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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (70 page)

Garabateó su nombre y dejó a un lado los papeles. Eran las nueve menos cuarto.

La casa que iba a ver estaba al norte de la ciudad. El día antes recogió las llaves en la agencia. Era una casa de piedra de dos pisos, situada en el centro de un jardín grande y antiguo. La casa tenía muchos ángulos y ampliaciones. Desde el piso superior se veía el mar. Abrió la puerta y entró. El dueño anterior se había llevado los muebles. Las habitaciones estaban vacías. Recorrió la silenciosa vivienda, abrió las puertas que daban al jardín y trató de imaginarse que vivía allí.

Para su sorpresa, le resultó más fácil de lo que pensaba. Era evidente que no estaba tan apegado a su piso de Mariagatan como temía. Se preguntó si Baiba también se sentiría a gusto. Hablaba de que tenía ganas de alejarse de Riga, de vivir en el campo, pero no demasiado lejos, no demasiado aislada.

Aquella mañana no le costó mucho decidirse. Compraría la casa si le gustaba a Baiba. También el precio hacía que los indispensables préstamos no le resultaran demasiado gravosos.

A las diez un poco pasadas, salió de allí. Se fue directamente a la agencia inmobiliaria y prometió dar una respuesta definitiva a la semana siguiente.

Tras la visita a la casa, se dispuso a ver un perro. El criadero estaba camino de Höör, a las afueras de Sjöbo. Los perros ladraron dentro de sus jaulas cuando entró en la explanada del patio. La dueña era una mujer joven que, para sorpresa suya, hablaba con marcado acento de Gotemburgo.

—Quisiera ver un labrador negro.

Ella se los enseñó. Los cachorros eran muy pequeños y estaban con la madre.

—¿Tienes hijos? —le preguntó ella.

—Desgraciadamente, no en casa —contestó Wallander—. ¿Hay que tenerlos para poder comprar un cachorro?

—En absoluto. Pero es que no hay perros que se lleven tan bien con los niños como éstos.

Wallander le explicó la situación. Tal vez comprase una casa a las afueras de Ystad. Si lo hacía, también podría tener un perro. Lo uno dependía de lo otro. Pero empezaba por la casa.

—Tómate el tiempo que necesites. Te reservaré uno de los cachorros. Piénsatelo, pero no demasiado, claro. Hay mucha gente que quiere labradores. Siempre llega el día en que no tengo más remedio que venderlos.

Wallander dijo lo mismo que en la agencia. A la semana siguiente le daría la respuesta. Se quedó de una pieza al oír el precio. ¿Cómo podía costar tanto un cachorro?

Pero no hizo ningún comentario. Ya sabía que compraría el perro si compraba la casa.

Salió del criadero a las doce. Al tomar la carretera, de pronto no supo adónde iba. ¿Iba a algún sitio siquiera? No tenía que ver a Yvonne Ander. Por el momento, no tenían nada más que decirse. Se verían de nuevo. Pero no ahora. El punto final provisional se mantenía por el momento. Tal vez Per keson le pidiera que completase algún detalle. Pero no lo creía. El sumario estaba ya más que instruido.

Lo cierto era que no tenía ningún sitio adonde ir. Justo ese día, el 5 de diciembre, no había nadie que le necesitara de veras.

Sin tenerlo demasiado claro, se dirigió a Vollsjö Se detuvo junto a Hansgården. No se sabía lo que iba a pasar con la casa. Era propiedad de Yvonne Ander y lo seguiría siendo, seguramente, durante todos los años que permaneciera en la cárcel. No tenía parientes próximos, sólo su hermana muerta y su madre, también muerta. La cuestión era si tendría amigos siquiera. Katarina Taxell había dependido de ella y recibió su apoyo, al igual que las otras mujeres. Pero ¿amigos? Wallander se estremeció al pensarlo. Yvonne Ander no tenía ni una sola persona allegada. Salió de un vacío para matar.

Wallander se apeó del coche. La casa respiraba abandono. Al dar la vuelta, notó que había una ventana entreabierta. No debía estar así. Podían entrar a robar. La casa de Yvonne Ander podía ser objeto de ataques de cazadores de trofeos. Wallander fue a buscar un banco de madera y lo puso delante de la ventana. Luego entró en la casa. Miró a su alrededor. Nada indicaba por el momento que hubiera entrado alguien. La ventana había quedado abierta por descuido. Recorrió las habitaciones. Contempló el horno con repugnancia. Por ahí pasaba una frontera invisible. Al otro lado de ella, no podría comprender nunca a aquella mujer.

Pensó de nuevo que la investigación había terminado. Habían puesto fin a la macabra lista, habían interpretado el idioma del asesino y, finalmente, la habían encontrado. Por eso se sentía superfluo. Ya no era necesario. Cuando regresara de Estocolmo volvería a ocuparse de los coches que pasaban de contrabando a los antiguos países del este. Sólo entonces volvería a la realidad completamente.

Sonó el teléfono en medio de aquel silencio. Hasta que dio la segunda señal no advirtió que sonaba en su bolsillo. Era Per keson.

—¿Te molesto? ¿Dónde estás?

Wallander no quiso decir dónde estaba.

—En el coche. Pero estoy aparcado.

—Supongo que no lo sabes. No habrá juicio.

Wallander no entendía. La idea no le cabía en la cabeza. Aunque debería haberlo hecho. Debería haber estado preparado.

—Yvonne Ander se ha suicidado —prosiguió Per keson—. En algún momento, esta noche. Esta mañana han hallado su cadáver.

Wallander contuvo el aliento. Algo se resistía aún, se negaba a ceder.

—Parece que tuvo acceso a unas tabletas. Lo que no debía haber sido posible. Por lo menos, no tantas como para poder suicidarse. Algunas personas de muy mala leche van a preguntarse, naturalmente, si fuiste tú quien se las dio.

Wallander entendió que no era una pregunta disimulada. Pero contestó, de todas maneras.

—Yo no la ayudé.

—Dicen que daba una impresión de tranquilidad. Todo estaba muy ordenado. Parece que se decidió y lo llevó a cabo. Morir durmiendo. Desde luego, se la puede comprender.

—¿Se puede?

—Ha dejado una carta a tu nombre. La tengo delante de mí.

Wallander asintió en silencio al teléfono.

—Voy para allá. Estaré ahí dentro de media hora.

Se quedó de pie con el teléfono en la mano. Intentando decidir qué sentía de verdad. Vacío, tal vez una leve sombra de injusticia. ¿Algo más? No consiguió aclararlo.

Controló que la ventana quedaba bien cerrada y salió de la casa por la puerta exterior, que tenía cerradura de seguridad.

El día era muy claro. El invierno acechaba en algún sitio, muy cerca ya.

Fue a Ystad a buscar su carta.

Per keson no estaba.

Pero la secretaria sabía de qué se trataba. Wallander entró en el despacho. La carta estaba encima de la mesa.

La cogió y se dirigió en automóvil hasta el puerto. Fue andando hasta el rojo edificio de la Defensa Naval y se sentó en un banco.

El texto era muy corto.

«En algún lugar de Argelia hay un hombre desconocido que ha matado a mi madre. ¿Quién le busca?».

Eso era todo. Tenía una letra bonita.

«¿Quién le busca?».

Había firmado la carta con su nombre completo. En la parte de arriba, a la derecha, había escrito la fecha y la hora.

«5 de diciembre de 1994. 02:44».

El penúltimo dato de su horario, pensó Wallander.

El último no lo escribe ella. Lo escribe el médico que dice cuándo cree que le sobrevino la muerte.

Después ya no hay nada.

El horario cerrado, la vida terminada.

La despedida formulada como una pregunta o una acusación. ¿O ambas cosas?

«¿Quién le busca?».

No se quedó mucho rato sentado en el banco porque hacía frío. Lentamente, rompió la carta en tiritas y la echó al mar. Se acordó de que una vez, hacía unos años, había roto también una desafortunada carta a Baiba en el mismo sitio. Y también la había echado al mar.

La diferencia era, sin embargo, grande. A ella volvería a verla. Muy pronto, además.

Se quedó de pie viendo desaparecer en el agua los trozos de papel. Luego, se marchó del puerto y fue al hospital a ver a Ann-Britt.

Tal vez algo había terminado por fin.

El otoño de Escania empezaba a ser invierno.

Colofón

Muchos son los que han contribuido, muchos a los que hay que dar las gracias. Por ejemplo, a Bo Johansson, en Alafors, que conoce el mundo de las aves y compartió ese conocimiento. A Dan Israel, que lee el primero y el último, descubre agujeros, propone las salidas y critica siempre con dureza, pero con un entusiasmo indomable. Y luego hay que dar las gracias sobre todo a Eva Stenberg por su forma de tomar resueltamente el mando del trabajo de lectura de galeradas; a Malin Svãrd, que formó la retaguardia y se ocupó de que los horarios, reales y simbólicos, fueran exactos; y a Maja Hagerman, porque habló de los cambios de comportamiento de las vecinas desde los años cincuenta hasta la actualidad.

Hay también otras personas a las que dar las gracias. Están incluidas.

En el mundo de la novela hay cierta libertad. Lo que se describe pudo haber ocurrido exactamente como está descrito. Pero tal vez ocurrió, a pesar de todo, de una manera algo distinta.

En esta libertad entra también el que uno pueda trasladar un lago, cambiar un cruce de carreteras o reconstruir una Maternidad. O añadir una iglesia que quizá no existe. O un cementerio.

Cosa que he hecho.

Henning Mankell
,

Maputo, abril de 1996

Henning Mankell
, (Estocolmo, 3 de febrero de 1948) es un novelista y dramaturgo sueco, reconocido internacionalmente por su serie de novela negra sobre el inspector Wallander.

Actualmente reside en Mozambique, donde dirige el Teatro Nacional Avenida de Maputo.1 2 Está casado con Eva Bergman, hija del cineasta Ingmar Bergman. En noviembre de 2006 fue galardonado con el Premio Pepe Carvalho, que reconoce a autores de prestigio y trayectoria reconocida en el ámbito de la novela negra y donde el jurado consideró que Mankell «comparte con Manuel Vázquez Montalbán la idea de utilizar la novela negra para abordar críticamente los retos de la sociedad actual».

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