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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (14 page)

Se acercó a la recepción y preguntó por el inspector Svedberg. Estaba, pero muy ocupado.

—Di que es de parte de Ylva —repuso—. Soy su prima.

Unos minutos más tarde salió Svedberg a buscarla. Como era una persona muy de familia y quería a su prima, no pudo dejar de dedicarle unos minutos. Se sentaron en su despacho. Él fue a buscar café. Luego ella le contó lo que había pasado por la noche. Svedberg dijo que, naturalmente, era raro. Pero no motivo de preocupación. Ella se conformó con eso. Tenía por delante tres días libres y no tardaría en olvidarse de la enfermera que pasó por el pasillo de la Maternidad la noche del 30 de septiembre al 1 de octubre.

A última hora de la tarde del viernes, Wallander convocó a sus fatigados colaboradores a una reunión en el edificio de la policía. Cerraron las puertas a las diez y la reunión se prolongó hasta mucho después de la medianoche. Wallander empezó explicando minuciosamente el hecho de que tenían a otra persona desaparecida por la que preocuparse. Martinsson y Ann-Britt Höglund habían hecho un primer control superficial de los registros que tenían a mano. El resultado era por el momento negativo. No había nada en la policía que apuntase a una relación entre Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. Vanja Andersson tampoco recordaba que Gösta Runfeldt hubiera hablado nunca de Holger Eriksson. Wallander dejó claro que lo único que podían hacer era trabajar sin ningún condicionamiento. Gösta Runfeldt podía presentarse en cualquier momento y dar una explicación razonable de su desaparición. Pero no podían dejar de tener en cuenta algunas señales que no auguraban nada bueno. Wallander le pidió a Ann-Britt Höglund que se hiciese responsable del trabajo en torno a Gösta Runfeldt. Pero eso no significaba que se quedara al margen del asesinato del Holger Eriksson. Wallander, que con frecuencia se oponía a pedir refuerzos en investigaciones de asesinatos complicados, tenía esta vez la sensación de que quizá debían pedirlos ya desde el principio. Así se lo dijo también a Hansson. Acordaron esperar hasta principios de la siguiente semana para plantear la cuestión. Podía ocurrir, a pesar de todo, que hubiera un avance en el trabajo antes de lo esperado.

Sentados a la mesa de reuniones, fueron repasando todo lo que habían hecho hasta el momento. Como de costumbre, Wallander empezó preguntando si alguien tenía algo importante que decir. Paseó la mirada en torno a la mesa. Todos movieron la cabeza negativamente. Nyberg se sonó en silencio, sentado solo en el extremo de la mesa, como solía. Fue a él a quien le dio la palabra en primer lugar.

—Nada por ahora —informó Nyberg—. Vosotros mismos habéis visto lo que ha pasado. Los tablones están serrados hasta el punto de ruptura. Cayó y quedó atravesado. No hemos encontrado nada en el foso. No sabemos todavía de dónde proceden las estacas de bambú.

—¿Y la torre? —preguntó Wallander.

—No hemos encontrado nada —respondió Nyberg—. Pero todavía nos falta mucho, claro. Sería de gran ayuda que nos dijeras qué hay que buscar.

—No lo sé —respondió Wallander—. Pero el que haya hecho esto ha debido ir desde algún sitio. Tenemos el sendero que va desde la casa de Holger Eriksson. Alrededor, hay sembrados. Y detrás del montículo, un bosquecillo.

—Hay una pista de tractor que va al bosquecillo —dijo Ann-Britt Höglund—. Tiene huellas de neumáticos. Pero ninguno de los vecinos parece haber notado nada especial.

—Parece que Holger Eriksson tenía mucha tierra —intervino Svedberg—. Hablé con un campesino que se llama Lundberg. Le vendió más de cincuenta hectáreas a Eriksson hace diez años. Como las tierras eran suyas, no había ninguna razón para que otros anduvieran por allí. Y eso significa que son pocos los que han podido ver algo.

—Aún tenemos que hablar con mucha gente —apuntó Martinsson hojeando sus papeles—. Por cierto, he hablado con la clínica forense de Lund. Dicen que seguramente podrán decirnos algo el lunes por la mañana.

Wallander hizo una anotación. Luego se volvió otra vez hacia Nyberg.

—Y la casa de Eriksson, ¿cómo va? —preguntó.

—No puedes pretender que se haga todo a la vez —objetó Nyberg—. Hemos estado todo el tiempo fuera, metidos en el fango, porque puede empezar a llover de nuevo. Creo que podremos empezar con la casa mañana por la mañana.

—Muy bien —contestó Wallander con amabilidad.

Lo que menos deseaba en el mundo era que Nyberg se pusiera de mal humor. Podía crear un ambiente enrarecido capaz de influir en toda la reunión. Al mismo tiempo, no podía evitar irritarse con el constante mal genio de Nyberg. Vio también que Lisa Holgersson, sentada enfrente de la mesa, se había dado cuenta de la desabrida respuesta de Nyberg.

Siguieron con su análisis. Se encontraban todavía en la fase inicial de la investigación. Wallander había pensado a veces que era como una labor de desbroce. Pero avanzaban con cuidado. Mientras no tuvieran alguna pista que seguir, todo tenía la misma importancia. Sólo cuando ciertas cosas parecieran menos importantes que otras, empezarían a seguir en serio una o varias pistas.

Pasada ya la medianoche, y casi a la una del día siguiente, Wallander se dio cuenta de que aún seguían avanzando a tientas. Las conversaciones con Rut Eriksson y Sven Tyrén no les habían llevado más lejos. Holger Eriksson hizo el encargo del fuel. Cuatro metros cúbicos. Nada resultaba raro ni inquietante. La misteriosa denuncia del robo hecha el año anterior seguía sin aclararse. El estudio de la vida de Holger Eriksson y de la clase de persona que había sido no había hecho más que empezar. Seguían con las más elementales rutinas de una investigación criminal. El trabajo todavía no había empezado a vivir su propia vida. Los hechos de los que tenían que partir eran escasos. En algún momento después de las diez de la noche del miércoles 21 de septiembre, Eriksson había salido con unos prismáticos colgados del cuello. La trampa mortal ya estaba preparada. Pisó los tablones y cayó directo a la muerte.

Cuando ya nadie tenía nada más que decir, Wallander trató de hacer un resumen. Durante toda la reunión tuvo la sensación de haber visto algo en el lugar del crimen que estaba pidiendo una interpretación. Había visto algo que no sabía descifrar. «La forma», pensó. «Tiene que ver con las estacas. Un asesino utiliza un lenguaje que elige conscientemente. ¿Por qué se atraviesa a una persona de
esa
manera? ¿Por qué se toma
esa
molestia?».

Por el momento, sin embargo, se guardó esas reflexiones para sí mismo. Eran todavía demasiado imprecisas para exponérselas a los demás.

Se sirvió un vaso de agua mineral y apartó los papeles que tenía delante.

—Seguimos buscando un acceso —empezó—. Lo que tenemos es un asesinato que no se parece a ningún otro. Ello puede significar que el motivo y el autor son algo con lo que tampoco nos hemos tropezado antes. En cierto modo, esto se asemeja a la situación en la que nos encontramos el verano pasado. Lo que nos permitió resolver aquel caso fue que no nos dejamos cegar por nada. Tampoco ahora tenemos que hacerlo.

Luego se volvió directamente a Lisa Holgersson.

—Hay que trabajar muy intensamente. Ya estamos a sábado. No hay más remedio. Todos tenemos que seguir hoy y mañana con lo que tenemos entre manos. No podemos esperar al lunes.

Lisa Holgersson asintió. No hizo ninguna objeción.

Terminaron la reunión. Todos estaban cansados. Lisa Holgersson, sin embargo, se quedó rezagada, al igual que Ann-Britt Höglund. No tardaron en estar solos en la sala de reuniones. Wallander pensó que ahora, por una vez, las mujeres estaban en mayoría en su mundo.

—Per keson quiere hablar contigo —dijo Lisa Holgersson.

Wallander se dio cuenta de que se había olvidado de llamarle por teléfono. Sacudió la cabeza con resignación.

—Le llamaré mañana.

Lisa Holgersson se puso el abrigo. Pero Wallander notó que quería decir algo más.

—¿Hay algo en realidad que nos impida pensar que este asesinato ha sido cometido por un loco? —preguntó—. ¡Perforar a una persona con estacas! Para mí esto es pura Edad Media.

—No necesariamente —objetó Wallander—. Durante la segunda guerra mundial se utilizaron fosas de estacas. La bestialidad y la locura, además, no van siempre de la mano.

Lisa Holgersson no pareció satisfecha con su respuesta. Se apoyó en el marco de la puerta sin dejar de mirarle.

—No me convence. Tal vez podríamos acudir a aquel psicólogo forense que estuvo aquí el verano pasado. Si te entendí bien, fue de gran ayuda para vosotros.

Wallander no podía negar que Mats Ekholm había tenido importancia para el éxito de la investigación. Les había ayudado a encontrar un posible perfil del asesino. Pero a Wallander le parecía que aún era demasiado pronto para llamarle.

Temía, sobre todo, establecer paralelismos entre ambos casos.

—Quizá —dudó—, pero creo que es mejor esperar un poco.

Ella le miró inquisitivamente.

—¿No tienes miedo de que vuelva a ocurrir? ¿Otro foso con estacas afiladas?

—No.

—¿Gösta Runfeldt? ¿La segunda desaparición?

Wallander sintió de pronto la duda de si no estaría hablando a sabiendas de que era un error. Pero movió la cabeza negativamente. No creía que se fuera a repetir. ¿O era sólo lo que deseaba que ocurriera?

No sabía.

—El asesinato de Holger Eriksson tiene que haber exigido grandes preparativos —dijo—. Es algo que sólo se puede hacer una vez. Que además se basa en la existencia de unas condiciones muy especiales. Por ejemplo, un foso lo bastante profundo. Además, una pasarela. Y un objetivo que sale, por las noches o de madrugada, a ver pájaros. Soy consciente de que yo mismo he relacionado la desaparición de Gösta Runfeldt con lo ocurrido en Lödinge. Pero es más bien por razones de prudencia. Si voy a estar al frente de esta investigación tengo que valerme tanto del cinturón como de los tirantes.

Ella reaccionó con sorpresa ante la metáfora. Ann-Britt Höglund se rió a hurtadillas. Lisa Holgersson asintió con la cabeza:

—Creo que entiendo lo que quieres decir. Pero piensa en lo de Ekholm.

—Lo haré. No excluyo que puedas tener razón. Pero me parece que es demasiado pronto. El resultado de los recursos depende muchas veces del momento en que se aplican.

Lisa Holgersson asintió y se abrochó el abrigo.

—Vosotros también necesitáis dormir. No os quedéis demasiado.

—Tirantes y cinturón —repitió Ann-Britt Höglund cuando se quedaron solo—. ¿Has aprendido eso de Rydberg?

Wallander no se dio por aludido. Se limitó a encogerse de hombros y empezó a recoger sus papeles.

—Alguna cosa tiene que inventarse uno. ¿Te acuerdas cuando llegaste aquí? Dijiste que creías que yo tenía mucho que enseñarte. Ahora a lo mejor te das cuenta de lo equivocada que estabas.

Ella se sentó a la mesa y se miró las uñas. Wallander pensó que estaba pálida y cansada y, ciertamente, no era guapa. Pero sí muy capaz. Era algo tan raro como un policía entregado a su profesión. En eso, los dos eran parecidos.

Dejó caer el montón de papeles sobre la mesa y se sentó en su silla.

—Cuenta lo que ves —dijo.

—Algo que me da miedo —contestó ella.

—¿Por qué?

—La brutalidad. El cálculo. Además, no tenemos ningún motivo.

—Holger Eriksson era rico. Todos dicen que era un hombre de negocios duro. Puede haber tenido enemigos.

—Eso no explica que haya que ensartarlo con estacas.

—El odio puede cegar. De la misma manera que la envidia. O los celos.

Ella movió la cabeza.

—Al llegar allí tuve la sensación de que aquello era algo más que el asesinato de un anciano —afirmó—. No puedo explicarlo mejor. Pero la sensación fue ésa. Y fue intensa.

Wallander superó el cansancio. Sintió que ella acababa de decir algo importante. Algo que de una manera confusa rozaba ideas que también se le habían pasado por la cabeza a él.

—Sigue. ¡Sigue pensando!

—No hay mucho más. El hombre estaba muerto. Nadie que lo haya visto podría olvidar cómo ha ocurrido. Es un asesinato, pero es también otra cosa.

—Cada asesino habla su propio idioma —dijo Wallander—. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Más o menos.

—¿Quieres decir que pretendía decirnos algo?

—Tal vez.

«Un código cifrado», pensó Wallander. «Un código que todavía no conocemos».

—Es posible que tengas razón.

Se quedaron callados. Luego Wallander se levantó pesadamente de la silla y siguió recogiendo sus papeles. Entre ellos vio uno que no era suyo.

—¿Es tuyo esto? —preguntó.

Ella echó una mirada al papel.

—Es la letra de Svedberg.

Wallander trató de leer lo que estaba escrito a lápiz. Era algo de la Maternidad. De una mujer desconocida.

—¿Qué coño es esto? ¿Es que Svedberg va a tener un crío? Si ni siquiera está casado… ¿Será posible que tenga relaciones con alguien?

Ella le cogió el papel y lo leyó hasta el final.

—Al parecer alguien ha informado de que una mujer desconocida se pasea por la Maternidad vestida de enfermera —dijo devolviéndole el papel.

—Lo investigaremos cuando tengamos tiempo —contestó Wallander irónicamente. Estuvo a punto de tirarlo a la papelera pero se arrepintió. Se lo daría a Svedberg al día siguiente.

Se separaron en el pasillo.

—¿Quién te cuida a los chicos? —preguntó—. ¿Está tu marido en casa?

—Mi marido está en Malí —contestó ella.

Wallander no sabía siquiera dónde estaba Malí. Pero no preguntó. Ella se alejó del vacío edificio de la policía. Wallander dejó el papel en su mesa y cogió la chaqueta. Camino del vestíbulo se detuvo junto a la central de coordinación, en la que había un policía sentado leyendo un periódico.

—¿Ninguna llamada sobre Lödinge? —preguntó.

—Nada.

Wallander siguió camino de su coche. Hacía viento. Pensó que nunca obtenía respuesta a cómo solucionaba Ann-Britt Höglund el problema de cuidar a los niños. Rebuscó en los bolsillos antes de encontrar las llaves del coche. Luego condujo hasta su casa. A pesar de que estaba muy cansado se quedó sentado en el sofá pensando en lo que había ocurrido durante el día. Pensaba sobre todo en lo que había dicho Ann-Britt Höglund antes de que se separaran. Que el asesinato de Holger Eriksson era algo más. Era otra cosa.

Pero ¿podía un asesinato ser algo más que un asesinato?

Eran casi las tres cuando fue a acostarse. Antes de dormirse pensó que al día siguiente tenía que telefonear a su padre y a Linda.

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