Ella se excusó rápidamente. Wallander oyó que alguien entraba en su despacho y decía algo. Pensó que Björk nunca le hubiera preguntado cómo le había ido el viaje. Ella volvió al auricular.
—He estado unos días en Estocolmo. Y el viaje tuvo poco de divertido.
—¿Qué es lo que se les ha ocurrido ahora?
—Me refiero al
Estonia
. A todos los policías que murieron.
Wallander guardó silencio. Se le debía haber ocurrido a él.
—Podrás imaginarte el ambiente que se respiraba —continuó ella—. ¿Cómo íbamos a estar allí sentados discutiendo problemas de coordinación entre la jefatura Nacional y los diferentes distritos de la policía del país?
—Ante la muerte estamos tan indefensos como los demás —dijo Wallander—. Aunque quizá no debiera ser así. Hemos visto tanto… Nos parece que estamos acostumbrados. Pero no lo estamos.
—Se hunde un transbordador una noche tormentosa y de pronto la muerte vuelve a hacerse visible en Suecia. Después de haberla escondido y negado todo lo posible.
—Seguramente tienes razón. Aunque no lo he pensado.
La oyó aclararse la garganta por el teléfono. Al cabo de unos segundos volvió a hablar.
—Discutimos problemas de cooperación —dijo—. Y la eterna cuestión de las prioridades.
—Yo pienso que tenemos que detener delincuentes —dijo Wallander—. Y llevarlos a los tribunales y ocuparnos de aportar las pruebas suficientes para que sean condenados.
—Si fuera así de fácil… —suspiró ella.
—Me alegro de no ser jefe.
—Yo también me pregunto a veces… —dijo y dejó la continuación en el aire. Wallander creyó que iba a dar por terminada la conversación, pero volvió a hablar.
—Prometí que irías a la Academia de Policía a primeros de diciembre. Quieren que des una conferencia sobre la investigación que hicimos aquí el verano pasado. Si no me equivoco, lo han pedido los propios alumnos.
Wallander se quedó horrorizado.
—No puedo. Yo no soy capaz de estar delante de un grupo de personas haciendo como que enseño algo. Que lo haga otro. A Martinsson se le da bien hablar. Estuvo a punto de dedicarse a la política en una ocasión.
—Prometí que irías tú —dijo ella riéndose—. Seguro que saldrá bien.
—Me daré de baja por enfermedad —contestó Wallander.
—Falta mucho aún hasta diciembre. Ya hablaremos de ello más adelante. En realidad, lo que quería es saber qué tal había salido el viaje. Ya veo que salió muy bien.
—Y aquí todo está tranquilo —respondió Wallander—. Sólo tenemos una desaparición. Pero se han ocupado de ella otros.
—¿Una desaparición?
Wallander informó brevemente de su conversación con Sven Tyrén y de la preocupación porque Holger Eriksson no estaba en casa cuando le llevó el fuel.
—¿Con cuánta frecuencia ocurre algo verdaderamente serio? —preguntó ella después—. Cuando desaparece alguien. ¿Qué dicen las estadísticas?
—Lo que dicen, no lo sé —contestó Wallander—. Pero sé en cambio que muy raras veces ha ocurrido un crimen o una desgracia. Cuando se trata de personas viejas y seniles, lo más probable es que se hayan perdido. Cuando se trata de jóvenes, lo que hay detrás es, sobre todo, rebeldía ante los padres o ganas de aventura. Muy raras veces ocurre algo serio.
Wallander recordó la última vez que había ocurrido. Pensó con disgusto en aquella agente inmobiliario que desapareció y luego la encontraron asesinada, tirada en un pozo. Había sucedido unos años antes y fue una de sus experiencias más desagradables como policía.
Terminaron de hablar. Wallander estaba firmemente decidido a no acudir a la Academia de Policía para dar la conferencia. Claro que era halagador que se lo hubieran pedido. Pero el desagrado era más fuerte. Pensaba también que podría convencer a Martinsson de que fuera en su lugar.
Regresó a sus pensamientos sobre los contrabandistas de coches. Buscó mentalmente el eslabón por el que podrían romper la organización. Poco después de las ocho fue a buscar más café. Como tenía hambre, cogió también unos bizcochos. El estómago ya no parecía estar mal. Acababa de sentarse cuando Martinsson llamó a la puerta y entró.
—¿Estás mejor? —preguntó.
—Estoy bien —dijo Wallander—. ¿Cómo va lo de Holger Eriksson?
Martinsson le miró sin comprender.
—¿Lo de quién?
—Holger Eriksson. El hombre del que escribí un informe y que puede estar desaparecido. Te hablé de él por teléfono.
Martinsson negó con la cabeza.
—¿Cuándo me lo dijiste?
—Ayer por la mañana. Cuando estaba enfermo —dijo Wallander.
—Pues no debí de darme cuenta. Estaba bastante alterado por el accidente del transbordador.
Wallander se levantó del sillón.
—¿Ha llegado Hansson? —preguntó—. Tenemos que ocuparnos de esto inmediatamente.
—Le vi por el pasillo —contestó Martinsson.
Fueron a su despacho. Hansson estaba sentado contemplando un billete de lotería caducado cuando ellos entraron. Lo rompió y dejó caer los trozos en la papelera.
—Holger Eriksson —dijo Wallander—. El hombre que tal vez haya desaparecido. ¿Te acuerdas del camión cisterna que bloqueó la entrada de esta casa el martes?
Hansson afirmó con la cabeza.
—El hombre que se llamaba Sven Tyrén —continuó Wallander—. Que tú te acordabas de que había estado implicado en algunas historias de malos tratos.
—Me acuerdo —dijo Hansson.
A Wallander le costaba trabajo disimular su impaciencia.
—Pues vino a denunciar la desaparición de una persona. Yo cogí el coche y fui a la finca donde vive Holger Eriksson y de donde se supone que ha desaparecido. Escribí un informe sobre ello. Luego, cuando me puse enfermo ayer por la mañana, llamé por teléfono y dije que os ocupaseis del asunto. Me pareció grave.
—Seguramente ha quedado a la espera —dijo Martinsson—. La culpa es mía.
Wallander comprendió que no podía enfadarse.
—Estas cosas, en realidad, no deben ocurrir —dijo—. Pero podemos decir, claro está, que fue por culpa de una serie de circunstancias desafortunadas. Voy a ir a la finca otra vez. Si no está allí, tenemos que empezar a buscarle. Espero que no le encontremos muerto en cualquier sitio. Pensando en que han pasado veinticuatro horas completamente inútiles.
—¿Vamos a hacer una batida? —preguntó Martinsson.
—Aún no —dijo Wallander—. Voy a ir yo primero. Pero llamaré.
Wallander fue a su despacho y buscó en el listín de teléfonos el número de las gasolineras OK. Respondió una chica a la primera llamada. Wallander se presentó y dijo que tenía que hablar con Sven Tyrén.
—Está haciendo el reparto —dijo la chica—. Pero tiene teléfono en la cabina.
Wallander escribió el número en el margen de uno de los memorandos de la Jefatura Nacional de Policía. Luego marcó el número. El auricular chirrió cuando contestó Sven Tyrén.
—Me parece que es posible que tengas razón —dijo Wallander—. Que Holger Eriksson ha desaparecido.
—Pues claro que tengo razón, joder —contestó Tyrén—. ¿Tanto tiempo hace falta para entenderlo?
Wallander no contestó a la pregunta.
—¿Hay alguna otra cosa que deberías contarme? —preguntó en cambio.
—¿Por ejemplo?
—Tú sabrás. ¿No tiene parientes a quienes visitar? ¿No viaja? ¿Quién le conoce bien? Todo lo que pueda explicar que no esté.
—No hay ninguna explicación —contestó Tyrén—. Ya lo he dicho. Por eso fui a la policía.
Wallander reflexionó. No había ninguna razón para que Sven Tyrén no dijese la verdad. Su preocupación era absolutamente auténtica.
—¿Dónde estás ahora? —preguntó Wallander.
—Estoy de regreso de Malmö —contestó Tyrén—. He estado en la terminal reponiendo.
—Yo cojo el coche y voy a la finca de Eriksson —dijo Wallander—. ¿Puedes pasar por allí?
—Sí —contestó Tyrén—. Dentro de una hora estoy allí. Sólo tengo que hacer antes una entrega en una residencia de ancianos. No vaya a ser que los viejos pasen frío.
Wallander puso fin a la conversación y abandonó el edificio de la policía. Había empezado a lloviznar.
No se sentía contento mientras dejaba atrás Ystad. Si no hubiera tenido mal el estómago, nunca habría ocurrido el malentendido. Ahora también estaba convencido de que la inquietud de Sven Tyrén no era injustificada. En el fondo, lo sabía desde el martes. Y ahora era jueves. Y no había pasado nada.
Cuando llegó a la finca de Holger Eriksson, la lluvia se había intensificado. Se puso las botas de goma que guardaba en el maletero. Cuando abrió el buzón de correos, vio que había un periódico y unas cuantas cartas. Entró en el patio y llamó a la puerta. Luego abrió con las llaves de repuesto. Trató de descubrir si había estado allí alguien. Pero todo estaba como cuando él lo había dejado. La funda de los prismáticos, en la pared del vestíbulo, seguía estando vacía. El papel solitario estaba sobre el escritorio. Wallander salió al patio de nuevo. Durante un momento se quedó quieto contemplando pensativo una caseta vacía. En algún lugar en un sembrado alborotaba una bandada de cornejas. Alguna liebre muerta, pensó ausente. Luego fue a su coche y cogió una linterna. Empezó a buscar por toda la casa metódicamente. Holger Eriksson mantenía un orden ejemplar por todas partes. Wallander se pasó un buen rato admirando una vieja Harley-Davidson, pulida y reluciente, que estaba en un ala de la finca que era una combinación de garaje y taller. Al mismo tiempo, oyó que un camión se acercaba por la carretera. Salió y se encontró con Sven Tyrén. Wallander sacudió la cabeza negativamente cuando Tyrén se bajó de la cabina y le miró.
—Aquí no está —dijo Wallander.
Entraron en la casa. Wallander llevó a Tyrén a la cocina. En uno de los bolsillos de la chaqueta encontró unos papeles doblados; pero no un lápiz. Cogió el que estaba en el escritorio junto al poema sobre el pico mediano.
—Yo ya no tengo nada más que decir —dijo Sven Tyrén con una actitud de repulsa—. ¿No sería mejor que empezaseis a buscarle de una vez?
—Uno siempre tiene algo más que decir de lo que cree —dijo Wallander sin disimular que la actitud de Tyrén le había irritado.
—¿Qué es lo que yo no sé que sé?
—¿Hablaste tú con él cuando encargó el fuel?
—Él llamó a la oficina. Tenemos una chica allí. Es la que escribe los albaranes. Ella siempre sabe dónde estoy. Hablamos por teléfono varias veces al día.
—¿Y él estaba como siempre cuando llamó?
—Eso casi tienes que preguntárselo a ella.
—Lo haré —dijo Wallander—. ¿Cómo se llama?
—Rut. Rut Eriksson.
Wallander apuntó.
—Me paré aquí un día a principios de agosto —dijo Tyrén—. Fue la última vez que le vi. Y estaba como siempre. Me invitó a tomar café y me leyó un par de versos que acababa de escribir. Además contaba chistes muy bien. Pero eran muy fuertes.
—¿Qué quieres decir? ¿Fuertes?
—Casi me hacían salir los colores.
Wallander le miró con fijeza. Luego se dio cuenta de repente de que estaba pensando en su padre, que también sabía contar chistes fuertes.
—¿No te dio nunca la impresión de que se estaba volviendo senil?
—Tenía la cabeza tan clara como tú y yo juntos.
Wallander contempló a Tyrén mientras trataba de decidir si había sido objeto de un agravio o no. Lo dejó pasar por alto.
—¿No tiene familia?
—No había estado casado nunca. No tiene hijos. Ninguna amiga. No que yo sepa.
—¿Y otros parientes?
—No hablaba nunca de nadie. Había decidido que todos sus bienes los heredaría no sé qué institución de Lund.
—¿Qué institución?
Tyrén se encogió de hombros.
—Una especie de museo local. Qué sé yo.
Wallander pensó con cierto malestar en los Amigos del Hacha. Luego dio por supuesto que Holger Eriksson había pensado que la asociación Kulturen de Lund heredase su finca. Tomó nota en sus papeles.
—¿Sabes si tiene alguna otra cosa?
—Como… ¿por ejemplo?
—Otra finca tal vez. Un edificio en la ciudad. Quizás un piso.
Tyrén pensó antes de contestar.
—No —dijo luego—. Tenía sólo esta finca. El resto está en el banco. En el Banco Comercial.
—¿Cómo lo sabes?
—Las facturas de fuel las pagaba a través del Banco Comercial.
Wallander asintió. Dobló sus papeles. No tenía nada más que preguntar. Ahora estaba convencido de que algo le había pasado a Holger Eriksson.
—Ya te daré noticias —dijo Wallander levantándose.
—¿Qué va a pasar ahora?
—La policía tiene sus rutinas —contestó Wallander.
Salieron al patio.
—Yo me quedaría encantado para ayudar a buscarle —dijo Tyrén.
—Mejor que no —contestó Wallander—. Preferimos hacer esto a nuestro modo.
Sven Tyrén no protestó. Se subió al camión cisterna y demostró su habilidad como conductor al dar la vuelta en el pequeño espacio que tenía a su disposición. Wallander se quedó viendo cómo desaparecía el vehículo. Después se puso en la linde de los sembrados y miró en dirección a un bosquecillo que se divisaba en la lejanía. La bandada de cornejas seguía alborotando. Wallander sacó el teléfono del bolsillo y llamó a la central. Pidió que le pusieran con Martinsson.
—¿Qué tal va eso? —preguntó Martinsson.
—Empezaremos con una batida —contestó Wallander—. Hansson tiene la dirección. Quiero que se haga lo más pronto posible. Empieza enviando aquí un par de patrullas con perros.
Wallander estaba a punto de terminar la conversación cuando Martinsson le retuvo.
—Hay una cosa más —añadió—. Busqué en el ordenador si teníamos algo sobre Holger Eriksson. Sólo por rutina. Y teníamos.
Wallander apretó el auricular sobre la oreja. Al mismo tiempo se movió hasta quedar de pie bajo un árbol al abrigo de la lluvia.
—¿Qué? —preguntó.
—Hace cosa de un año denunció que le habían entrado en la casa. Por cierto, ¿es verdad que la finca se llama El Retiro?
—Así es —contestó Wallander—. ¡Sigue!
—La denuncia fue registrada el 19 de octubre de 1993. Svedberg se ocupó del asunto. Le pregunté, pero se ha olvidado de todo hace tiempo.
—¿Qué pasó? —preguntó Wallander.
—La denuncia de Holger Eriksson era un poco rara —dijo Martinsson un tanto dudoso.
—¿Cómo que rara? —preguntó Wallander con impaciencia.
—No habían robado nada. Pero él estaba seguro de que alguien había entrado en su casa.