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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (61 page)

—Un foso no es lo que yo me había imaginado —dijo Wallander—. No parece probable que tenga nada que ver con una posible tumba.

—Ésa fue también mi primera idea —repuso Hansson—. Pero luego surgió otra cosa que me hizo cambiar de opinión.

Wallander contuvo el aliento.

—El foso se hizo en 1967. El labrador con el que hablé estaba seguro de lo que decía. Se excavó a finales del otoño de 1967.

Wallander comprendió inmediatamente la importancia de lo que decía Hansson.

—Eso quiere decir, entonces, que el foso se construye al mismo tiempo que Krista Haberman desaparece.

—Mi labrador es todavía más exacto. Sostiene que el foso se excavó a finales de octubre. Se acuerda porque hubo una boda en Lödinge el 31 de octubre. Si partimos de la fecha en que Krista Haberman fue vista con vida por última vez, los tiempos coinciden exactamente. Un viaje en coche desde Svenstavik. La mata. La entierra. Se excava un foso. Un foso que, en realidad, no es necesario.

—Bien —dijo Wallander—. Esto es importante.

—Si ella está allí, sé exactamente dónde tenemos que empezar a buscar. El labrador dice que el foso empezaron a construirlo al sureste del montículo. Eriksson alquiló una excavadora. Los primeros días, trabajó él. El resto de la acequia dejó que lo hicieran otros.

—Entonces es ahí donde tenemos que empezar a excavar —dijo Wallander sintiendo que su malestar se acrecentaba.

Lo que más deseaba era haberse equivocado. Ahora tenía la seguridad de que Krista Haberman estaba enterrada en algún lugar cercano al que Hansson había localizado.

—Empezamos mañana. Quiero que lo organices todo.

—Va a ser imposible mantener esto en secreto.

—Al menos tenemos que intentarlo. Háblalo con Lisa Holgersson. Con Per keson. Y con los demás.

—Hay una cosa que me preocupa —dijo Hansson dubitativo—. En caso de que la encontremos. ¿Qué prueba eso, en realidad? ¿Qué la ha matado Holger Eriksson? De eso ya partimos, aunque no podamos probar nunca la culpabilidad de un hombre muerto. No en este caso. Pero ¿qué importancia reviste para la investigación que tenemos entre manos ahora mismo?

La pregunta era más que pertinente.

—Sobre todo, saber que vamos por buen camino —contestó Wallander—. Que el motivo que vincula estos asesinatos es la venganza. O el odio.

—¿Y sigues pensando que es una mujer?

—Sí —contestó Wallander—. Ahora más que nunca.

Cuando terminó la conversación Wallander se quedó de pie en la noche de otoño. El cielo estaba despejado, sin nubes. Un viento suave le pasó por la cara.

Pensó que se estaban acercando poco a poco a algo. Al centro que buscaba desde hacía exactamente un mes.

Con todo, no sabía en absoluto lo que iban a encontrar allí.

La mujer que trataba de ver ante sí se le escapaba sin cesar.

Al mimo tiempo, sospechaba que él, en algún lugar, quizá podría comprenderla.

Llamó a la puerta y entró.

Abrió con cuidado la puerta de los durmientes. El niño yacía boca arriba en la cuna que ella había comprado ese mismo día.

Katarina Taxell, encogida en posición fetal, en la cama de al lado.

Se quedó completamente inmóvil mirándoles. Era como si se viera así misma. O tal vez era su hermana la que estaba en la cuna.

De repente, ya no pudo seguir viendo con claridad. Por todas partes estaba rodeada de sangre. No era sólo un niño que nacía en sangre. La vida misma tenía su origen en la sangre que manaba cuando se cortaba la piel. Sangre que tenía sus propios recuerdos de las venas por las que había fluido una vez. Podía verlo con toda claridad. Su madre gritando y el hombre allí, inclinado sobre ella, encima de una mesa en la que yacía con las piernas separadas. Aunque hacía más de cuarenta años, el tiempo le daba alcance galopando tras ella. Toda su vida tratando de liberarse. Pero no era posible. Los recuerdos terminaban siempre apoderándose de ella.

Pero ahora sabía que ya no tenía que temer esos recuerdos. No ahora, cuando su madre estaba muerta y ella tenía libertad de hacer lo que quería. Lo que debía hacer. Para mantener alejados todos esos recuerdos.

La sensación de vértigo desapareció con la misma rapidez que había llegado. Se aproximó cautelosamente a la cama y miró al niño dormido. No era su hermana. Este niño ya tenía un rostro. Su hermana no llegó a vivir lo suficiente para tenerlo. Éste era el hijo recién nacido de Katarina Taxell. No el de su madre. El hijo de Katarina Taxell, que se libraría para siempre de sufrir. Se libraría de la persecución de los recuerdos.

Ahora volvió a sentirse tranquila por completo. Los recuerdos se habían ido. Ya no la perseguían corriendo a sus espaldas.

Lo que hacía era justo. Impedía que la gente sufriera como sufría ella. A los hombres que habían cometido actos violentos y que la sociedad misma no castigaba, ella les hacía recorrer el más duro de todos los caminos. Por lo menos ella se figuraba que así era. Que un hombre al que una mujer le quitaba la vida no podía comprender nunca lo que en realidad le había ocurrido.

Todo estaba en silencio. Eso era lo principal. Había hecho bien en ir a buscarla a ella y al niño. Hablar tranquilamente, escuchar y decir que todo lo ocurrido era para bien. Eugen Blomberg se había ahogado. Lo que decía el periódico de un saco y cosas por el estilo no eran más que rumores y exageraciones sensacionalistas. Eugen Blomberg había desaparecido. Si había tropezado o dado un traspié y se había ahogado luego, no era culpa de nadie. El destino lo había querido. Y el destino era justo. Eso lo había repetido una y mil veces y parecía que Katarina Taxell ya empezaba a comprender.

Había hecho bien en ir a buscarla. Aunque eso significara que ayer tuviera que decirles a las mujeres que aquella semana tendrían que saltarse la reunión. No quería alterar su horario. Eso creaba confusión y hacía que le costara trabajo dormir. Pero fue necesario. Todo no se podía planear. A pesar de que ella prefería no reconocerlo.

Mientras Katarina y su hijo estuvieran a su lado, ella viviría también en la casa de Vollsjö. Del piso de Ystad había cogido solamente lo más importante. Los uniformes y la cajita en la que guardaba los pedazos de papel y el libro de nombres. Ahora que Katarina y su hijo dormían, no necesitaba esperar más. Volcó los pedazos de papel en la parte superior del horno, los revolvió y, luego, empezó a recogerlos.

El noveno papel que desdobló tenía la cruz negra. Abrió el registro y siguió despacio las hileras de nombres. Se detuvo en la cifra 9. Leyó el nombre: TORE GRUNDÉN. Se quedó totalmente inmóvil, con los ojos mirando al vacío. La imagen del hombre fue apareciendo poco a poco. Primero como una sombra vaga, unos trazos apenas perceptibles. Luego un rostro, una identidad. Ahora le recordaba. Quién era. Qué había hecho.

Hacía más de diez años. Ella trabajaba entonces en el hospital de Malmö. Una noche poco antes de Navidad. Ella estaba en urgencias. La mujer que trajo la ambulancia estaba muerta al llegar. Había muerto en un accidente de coche. Su marido la acompañaba. Estaba impresionado, pero bastante sereno. Ella había sospechado inmediatamente. Lo había visto tantas veces… Como la mujer estaba muerta no pudieron hacer nada. Ella llevó a un lado a uno de los policías presentes y le preguntó lo que había ocurrido. Había sido un trágico accidente. Su marido había dado marcha atrás para salir del garaje sin ver que ella estaba detrás. La había atropellado y una de las ruedas traseras del coche, que estaba muy cargado, le aplastó la cabeza. Era un accidente que no debía haber ocurrido. Pero que, con todo, ocurrió. En un momento de descuido, levantó la sábana y vio a la mujer muerta. Aunque no era médico, le pareció que por el cuerpo se veía que había sido atropellada más de una vez. Luego empezó a investigar el asunto. La mujer que ahora yacía muerta en una camilla, había ingresado en el hospital varias veces con anterioridad. Una vez se había caído de una escalera de mano. Otra, se había dado un fuerte golpe en la cabeza contra un suelo de cemento al dar un traspié en el sótano. Ella escribió una carta anónima a la policía diciendo que era un asesinato. Habló con el médico que había reconocido el cuerpo. Pero no pasó nada. El hombre fue condenado a pagar una multa o quizás a prisión condicional por lo que vino a calificarse de imprudencia temeraria. Luego no pasó nada más. Y la mujer fue asesinada
.

Hasta ahora. Cuando todo volvería a estar de nuevo en su sitio. Todo, excepto la vida de la mujer. Que no recobrarían
.

Empezó a planear la serie de los acontecimientos.

Pero algo la molestaba. Los hombres que vigilaban la casa de Katarina Taxell. Habían venido para ponerle obstáculos. A través de Katarina iban a intentar acercarse a ella. Tal vez ya habían empezado a sospechar que era una mujer la que estaba detrás de lo que estaba sucediendo. Con eso ya contaba. Primero debían pensar que era un hombre. Luego empezarían a dudar. Finalmente, todo giraría en torno a su propio eje para convertirse en lo contrario.

Pero, naturalmente, no la encontrarían nunca. Nunca jamás.

Miró el horno. Pensó en Tore Grundén. Vivía en Hässleholm y trabajaba en Malmö.

De pronto ideó cómo debía ocurrir. Daba casi sonrojo de puro fácil.

Lo que tenía que hacer, podía hacerlo en el trabajo. En horario de trabajo. Y cobrando.

34

Empezaron a excavar temprano por la mañana el viernes 21 de octubre. La luz era aún muy débil. Wallander y Hansson habían marcado el primer cuadrado con cinta de acordonar. Los policías, con chándal y botas de goma, sabían lo que buscaban.

Su desagrado se mezclaba con el frío aire matinal. Wallander tenía la sensación de encontrarse en un cementerio. Y, quizás, en algún lugar en la tierra, tropezaran con los restos de una persona muerta. Le dijo a Hansson que se vería obligado a responsabilizarse de las excavaciones. Wallander, por su parte, tenía que trabajar con Birch para localizar cuanto antes a la camarera que hizo que Katarina Taxell se riera una vez en una calle de Lund.

Wallander permaneció una media hora en el barro, donde habían empezado a excavar los policías. Luego subió por el sendero hasta el patio donde le esperaba su coche. Llamó a Birch y le encontró en su casa. La noche anterior Birch sólo había podido saber que era en Malmö donde tal vez pudieran conseguir el nombre de la camarera que buscaban. Birch estaba tomando café cuando llamó Wallander. Quedaron en encontrarse a la puerta de la estación de ferrocarril de Malmö.

—Anoche hablé con un responsable de la concesionaria de los vagones-restaurante —dijo Birch riendo—. Tengo la sospecha de que le pillé en un momento muy poco oportuno.

Wallander tardó en comprender.

—En pleno acto amoroso —Birch se reía a carcajadas—. A veces es de lo más divertido ser policía.

Wallander se dirigió a Malmö. Se preguntaba cómo podía saber Birch que había irrumpido en pleno acto amoroso. Luego empezó a pensar en la camarera que buscaban. Era la cuarta mujer que aparecía en la investigación que les ocupaba desde hacía exactamente un mes. Antes estaba Krista Haberman. Además, Eva Runfeldt y Katarina Taxell. La camarera desconocida era la cuarta mujer. Se preguntó si habría otra mujer, una quinta. ¿Era a ella a quien buscaban? ¿O llegarían a la meta cuando localizaran a la camarera del tren? ¿Fue ella la que visitó de noche la Maternidad de Ystad? Sin poder explicárselo del todo, dudaba de que fuera la camarera la mujer que realmente buscaban. Tal vez ella les hiciera avanzar. No se atrevía a esperar mucho más.

Atravesó el grisáceo paisaje de otoño en su viejo coche. Pensó distraídamente cómo sería el invierno. ¿Cuándo fue la última vez que tuvieron una Navidad con nieve? Hacía tanto, que no podía acordarse.

Cuando llegó a Malmö tuvo suerte y pudo aparcar junto a la puerta principal de la estación. Por un instante, se sintió tentado de entrar a tomar una taza de café antes de que llegara Birch. Pero no lo hizo. Apenas había tiempo.

Descubrió a Birch al otro lado del canal. Iba hacia el puente. Seguramente había aparcado arriba, en la plaza. Se saludaron. Birch llevaba en la cabeza un gorro que le quedaba pequeño. No se había afeitado y parecía falto de sueño.

—¿Habéis empezado a cavar?

—A las siete.

—¿La encontraréis?

—Es difícil saberlo. Pero la posibilidad existe.

Birch asintió sombríamente. Luego señaló la estación.

—Vamos a ver a un hombre que se llama Karl-Henrik Bergstrand. Por lo general no llega al trabajo a esta hora. Me dijo que hoy llegaría lo más pronto posible para recibirnos.

—¿Es a quien interrumpiste en un momento inoportuno?

—Puedes creerlo.

Entraron en la sección administrativa de la Compañía Sueca de Ferrocarriles y salió a recibirles Karl-Henrik Bergstrand. Wallander le miró con curiosidad y trató de imaginarse el momento del que había hablado Birch. Luego comprendió que era su propia inexistente vida sexual la que le trastornaba.

Alejó avergonzado esos pensamientos. Karl-Henrik Bergstrand era un hombre joven, de unos treinta años. Wallander supuso que representaba el nuevo perfil juvenil de la compañía. Se saludaron y se presentaron.

—Su pregunta es inusual —dijo Bergstrand sonriendo—. Pero vamos a ver lo que podemos hacer.

Les invitó a entrar en su espacioso despacho. Para Wallander, la seguridad en sí mismo que irradiaba era sorprendente. Cuando él tenía treinta años, estaba inseguro de casi todo en la vida.

Bergstrand se sentó detrás de la gran mesa escritorio. Wallander se fijó en los muebles de la habitación. Posiblemente, eso explicaba por qué eran tan altos los precios de los billetes de tren.

—Estamos buscando a una persona empleada en un vagón-restaurante —empezó Birch—. No sabemos mucho, salvo que se trata de una mujer.

—Una abrumadora mayoría de los empleados de nuestra empresa son mujeres —respondió Bergstrand—. Un hombre hubiera sido mucho más fácil de encontrar.

Wallander levantó la mano.

—¿Cómo lo llamáis ahora, Restaurantes de Tráfico o Servicio sobre Ruedas?

—De las dos formas.

Wallander se dio por satisfecho. Miró a Birch.

—No sabemos cómo se llama. Tampoco sabemos qué aspecto tiene.

Bergstrand le miró perplejo.

—¿Y para qué quieren encontrar a alguien de quien se sabe tan poco?

—A veces no hay más remedio —terció Wallander.

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