos dioses del tiempo. Como no parecía muy probable que volviera enseguida la lluvia, habían vuelto a quitar la cubierta de plástico. Eso hizo que Nyberg y los otros técnicos estuvieran ahora trabajando en el fondo del foso, completamente desprotegidos bajo el cortante viento.

En el coche, camino de la finca de Eriksson, Wallander había tratado de pensar cómo organizar la investigación. No sabían nada de Holger Eriksson. El hecho de que fuera rico podía, claro está, constituir un posible motivo. Pero Wallander lo dudaba ya desde el primer momento. Las afiladas estacas del foso hablaban otro idioma. No era capaz, de descifrarlo, no sabía adónde apuntaba, pero sentía ya la inquietud de que iban a vérselas con algo que no estaban preparados para comprender.

Como de costumbre cuando se sentía inseguro, sus pensamientos le llevaron a Rydberg, el viejo policía que en tiempos había sido su maestro y sin cuyos conocimientos sospechaba que él no habría sido más que un investigador mediocre. Pronto haría cuatro años que Rydberg había muerto de un cáncer. Wallander se estremeció al advertir lo rápido que había pasado el tiempo. Luego se preguntó qué es lo que hubiera hecho Rydberg. «Paciencia», pensó. «Rydberg hubiera ido derecho al grano de su Sermón de la Montaña. Me hubiera dicho que ahora, más que nunca, hay que atenerse a la ley de la paciencia».

Instalaron un cuartel general provisional para seguir la investigación en la casa de Eriksson. Wallander trató de formular las principales tareas y de que se distribuyeran de la forma más eficaz posible.

A esa temprana hora de la mañana, cuando todos estaban cansados y ojerosos, Wallander intentó la misión imposible de hacer un resumen.

En realidad sólo tenía una cosa que decir: no tenían nada a lo que agarrarse.

—Sabemos muy poco —empezó—. Sven Tyrén, el chófer de un camión cisterna, denuncia algo que piensa que puede ser una desaparición. Eso fue el martes. Sobre la base de lo que dijo Sven Tyrén y pensando en la fecha del poema, podemos deducir que el asesinato se produjo en algún momento después de las diez de la noche, el miércoles de la semana pasada. No podemos decir exactamente cuándo, pero, en todo caso, no ha sido antes. Tendremos que esperar a ver lo que dice el examen forense.

Wallander hizo una pausa. Nadie tenía preguntas. Svedberg se sonó la nariz. Tenía los ojos brillantes. Wallander pensó que debía de tener fiebre y, por tanto, quedarse en casa en la cama. Al mismo tiempo, tanto Svedberg como él sabían que ahora se necesitaban todas las fuerzas que hubiera disponibles.

—De Holger Eriksson no sabemos muchas cosas —siguió Wallander—. Un ex comerciante de coches. Rico, soltero, sin hijos. Era una especie de poeta local y además, por lo visto, tenía interés por los pájaros.

—Tal vez sepamos algo más, sin embargo —interrumpió Hansson—. Holger Eriksson era una persona conocida. Por lo menos aquí en la comarca y sobre todo, hace diez o veinte años. Podría decirse que tenía fama de ser un chalán de coches. Mano dura. No soportaba a los sindicatos. Ganó dinero a espuertas. Involucrado en pleitos de impuestos y sospechoso de toda una serie de irregularidades. Pero nunca fue condenado, si no recuerdo mal.

—Quieres decir, en otras palabras, que podía tener enemigos —dijo Wallander.

—De eso podemos estar bastante seguros. Pero con eso no quiero decir que estuvieran dispuestos a cometer un asesinato. Sobre todo no de la manera en que ha ocurrido.

Wallander decidió esperar antes de empezar a hablar de las puntiagudas estacas y los tablones serrados. Quería hacer las cosas con orden. Sobre todo, para tener ordenados todos los detalles en su propia y fatigada cabeza. También eso era algo que Rydberg le había recordado con frecuencia. Una investigación criminal es una especie de construcción. Todo hay que hacerlo en el orden adecuado para que funcione.

—Trazar un mapa de Holger Eriksson y de su vida es lo primero que hay que hacer —dijo Wallander—. Pero antes de repartirnos el trabajo, quiero tratar de dar una idea de cómo pienso yo que han sucedido las cosas.

Estaban sentados en torno a la gran mesa redonda de la cocina. A lo lejos, podían ver por las ventanas el acordonamiento y el plástico blanco que revoloteaba con el viento. Nyberg parecía un espantapájaros, vestido de amarillo, en el barro, agitando los brazos. Wallander podía oír en su interior la voz cansada e irritada de Nyberg. Pero sabía que era hábil y minucioso. Si movía los brazos, tenía razones para hacerlo.

Wallander notó que su atención se agudizaba por momentos. Le había pasado muchas veces. Justo en ese instante el equipo de investigación empezó a rastrear.

—Creo que lo que ha pasado es lo siguiente —comenzó Wallander, hablando despacio y eligiendo las palabras con cuidado—. En algún momento después de las diez de la noche del miércoles o quizás a primera hora del jueves, Holger Eriksson sale de su casa. Deja la puerta abierta porque tiene la intención de volver pronto. Además, no se aleja de sus propiedades. Lleva unos prismáticos. Nyberg ha comprobado que están provistos de mira nocturna. Baja por el sendero hacia el foso en el que ha colocado una pasarela. Seguramente iba camino de la torre que se alza en el pequeño montículo al otro lado de la zanja. A Holger Eriksson le interesan los pájaros. Precisamente ahora, en septiembre y octubre, las aves migratorias se van hacia el sur. No sé muy bien cómo ni en qué orden se van. Pero he oído que la mayoría, y tal vez las bandadas más grandes, salen y emprenden el vuelo por las noches. Eso puede explicar los prismáticos nocturnos y la hora. Si es que todo eso no ha ocurrido por la mañana. Pasa por la pasarela, que se hunde, pues los tablones han sido serrados casi por completo con antelación. Cae directamente en el foso, de bruces, y queda clavado en las estacas. Ahí muere. Si ha gritado pidiendo ayuda, nadie le ha oído. La casa está, como ya habéis visto, muy aislada. No sin motivo el nombre de la finca es El Retiro.

Sirvió café de uno de los termos de la policía antes de continuar.

—Yo creo que ha sucedido así —dijo—. Eso supone bastantes más preguntas que respuestas. Pero es por aquí por donde hay que empezar. Tenemos entre manos un asesinato muy bien planeado. Brutal y espantoso. No tenemos un móvil claro, ni siquiera posible, y tampoco una pista clara que seguir.

Se hizo una pausa. Wallander dejó vagar la mirada en torno a la mesa. Por último fue Ann-Britt Höglund quien rompió el silencio.

—Hay otra cosa importante. Quien ha hecho esto no ha tenido ningún interés en ocultar el crimen.

Wallander asintió. Había pensado llegar precisamente a ese punto.

—Creo que existe la posibilidad de que sea aún más que eso —dijo—. Si nos fijamos en la brutal trampa, se puede interpretar como una pura ostentación de atrocidad.

—¿Nos ha tocado otro loco que buscar? —preguntó Svedberg.

Todos los que estaban sentados en torno a la mesa sabían lo que quería decir. El verano aún estaba cerca.

—No podemos descartar ese riesgo —dijo Wallander—. En realidad no podemos descartar absolutamente nada.

—Parece un cepo para osos —dijo Hansson—. O algo por el estilo como sale en alguna vieja película de guerra en Asia. La combinación es extraña. Un cepo para osos y un observador de pájaros.

—O comerciante de coches —terció Martinsson.

—O poeta —dijo Ann-Britt Höglund—. Tenemos donde escoger.

Eran ya las siete y media. La reunión había terminado. Por el momento seguirían utilizando la cocina de Holger Eriksson cuando tuvieran necesidad de reunirse. Svedberg cogió el coche y se fue para hablar con calma con Sven Tyrén y la chica de la empresa de gasóleo que había tomado el encargo de Holger Eriksson. Ann-Britt Höglund se ocuparía de que todos los vecinos de la zona fuesen avisados e interrogados. Wallander se acordó del correo en el buzón y le pidió que hablase también con el cartero. Hansson, con ayuda de alguno de los técnicos de Nyberg, registraría la casa, mientras Lisa Holgersson y Martinsson organizarían juntos el resto de las tareas.

La rueda de la búsqueda había empezado a girar.

Wallander se puso la chaqueta y fue, luchando contra el viento, hacia el foso en el que se batía el plástico. Nubes desgarradas se perseguían por el cielo. Caminaba encogido a causa del viento. De repente oyó el ruido característico de los ánsares en vuelo. Se paró y miró al cielo. Tardó un poco en descubrir a los pájaros. Era una pequeña bandada que volaba muy alto, por debajo de las nubes, en dirección sudoeste. Supuso que, al igual que todas las demás aves migratorias de Escania, dejarían el país por el istmo de Falsterbo.

Wallander se quedó pensativo contemplando a los pájaros. Pensó en el poema que había en la mesa. Luego siguió andando, y se dio cuenta de que su inquietud iba en aumento todo el tiempo.

Había algo en toda aquella acción brutal que le sobrecogía. Podía ser una erupción de odio ciego o de locura. Pero también podía haber cálculo y frialdad detrás del asesinato. No sabía decir qué le inspiraba más miedo.

Nyberg y sus técnicos habían empezado a extraer del barro las ensangrentadas estacas cuando Wallander llegó al foso. Cada estaca era envuelta en un pedazo de plástico y llevada a un coche que estaba esperando. Nyberg tenía manchas de barro en la cara y se movía con brusquedad y pesadamente en el fondo del foso.

Wallander pensó que estaba viendo el fondo de una tumba.

—¿Qué tal va eso? —preguntó fingiendo animación.

Nyberg masculló algo inaudible como respuesta. Wallander resolvió que lo más oportuno de momento era ahorrarse todas las preguntas. Nyberg era susceptible y tenía mal genio y siempre estaba dispuesto a reñir con cualquiera. La opinión general de la policía de Ystad era que Nyberg no dudaría un segundo en gritarle al mismísimo jefe nacional si encontraba la menor razón para ello.

Los policías habían construido un puente provisional sobre el foso. Wallander fue hacia el montículo que había al otro lado. Las ráfagas de viento le tiraban de la chaqueta. Contempló la torre, que tenía una altura de unos tres metros. La habían construido con el mismo tipo de maderas que Holger Eriksson había usado para su pasarela. Habían colocado una escalera de tijera en el exterior de la torre. Wallander subió por ella. La plataforma no tendría mucho más de un metro cuadrado. El viento le azotaba la cara. A pesar de que sólo estaba a unos tres metros por encima del montículo, el paisaje cambiaba completamente. Vislumbró a Nyberg en el foso. A lo lejos vio la finca de Eriksson. Se puso en cuclillas y empezó a examinar la plataforma. De pronto se arrepintió de haber subido a la torre antes de que Nyberg hubiera terminado con su examen pericial y bajó rápidamente. Luego trató de colocarse al abrigo de la torre. Se sintió muy cansado. Algo le escocía, además, en su interior. Intentó darle nombre a la sensación. ¿Desaliento? Poco había durado la alegría. El viaje a Italia. La decisión de hacerse con una casa, tal vez también con un perro. Y Baiba, que iba a venir.

Pero hay un viejo atravesado por estacas en un foso y el mundo vuelve a escaparse bajo sus pies.

Se preguntó cuánto tiempo iba a aguantar.

Hizo un esfuerzo para apartar sus sombríos pensamientos. Tenían que encontrar cuanto antes al autor de esta macabra trampa mortal para Holger Eriksson. Wallander bajó del montículo deslizándose con cuidado. A distancia pudo ver a Martinsson acercándose por el sendero. Como siempre, con prisas. Wallander fue a su encuentro. Seguía sintiendo aún que andaba a tientas y vacilante. ¿Cómo afrontar la investigación? Buscaba un punto de arranque. Pero le parecía que no lo encontraba.

Luego se fijó en la cara de Martinsson y vio que había pasado algo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Tienes que telefonear a una tal Vanja Andersson.

Wallander tuvo que rebuscar en la memoria para acordarse. La floristería de la calle Västra Vallgatan.

—Eso tendrá que esperar —dijo sorprendido—. ¿Cómo coño vamos a tener tiempo ahora?

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