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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (59 page)

BOOK: La quinta mujer
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—Huellas dactilares.

Luego empezó a hablar de Krista Haberman. Expuso sus ideas. Contó la visita de la mañana en plena niebla. La seriedad que gravitaba en la sala era inequívoca.

—Pienso, pues, que podemos empezar a excavar. Cuando haya aclarado la niebla y Hansson haya tenido posibilidad de enterarse de quién ha trabajado la tierra. Y de si ha producido allí algún cambio llamativo después de 1967.

Se quedaron en silencio un buen rato. Todos sopesaban las palabras de Wallander. Por fin fue Per keson el que habló.

—Todo esto parece increíble y, al mismo tiempo, curiosamente capcioso. Supongo que tenemos que tomarnos esta posibilidad en serio.

—Sería deseable que no trascendiera —dijo Lisa Holgersson—. No hay nada que le guste tanto a la gente como que vuelvan a salir a flote viejas desapariciones no resueltas.

La decisión estaba tomada.

El deseo de Wallander ahora era terminar la reunión cuanto antes porque todos tenían muchas cosas que hacer.

—Katarina Taxell, como sabéis, ha desaparecido. Se ha ido de casa en un Golf de color rojo. El conductor es desconocido. Su marcha tiene que calificarse de precipitada. Birch espera en Lund que le digamos algo. La madre piensa que tenemos que anunciar su desaparición. Cosa que no podemos negarle porque es su más próximo pariente. Pero creo que podemos esperar. Un día o dos por lo menos.

—¿Por qué? —preguntó Per keson.

—Tengo la sospecha de que va a dar señales de vida. No a nosotros, desde luego. Pero sí a su madre. Katarina Taxell sabe que tiene que estar preocupada. La llamará para tranquilizarla. Pero, por desgracia, no le dirá dónde está. Ni con quién.

Wallander se volvió hacia Per keson directamente.

—Quiero, pues, tener a alguien en casa de la madre de Katarina Taxell. Alguien que pueda grabar la llamada. Más pronto o más tarde, habrá una llamada.

—Si es que no la ha habido ya —dijo Hansson levantándose—. Dame el teléfono de Birch.

Se lo dio Ann-Britt Höglund y Hansson se fue rápidamente.

—No hay nada más por ahora —dijo Wallander—. Si os parece, nos veremos aquí a las cinco. Si no pasa nada antes.

Cuando Wallander entró en su despacho, sonó el teléfono. Martinsson quería saber si Wallander podía verle a las dos y si tenía tiempo de ir a su casa. Wallander le dijo que iría. Comió en el Continental. En realidad, sabía que no podía permitirse ese lujo. Pero tenía mucha hambre y poco tiempo. Se sentó a una mesa junto a la ventana y saludó a varias personas. Se sorprendió y le hirió que nadie se detuviera a darle el pésame por la muerte de su padre. Había salido en los periódicos. Las noticias de las defunciones se extendían con rapidez. Ystad era una ciudad pequeña. Comió fletán y se bebió una cerveza. La camarera era joven y se ruborizaba cada vez que la miraba. Se preguntó, compasivamente, cómo podía soportar su trabajo.

A las dos en punto llamó a la puerta de Martinsson. Le abrió él mismo. Se sentaron en la cocina. La casa estaba en silencio. Martinsson se encontraba solo en casa. Wallander le preguntó por Terese. Había vuelto al colegio. Martinsson estaba pálido y sereno. Wallander nunca le había visto tan abatido y descorazonado.

—No sé qué hacer —dijo.

—¿Qué dice tu mujer? ¿Y Terese?

—Que siga, naturalmente. No son ellas las que quieren que deje la policía. Soy yo.

Wallander esperó, pero Martinsson no dijo nada más.

—Recordarás hace unos años —empezó Wallander—, cuando en la niebla maté a una persona de un tiro junto a Kåseberga. Y atropellé a otra en el puente de Öland. Estuve alejado casi un año. Vosotros creísteis incluso que lo había dejado. Luego ocurrió lo de los abogados Torstensson. Y todo se transformó de repente. Estaba a punto de firmar mi dimisión. En lugar de ello, me incorporé de nuevo al trabajo.

Martinsson asintió. Se acordaba de aquellos sucesos.

—Ahora, con el tiempo, me alegro de haber hecho lo que hice. Lo único que puedo aconsejarte es que no te precipites. Espera antes de tomar la decisión. Vuelve a trabajar una temporada. Decide luego. No te pido que olvides. Te pido que tengas paciencia. Todos te echan de menos. Todos saben que eres un buen policía y notamos tu ausencia.

Martinsson movió los brazos en señal de rechazo.

—No soy tan importante. Tengo experiencia. Pero no quieras hacerme creer que soy insustituible.

—Nadie puede sustituirte a ti, precisamente. Es lo que te estoy diciendo.

Wallander había pensado que la conversación iba a ser muy larga. Martinsson se quedó callado unos minutos. Luego se levantó y salió de la cocina. Cuando volvió, llevaba la guerrera puesta.

—¿Vamos? —preguntó.

—Sí —contestó Wallander—. Tenemos mucho que hacer.

En el coche, camino de la comisaría, Wallander le hizo un informe resumido de lo sucedido en los últimos días. Martinsson escuchó sin hacer ningún comentario.

Cuando entraron en la recepción, les paró Ebba. Como no se entretuvo en darle la bienvenida a Martinsson, Wallander se dio cuenta inmediatamente de que había ocurrido algo.

—Ann-Britt Höglund quiere hablar con vosotros. Es muy importante.

—¿Qué ha pasado?

—Una tal Katarina Taxell ha llamado a su madre.

Wallander miró a Martinsson.

Así pues, tenía razón.

Pero había sido más rápido de lo que suponía.

33

Aún no era demasiado tarde.

Birch había tenido tiempo de poner en marcha un magnetófono. Al cabo de una hora larga, la cinta de Lund estaba en Ystad. Se reunieron en el despacho de Wallander, donde Svedberg había instalado un magnetófono.

Escucharon la conversación de Katarina Taxell con su madre con gran excitación. La conversación fue corta. Eso fue también lo primero que pensó Wallander. Katarina Taxell no quería hablar más de lo necesario.

Escucharon una vez, y luego otra. Svedberg le dio unos auriculares a Wallander para que se acercara más a las dos voces.

—¿Mamá? Soy yo.

—¡Dios mío! ¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?

—No ha pasado nada. Estamos bien.

—¿Dónde estás?

—En casa de una amiga.

—¿En casa de quién?

—De una amiga. Sólo quería llamarte para decirte que todo va bien.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué te has ido?

—Ya te contaré.

—¿En casa de quién estás?

—Tú no la conoces.

—No cuelgues. Dame el número de teléfono.

—Voy a colgar ya. Sólo quería llamar para que no estés preocupada.

La madre intentó decir algo más, pero Katarina Taxell cortó. El diálogo constaba de catorce réplicas, la última de las cuales quedó interrumpida.

Escucharon la cinta no menos de veinte veces. Svedberg escribió las réplicas en un papel.

—Es la frase número once la que nos interesa —dijo Wallander—. «Tú no la conoces.» ¿Qué quiere decir con eso?

—La verdad —dijo Ann-Britt Höglund.

—No me refiero a eso exactamente —puntualizó Wallander—. «Tú no la conoces» puede significar dos cosas. Que la madre no la ha visto nunca. O que la madre no ha comprendido lo que ella significa para Katarina Taxell.

—Lo primero es lo más probable —dijo Ann-Britt Höglund.

—Espero que te equivoques —contestó Wallander—. Eso nos facilitaría mucho el identificarla.

Mientras hablaban, Nyberg escuchaba con los auriculares puestos. El ruido que se filtraba les indicó que tenía el volumen muy alto.

—Se oye algo al fondo —dijo Nyberg—. Algo que golpea.

Wallander se puso los auriculares. Nyberg tenía razón: se oían unos golpes sordos regulares al fondo de la grabación. Los otros también escucharon, uno detrás de otro. Ninguno de ellos pudo decir con seguridad qué era.

—¿Dónde estará? —preguntó Wallander—. Ha llegado a algún sitio. Está en casa de esa mujer que fue a buscarla. Y en algún lugar, al fondo, hay algo que da golpes.

—Puede ser cerca de un edificio en construcción —aventuró Martinsson.

Era lo primero que decía desde que había decidido reanudar el trabajo.

—Es una posibilidad.

Volvieron a escuchar. El golpeteo estaba allí. Wallander tomó una determinación.

—Vamos a enviar la cinta al laboratorio de Linköping. Les pediremos que la analicen. Si podemos identificar el ruido, sería una ayuda.

—¿Cuántas obras de construcción habrá sólo en Escania? —preguntó Hansson.

—Puede ser otra cosa —repuso Wallander—. Algo que puede darnos una idea de dónde se encuentra.

Nyberg desapareció con la cinta. Los otros se quedaron en el despacho de Wallander, apoyados en las paredes y en la mesa.

—A partir de este momento, hay tres tareas esenciales —continuó Wallander—. Tenemos que concentrarnos. Por ahora dejaremos otros aspectos de la investigación como están. Tenemos que seguir investigando la vida de Katarina Taxell. ¿Quién es? ¿Quién ha sido? ¿Quiénes son sus amigos? Los pasos de su vida. Eso es lo primero. Lo segundo está relacionado con eso, es decir: ¿en casa de quién está?

Hizo una breve pausa antes de continuar.

—Esperaremos a que Hansson regrese de Lödinge. Pero cuento con que nuestra tercera tarea sea empezar a excavar en la finca de Holger Eriksson.

Nadie tuvo nada que objetar. Se separaron. Wallander se dirigiría a Lund y pensaba llevarse a Ann-Britt Höglund con él. Ya era bastante tarde.

—¿Tienes quien te cuide a los niños? —le preguntó cuando se quedaron solos en el despacho.

—Sí. Por el momento, mi vecina necesita dinero, gracias a Dios.

—¿Cómo puedes permitírtelo? Tu sueldo no es muy alto.

—Yo no puedo permitírmelo. Pero mi marido gana bastante. Eso nos salva y nos hace ser una familia envidiable hoy día.

Wallander telefoneó a Birch y le dijo que iban de camino.

Dejó que condujera Ann-Britt Höglund. No confiaba ya en su coche, a pesar de la costosa reparación.

El paisaje se esfumaba lentamente en el anochecer. Soplaba un viento frío sobre los campos.

—Empezaremos en casa de la madre de Katarina Taxell —dijo Wallander—. Luego volveremos al piso otra vez.

—¿Qué es lo que esperas encontrar? Ya lo has registrado. Y sueles ser minucioso.

—Nada nuevo. Pero, a lo mejor, una relación entre dos detalles que no he descubierto antes.

Ann-Britt Höglund conducía deprisa.

—¿Acostumbras a arrancar a todo gas? —preguntó Wallander de repente.

Ella le echó una mirada fugaz.

—A veces. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque no sé si fue una mujer quien conducía el Golf rojo. El coche que fue a recoger a Katarina Taxell.

—¿No lo sabemos con toda seguridad?

—No —contestó Wallander terminantemente—. No lo sabemos con seguridad. No sabemos casi nada con seguridad.

Iba mirando por la ventanilla. En ese momento pasaban por el palacio de Marsvinsholm.

—Hay otra cosa que tampoco sabemos con seguridad —dijo, al cabo de un rato—. Pero de la que me voy convenciendo cada vez más.

—¿Qué?

—Que está sola. Que no hay ningún hombre cerca. No hay nadie en absoluto. No estamos buscando a una mujer que pueda hacernos ir más allá. No hay más allá detrás de ella. No hay nada. Es ella. Nadie más.

—¿Dices que es ella la que ha cometido los asesinatos? ¿La que cavó la fosa de estacas y estranguló a Runfeldt, después de tenerlo preso? ¿La que tiró al lago a Blomberg vivo, metido en un saco?

Wallander contestó con otra pregunta:

—¿Te acuerdas de que al principio de la investigación hablamos del lenguaje del asesino? ¿De que quería decirnos algo? ¿De lo ostentoso en la manera de hacer? Pues ahora vengo a darme cuenta de que, desde el principio, vimos bien. Pero pensamos mal.

—¿Qué una mujer se comportaba como un hombre?

—Tal vez no el comportamiento propiamente dicho. Pero las acciones que cometía nos hacían pensar en hombres brutales.

—¿Y entonces debimos fijarnos en las víctimas? ¿Puesto que eran brutales?

—Eso es. No en el asesino. Leímos una historia equivocada en lo que vimos.

—Pero es precisamente esto lo que resulta difícil —dijo ella—. Que una mujer sea verdaderamente capaz de hacer esto. No estoy hablando de fuerza física. Yo, por ejemplo, soy tan fuerte como mi marido. Le cuesta una barbaridad ganarme cuando echamos un pulso.

Wallander la miró asombrado. Ella lo notó y se echó a reír.

—Cada uno se divierte a su manera.

Wallander asintió.

—Recuerdo que yo jugaba con mi madre a engancharnos los dedos cuando era pequeña. Pero creo que ganaba yo.

—A lo mejor te dejaba ganar.

Torcieron hacia Sturup.

—Yo no sé cómo motivará esa mujer sus acciones. Pero, si damos con ella, me parece que vamos a encontrar a alguien cuya existencia jamás hubiéramos sospechado.

—¿Un monstruo femenino?

—Quizá. Pero ni eso siquiera es seguro.

El teléfono del coche interrumpió la conversación. Contestó Wallander. Era Birch. Les indicó cómo tenían que conducir para ir a casa de la madre de Katarina Taxell.

—¿Cómo se llama de nombre?

—Hedwig. Hedwig Taxell.

Birch dijo que anunciaría que estaban en camino. Wallander calculó que llegarían en poco más de media hora.

El ocaso lo envolvía todo alrededor de ellos.

Birch les esperaba en la escalera. Hedwig Taxell vivía en el último de una serie de chalets adosados a las afueras de Lund. Wallander supuso que las casas fueron edificadas en los primeros años sesenta. Tejados planos, cajones cuadrados vueltos hacia pequeños patios interiores. Recordaba haber leído que esos tejados a veces se hundían a raíz de alguna nevada intensa. Birch les había estado esperando mientras ellos buscaban el camino para llegar.

—Por poco llega la llamada antes de colocar el magnetófono —dijo.

—La verdad es que la suerte no nos ha favorecido demasiado por ahora —contestó Wallander—. ¿Qué impresión tienes de Hedwig Taxell?

—Está muy preocupada por su hija y por el bebé. Pero parece más serena que la última vez.

—¿Nos ayudará? ¿O protegerá a su hija?

—Yo creo, sencillamente, que quiere saber dónde se encuentra.

Pasaron al cuarto de estar. Sin poder decir por qué, Wallander tuvo la impresión de que la habitación recordaba al piso de Katarina Taxell. Hedwig Taxell entró y les saludó. Birch, como de costumbre, se colocó en segundo plano. Wallander la observó. Estaba pálida. Sus ojos se movían, inquietos. Él no se sorprendió. Lo percibió en su voz en el magnetófono. Estaba inquieta y preocupada hasta el límite de sus fuerzas. Por eso hizo que le acompañara Ann-Britt Höglund. Tenía una gran capacidad de calmar a personas inquietas. Hedwig Taxell no parecía estar en guardia. Parecía más bien contenta de no tener que quedarse sola. Se sentaron. Wallander había preparado sus primeras preguntas.

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