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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (62 page)

—Sabemos en qué tren trabajaba.

Le dio a Bergstrand los datos que había recibido de Annika Carlman. Bergstrand movió la cabeza.

—Esto es de hace tres años.

—Ya lo sabemos —dijo Wallander—. Pero es de suponer que la compañía tiene un fichero de sus empleados.

—En realidad, yo no puedo responder a esto —dijo Bergstrand con aire aleccionador—. Esto es un consorcio dividido en muchas empresas. Los restaurantes son una filial. Tienen su propia administración de personal. Son ellos los que pueden contestar a sus preguntas. No nosotros. Pero, naturalmente, colaboramos cuando es necesario.

Wallander empezaba a sentirse un poco impaciente y molesto.

—Vamos a dejar clara una circunstancia fundamental —cortó—. No estamos buscando a esta camarera por gusto. Queremos dar con ella porque puede aportar valiosa información sobre una complicada investigación criminal. No nos interesa quién contesta a nuestras preguntas. Pero sí que se haga lo más pronto posible.

Las palabras surtieron efecto. Bergstrand parecía haber comprendido. Birch miró, alentador, a Wallander, que continuó:

—Supongo que tú podrás encontrar a la persona que esté en condiciones de darnos respuesta a nuestras preguntas. Así que aquí esperamos.

—¿Son los asesinatos de la zona de Ystad? —preguntó Bergstrand con curiosidad.

—Exactamente. Y esa camarera puede saber algo de interés.

—¿Es sospechosa?

—No. No es sospechosa. No va a caer ninguna sombra ni sobre los trenes ni sobre los bocadillos.

Bergstrand se levantó y salió de la habitación.

—Parecía un poco engreído —comentó Birch—. Hiciste bien en ponerle en su sitio.

—Lo que estaría bien es que volviera con una respuesta y, además, rápido.

Mientras esperaban a Bergstrand, Wallander llamó a Hansson, a Lödinge. La respuesta fue negativa. Estaban llegando al centro del primer cuadrado. Aún no habían encontrado nada.

—Por desgracia, se ha corrido la voz —informó Hansson—. Hemos tenido muchos curiosos por aquí.

—Mantenlos a distancia. No podemos hacer nada más.

—Nyberg quería hablar contigo. A propósito de la grabación de la llamada a la madre de Katarina Taxell.

—¿Consiguieron identificar el golpeteo del fondo?

—Si entendí bien lo que dijo Nyberg, el resultado fue negativo. Pero es mejor que hables con él.

—¿Es posible que no puedan decir nada en absoluto?

—Dicen que había alguien cerca del teléfono que golpeaba el suelo o la pared. Pero eso ¿de qué nos sirve?

Wallander se dio cuenta de que había empezado a alimentar esperanzas demasiado pronto.

—No es probable que fuera el crío de Katarina Taxell —continuó Hansson—. Se ve que tenemos un especialista que puede filtrar frecuencias o algo parecido. Tal vez consiga saber si la llamada vino de lejos o si se produjo en las proximidades de Lund. Pero parece que es un proceso muy complicado. Nyberg dijo que tardaría por lo menos dos días.

—Tendremos que contentarnos con eso —dijo Wallander.

En ese momento Bergstrand regresó al despacho. Wallander se apresuró a cortar la conversación con Hansson.

—Tardará un rato. Por un lado, se trata de una lista de servicio de hace tres años. Por otro, el consorcio ha sufrido muchos cambios desde entonces. Pero he dicho que es importante. Están trabajando a tope.

—Esperaremos —dijo Wallander.

Bergstrand no pareció muy entusiasmado de tener a los dos policías sentados en su despacho. Pero no dijo nada.

—Un café —pidió Birch—. Es una de las especialidades de la Compañía Sueca de Ferrocarriles. ¿Se puede tomar también fuera de los vagones-cafetería?

Bergstrand salió de la habitación.

—No creo que esté acostumbrado a traer café —dijo Birch satisfecho.

Wallander no contestó.

Bergstrand volvió con una bandeja. Luego se disculpó diciendo que tenía una reunión urgente. Ellos se quedaron sentados en el despacho. Wallander tomó el café sintiendo cómo aumentaba su impaciencia.

Pensó en Hansson. Sopesó si no debía dejar a Birch solo, mientras identificaban a la camarera. Decidió quedarse media hora más.

—He intentado ponerme al tanto de todo lo que ha pasado —dijo Birch, de repente—. Reconozco que nunca he vivido nada parecido. ¿Es verdaderamente posible que sea una mujer la que está detrás de esto?

—No podemos hacer caso omiso de lo que sabemos —respondió Wallander.

Al mismo tiempo le asaltó de nuevo la impresión que no dejaba de atormentarle. El temor de haber llevado toda la investigación a un terreno lleno de trampas. En cualquier momento podía abrirse una bajo sus pies.

Birch callaba.

—Asesinos en serie que sean mujeres no ha habido apenas en este país —dijo luego.

—Si es que ha habido alguna siquiera —repuso Wallander—. Además, no sabemos si es la que ha cometido los crímenes. El rastro que tenemos nos lleva a ella sola, o a otra persona que está detrás.

—¿Y piensas que ella, por lo demás, se dedica a servir café en los trenes entre Estocolmo y Malmö?

Las dudas de Birch eran evidentes.

—No —replicó Wallander—. Yo no pienso que se dedique a servir café. La camarera, probablemente, sólo es el cuarto paso en el camino.

Birch dejó de preguntar. Wallander consultó el reloj. Pensó en llamar a Hansson otra vez. La media hora estaba tocando a su fin. Bergstrand seguía ocupado con su reunión. Birch leía un folleto que hablaba de las excelencias de la Compañía Sueca de Ferrocarriles.

Transcurrió la media hora. La impaciencia de Wallander empezaba a ser penosa.

Apareció de nuevo Bergstrand.

—Parece que se va a resolver —dijo animoso—. Pero tardará un rato todavía.

—¿Cuánto?

Wallander no ocultaba su impaciencia ni su irritación. Se daba cuenta de que probablemente era injusto. Pero no podía evitarlo.

—¿Media hora tal vez? Están repasando los ficheros. Esas cosas llevan tiempo.

Wallander asintió en silencio.

Siguieron esperando. Birch dejó el folleto y cerró los ojos. Wallander se acercó a una ventana y paseó la vista por la ciudad. A la derecha se veía la terminal de los aerodeslizadores. Pensó en cuando había estado allí esperando a Baiba. ¿Cuántas veces? Dos. Parecía que fueran más. Volvió a sentarse. Llamó a Hansson. Seguían sin encontrar nada. Las excavaciones llevarían tiempo. Hansson dijo también que había empezado a llover. Wallander conjeturó lúgubremente acerca del volumen de la deprimente tarea.

«Esto es un disparate de cojones», pensó de repente. «He llevado esta investigación directamente a la catástrofe».

Birch empezó a roncar. Wallander consultaba incesantemente el reloj.

Volvió Bergstrand y Birch despertó sobresaltado. Venía con un papel en la mano.

—Margareta Nystedt —dijo—. Debe de ser la persona que buscan. Estaba a cargo de la cafetería precisamente ese día, a esa hora.

Wallander se levantó de un salto.

—¿Dónde está ahora?

—No lo sé. Dejó de trabajar con nosotros hace aproximadamente un año.

—Mierda —dijo Wallander.

—Pero tenemos su dirección —continuó Bergstrand—. No tiene por qué haber cambiado sólo por haber dejado de trabajar en nuestros restaurantes.

Wallander le arrebató el papel. Era una dirección en Malmö.

—Avenida Carl Gustaf —leyó—. ¿Dónde está eso?

—Junto al parque Pildam —contestó Bergstrand.

Wallander vio que había un número de teléfono. Pero decidió no llamar. Quería ir directamente.

—Gracias por tu ayuda —le dijo a Bergstrand—. Parto de la base de que esto es verdad. Que era ella la que estaba de servicio esa vez.

—La Compañía Sueca de Ferrocarriles es conocida por su seguridad —dijo Bergstrand—. Eso significa también que controlamos a nuestros empleados. Tanto en nuestros negocios como en nuestras filiales.

Wallander no sabía a qué se refería. Pero no tenía tiempo de preguntar.

—Nos vamos —le dijo a Birch.

Se alejaron de la estación. Birch dejó su coche y fue con Wallander. Tardaron menos de diez minutos en encontrar la dirección. Era un edificio de cinco plantas. Margareta Nystedt vivía en la cuarta. Subieron en el ascensor. Wallander llamó a la puerta antes de que Birch hubiera tenido tiempo de salir del ascensor. Esperaron. Volvieron a llamar. Nadie abría. Wallander juraba para sus adentros. Luego tomó una decisión rápida. Llamó a la puerta de al lado. La puerta se abrió casi al instante. Un señor mayor miraba severamente a Wallander. Llevaba la camisa desabrochada. En la mano llevaba un cupón de apuestas a medio llenar. A Wallander le pareció que tenía algo que ver con trotones. Sacó su placa.

—Buscamos a Margareta Nystedt.

—¿Qué ha hecho? Es una señora joven, muy amable. Y su marido también.

—Sólo necesitamos unas informaciones —dijo Wallander—. No está en casa. No abre nadie. ¿No sabe usted, por casualidad, dónde podríamos encontrarla?

—Trabaja en los barcos aerodeslizadores. Es camarera.

Wallander miró a Birch.

—Gracias por su ayuda —contestó Wallander—. Y suerte con los caballos.

Diez minutos más tarde aparcaban delante de la terminal.

—Me parece que no podemos aparcar aquí.

—Me trae sin cuidado.

Tenía la sensación de que iba corriendo. Si se detenía, todo se vendría abajo.

Tardaron unos minutos en saber que, esa mañana, Margareta Nystedt trabajaba en el Springaren. Acababa de salir de Copenhague y se calculaba que estaría en el muelle dentro de poco más de media hora. Wallander, mientras tanto, fue a llevar el coche a otro sitio. Birch se quedó en un banco del vestíbulo de salida leyendo un periódico roto. El encargado de la terminal fue a decirles que podían esperar en la sala de personal. Preguntó si querían que tomase contacto con el barco.

—¿De cuánto tiempo dispone? —preguntó Wallander.

—En realidad, tiene que volver a Copenhague en la próxima salida.

—No podrá ser.

El hombre era servicial. Les prometió que Margareta Nystedt permanecería en tierra. Le aseguraron que no era sospechosa de ningún delito.

Wallander salió al aire libre cuando el barco atracó en el muelle.

Los pasajeros luchaban contra las ráfagas de viento. Se sorprendió de que tantas personas cruzasen el estrecho un día laborable. Esperó impaciente. El último pasajero era un hombre con muletas. Inmediatamente detrás salió a cubierta una mujer de uniforme. El hombre que había recibido anteriormente a Wallander estaba a su lado haciéndole señas.

Margareta Nystedt bajó por la pasarela. Era rubia, tenía el pelo corto y era más joven de lo que Wallander imaginaba. Se paró ante él y cruzó los brazos sobre el pecho. Tenía frío.

—¿Eres tú el que quiere hablar conmigo? —preguntó.

—¿Margareta Nystedt?

—Soy yo.

—Entremos. No hay por qué estar aquí pasando frío.

—No tengo mucho tiempo.

—Tienes más del que tú crees. No vas a hacer el próximo viaje.

Ella se detuvo sorprendida.

—¿Por qué no? ¿Quién ha decidido eso?

—Necesito hablar contigo. Pero no tienes por qué preocuparte.

De repente, Wallander tuvo la impresión de que se había asustado. Durante una fracción de segundo pensó que se había equivocado. Que era ella a la que estaban esperando. Que ya tenía a la quinta mujer a su lado, sin haber tenido que ver a la cuarta.

Luego comprendió, con idéntica rapidez, que tenía que ser un error. Margareta Nystedt era una mujer joven y frágil. Nunca hubiera podido llevar a cabo el esfuerzo físico que aquellos crímenes requerían. Algo en su apariencia le decía que no era ella a quien buscaban.

Fueron al edificio de la terminal donde esperaba Birch. El personal tenía una salita de estar reservada. Se sentaron en un viejo tresillo tapizado de plástico. La habitación estaba vacía. Birch se presentó. Ella le dio la mano. Tenía una mano delicada. «Como la pata de un pájaro», pensó Wallander de manera confusa.

Contempló su cara. Calculó que tendría veintisiete o veintiocho años. Llevaba una falda corta. Bonitas piernas. La cara muy maquillada. Tuvo la impresión de que cubría con pintura algo que no le gustaba en su rostro. Estaba nerviosa.

—Siento que hayamos tenido que tomar contacto contigo de esta manera —dijo Wallander—. Pero hay cosas, a veces, que no pueden esperar.

—Como, por ejemplo, mi barco —contestó ella.

Su voz tenía un acento notablemente duro. Wallander no se lo esperaba. No sabía, en realidad, qué era lo que se esperaba.

—Eso no es problema. He hablado con uno de tus superiores.

—¿Qué es lo que he hecho?

Wallander la contempló pensativo. Ella no tenía la menor idea de por qué estaban él y Birch allí. De eso no cabía la menor duda.

Las trampas crujían y rechinaban bajo sus pies.

Su inseguridad era muy grande.

Ella repitió su pregunta: ¿qué había hecho?

Wallander le echó una mirada a Birch, que miraba a hurtadillas las piernas de la chica.

—Katarina Taxell —dijo Wallander—. ¿La conoces?

—Sé quién es. Conocerla es otra cosa.

—¿Cómo la conociste? ¿Cuál fue vuestra relación?

Ella sufrió un sobresalto en el sofá negro de plástico.

—¿Le ha pasado algo?

—No. Contesta a mis preguntas.

—¡Contesta tú a la mía! Yo sólo tengo una. ¿Por qué me haces preguntas sobre ella?

Wallander comprendió que se había mostrado demasiado impaciente. Había ido demasiado rápido. Su agresividad estaba, en realidad, justificada.

—No le ha pasado nada a Katarina. Tampoco es sospechosa de haber cometido ningún delito. Igual que tú. Pero necesitamos algunas informaciones sobre ella. Eso es todo lo que puedo decir. Cuando hayas contestado a mis preguntas, me iré de aquí y tú podrás volver a tu trabajo.

Ella le escudriñó la cara. Él notó que empezaba a creerle.

—Hace aproximadamente tres años, te relacionabas con ella. En esa época trabajabas como camarera en los restaurantes de los ferrocarriles.

Pareció sorprenderse de que supiera cosas de su pasado. Wallander tuvo la impresión de que se ponía en guardia, lo que, a su vez, hizo que él mismo aguzara su atención.

—¿Es cierto?

—Claro que es cierto. ¿Por qué iba a negarlo?

—¿Y conocías a Katarina Taxell?

—Sí.

—¿Cómo la conociste?

—Trabajábamos juntas.

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