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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (44 page)

Wallander movió la cabeza.

—Vamos a partir de la base de que el saco ha sido transportado. Transportado con su contenido.

—¿Te parece oportuno que hagamos un rastreo?

Wallander estaba indeciso.

—Yo creo que no —contestó—. El hombre estaba inconsciente al llegar. Tiene que haberse hecho con un automóvil. Luego, el saco ha sido arrojado al agua. Y el coche se ha ido de aquí.

—Entonces, de momento no rastreamos.

—Cuenta lo que ves —dijo Wallander.

Nyberg hizo una mueca.

—Claro que puede ser el mismo hombre —dijo después—. La violencia, la crueldad, en eso se parece. Aunque haya diferencias.

—¿Piensas que una mujer puede haber hecho esto?

—Yo digo lo mismo que tú —contestó Nyberg—. Prefiero no creerlo. Pero digo también que, si es una mujer, es capaz de cargar ochenta kilos sin problemas. ¿Qué mujer puede hacer algo así?

—Yo no conozco a ninguna. Pero existir, existen, claro.

Nyberg volvió al trabajo. Wallander estaba a punto de dejar el embarcadero cuando descubrió, inesperadamente, al cisne solitario a su lado. Deseó haber tenido un trozo de pan. El cisne picoteaba algo junto a la playa. Wallander dio un paso para acercarse. El cisne chilló y se volvió al agua.

Wallander subió hasta uno de los coches de policía y pidió que le llevaran a Ystad.

Por el camino de regreso a la ciudad, trató de pensar. El asesino aún no había terminado. No sabían nada de él. ¿Se encontraba al comienzo o al final de lo que había decidido llevar a cabo? Tampoco sabían si sus actos eran deliberados o se trataba de un loco.

«Tiene que ser un hombre», pensó Wallander. «Todo lo demás va contra el sentido común. Las mujeres raras veces cometen asesinatos. Y menos aún asesinatos bien planeados. Actos violentos, crueles y calculados.

»Tiene que ser un hombre, tal vez varios. Nunca seremos capaces de resolver esto si no encontramos la relación entre las víctimas. Ahora son tres. Eso debería aumentar nuestras posibilidades. Pero nada es seguro. Nada se descubre por sí mismo».

Apoyó la mejilla en el cristal. El paisaje era marrón tirando a gris. La hierba, sin embargo, todavía estaba verde. En un campo, un tractor abandonado.

Wallander pensó en el foso de estacas donde había encontrado a Holger Eriksson. En el árbol donde había sido amarrado y estrangulado Gösta Runfeldt. Y ahora, una persona viva, metida en un saco, arrojada al lago Krageholmssjön para que se ahogara.

De pronto vio con toda claridad que el motivo no podía ser otro que la venganza. Pero esto sobrepasaba todas las proporciones. ¿Qué es lo que vengaba el asesino? ¿Cuál era el trasfondo? Algo tan espantoso que matar no era suficiente, sino que los que morían tenían además que ser conscientes de lo que les estaba ocurriendo.

«No hay ninguna casualidad detrás de esto», pensó Wallander. «Todo está muy bien pensado y elegido».

Se detuvo en esta última reflexión.

El asesino elegía. Alguien resultaba elegido. ¿Elegido entre quiénes? Al llegar a la comisaría continuaba pensativo y sentía la necesidad de encerrarse antes de sentarse con sus colegas. Descolgó el teléfono, apartó las notas de llamadas que tenía en la mesa y puso los pies en un montón de circulares de la Jefatura de Policía.

La idea más difícil era la de la mujer. Que una mujer pudiera estar involucrada en los hechos. Hizo un esfuerzo por recordar las veces en las que había tenido entre manos delitos violentos cometidos por mujeres. No era frecuente. Creía recordar cada una de las ocasiones que había conocido durante sus años como policía. Una sola vez, pronto haría quince años, detuvo a una mujer, autora de un asesinato. Luego, el tribunal lo calificó de homicidio. Se trataba de una mujer de mediana edad que había matado a su hermano. Él la había perseguido y vejado desde la infancia. Al final, ella no pudo aguantar más y le disparó con su propia escopeta de caza. En realidad, su intención no era darle. Sólo pretendía asustarle. Pero tenía mala puntería. Le acertó en pleno pecho y murió instantáneamente. En los otros casos que Wallander recordaba, las mujeres que habían cometido actos violentos lo habían hecho impulsivamente y en defensa propia. Se trataba de sus maridos o de hombres a los que intentaban rechazar en vano. En muchos casos había alcohol por medio.

Nunca jamás había tenido la experiencia de que una mujer hubiera planeado cometer un acto violento. Por lo menos, no según un plan cuidadosamente trazado.

Se levantó y se acercó a la ventana.

¿A qué se debía que no pudiera desechar el pensamiento de que esta vez, sin embargo, había una mujer involucrada?

No hallaba respuesta. No sabía siquiera si pensaba que se trataba de una mujer sola o de una mujer y un hombre.

No había nada que apuntase a lo uno ni a lo otro.

Le arrancó de sus pensamientos Martinsson, que llamaba a la puerta.

—La relación empieza a estar lista —informó.

Wallander no sabía a qué se refería. Había estado sumido por completo en sus reflexiones.

—¿Qué relación?

—La lista de los desaparecidos —contestó Martinsson sorprendido.

Wallander asintió.

—Entonces nos reunimos —replicó empujando a Martinsson delante de él por el pasillo.

Una vez cerrada la puerta de la sala de reuniones, todo el desánimo y la impotencia experimentados anteriormente se esfumaron por completo. En contra de su costumbre, se quedó de pie junto a uno de los extremos de la mesa. Por lo general, se sentaba. Ahora era como si no tuviera tiempo de eso siquiera.

—¿Qué tenemos? —preguntó.

—En Ystad no hay denuncias de desaparecidos estas últimas semanas —comenzó Svedberg—. Las personas que estamos buscando desde hace más tiempo no coinciden en absoluto con el hombre que hemos encontrado en el lago. Se trata de unos adolescentes, dos chicas y un chico que se han escapado de un albergue de refugiados. El chico habrá salido del país y estará camino de Sudán.

Wallander se acordó de Per keson.

—Pues ya lo sabemos —se limitó a decir—. ¿Y los otros distritos?

—Estamos con un par de personas de Malmö —dijo Ann-Britt Höglund—. Pero tampoco coinciden. En un caso, puede ser que coincida la edad. Pero se trata de un hombre del sur de Italia que ha desaparecido. El que encontramos no parece muy italiano de aspecto.

Revisaron las denuncias que habían llegado de los distritos más próximos a Ystad. Wallander no albergaba la menor duda acerca de que, si hacía falta, tendrían que cubrir todo el país e incluso el resto de Escandinavia. Sólo podían abrigar la esperanza de que el hombre hubiera vivido en las cercanías de Ystad.

—Lund recibió una denuncia ayer por la noche, tarde —dijo Hansson—. Una mujer llamó para decir que su marido no había vuelto después de dar un paseo por la tarde. La edad podría coincidir. Era investigador en la universidad.

Wallander movió dubitativamente la cabeza.

—Lo dudo. Pero tenemos que controlarlo, desde luego.

—Están tratando de conseguir una fotografía —prosiguió Hansson—. Nos la mandarán por fax en cuanto la tengan.

Wallander había estado de pie todo el tiempo. Ahora se sentó. En ese momento entró Per keson en la sala. Wallander hubiera preferido que no estuviera presente. Nunca resultaba fácil hacer un resumen en el que se admitía que estaban estancados. La investigación estaba atascada con las ruedas hundidas en el barro. No se movían ni hacia delante ni hacia atrás.

Y ahora tenían además una nueva víctima.

Wallander se sentía muy afectado. Como si fuera personalmente responsable de que no tuvieran ningún camino que seguir. Y, sin embargo, sabía que habían trabajado con toda la intensidad y la energía de que eran capaces. Los policías reunidos en la sala eran competentes y entregados.

Wallander reprimió la irritación que le producía la presencia de Per keson.

—Llegas a punto —dijo en cambio—. Pensaba tratar de resumir el estado de la investigación.

—¿Es posible hablar de un estado de la investigación? —preguntó Per keson.

Wallander sabía que la intención no era maliciosa ni crítica. Los que no conocían a Per keson reaccionaban a veces ante sus maneras bruscas. Pero Wallander había trabajado con él tantos años que sabía que la frase era una manifestación de inquietud y de voluntad de ayudar en lo que pudiera.

Hamrén, que era nuevo, contempló a Per keson con disgusto. Wallander se preguntó cómo se expresarían los fiscales con los que él tenía que relacionarse en Estocolmo.

—Siempre hay un estado de la investigación —contestó Wallander—. También esta vez. Pero es muy confuso. Una serie de pistas que teníamos carecen ahora de vigencia. Yo creo que hemos llegado a un punto en que hemos de regresar al de partida. Lo que este nuevo asesinato significa no podemos decirlo todavía. Es, naturalmente, demasiado pronto.

—¿Es la misma persona? —preguntó keson.

—Yo creo que sí —contestó Wallander.

—¿Por qué?

—La manera de hacer. La brutalidad. La crueldad. Un saco no es, por supuesto, lo mismo que estacas de bambú afiladas. Pero tal vez podría decirse que es una variación sobre el mismo tema.

—¿En qué ha quedado la sospecha de que podía haber un mercenario detrás?

—Nos condujo a comprobar que Harald Berggren lleva muerto siete años.

Per keson no tenía más preguntas.

La puerta se entreabrió discretamente. Una auxiliar dejó una fotografía que había llegado por fax.

—Viene de Lund —dijo la chica y cerró la puerta.

Todos se levantaron al mismo tiempo y se pusieron alrededor de Martinsson, que tenía la fotografía en la mano.

Wallander respiró hondo. No cabía la menor duda. Era el hombre que habían encontrado en el lago Krageholmssjön.

—Bueno —dijo Wallander en voz baja—. Ahí ganamos una buena parte de la ventaja del asesino.

Se sentaron de nuevo.

—¿Quién es? —preguntó Wallander.

Hansson tenía sus papeles en orden.

—Eugen Blomberg, cincuenta y un años. Investigador ayudante en la Universidad de Lund. Al parecer se dedica a un campo científico que tiene que ver con la leche.

—¿Con la leche? —inquirió Wallander sorprendido.

—Eso pone. «Cómo se comportan las alergias a la leche con diferentes enfermedades intestinales».

—¿Quién denunció su desaparición?

—Su esposa. Kristina Blomberg. La dirección es Siriusgatan, en Lund.

Wallander sentía la necesidad de aprovechar el tiempo de la mejor manera posible. Quería acortar aún más la invisible ventaja.

—Entonces, vamos allá —dijo levantándose—. Informa a los colegas de que le hemos identificado. Que localicen a la mujer para que yo pueda hablar con ella. Hay un policía criminal en Lund que se llama Birch. Kalle Birch. Nos conocemos. Hablad con él. Me voy para allá.

—Pero ¿vas a hablar con la mujer antes de que tengamos una identificación definitiva?

—Que le identifique otra persona. Alguien de la universidad. Otro investigador de alergias lácteas. Y ahora hay que repasar, además, de nuevo, todo el material sobre Eriksson y Runfeldt. Eugen Blomberg. A ver si aparece por algún sitio. Hoy deberíamos hacer bastantes cosas.

Wallander se volvió hacia Per keson.

—Tal vez podamos decir que el estado de la investigación se ha modificado.

Per keson asintió, pero no dijo nada.

Wallander fue a coger su chaqueta y las llaves de uno de los coches policiales. Eran las dos y cuarto cuando salió de Ystad. Pensó en poner la luz azul, pero no lo hizo. No iba a llegar antes por eso.

A las tres y media estaba en Lund. Un coche de policía salió a su encuentro a la entrada y le condujo a la calle Siriusgatan. Era una zona de chalets al este del centro de la ciudad. Al entrar en la calle, el coche de policía frenó. Allí había otro automóvil aparcado. Wallander vio que de él se apeaba Kalle Birch. Se habían conocido hacía unos años en una gran asamblea de los distritos policiales del sur de Suecia celebrada en el balneario de Tylösand, en las afueras de Halmstad. El objetivo del encuentro consistía en mejorar la colaboración operacional en la zona. Wallander, de muy mala gana, había participado en la asamblea. Björk, el jefe de policía de entonces, se vio en la obligación de ordenárselo. A la hora de comer, Wallander se sentó, por casualidad, junto a Birch. Descubrieron que ambos compartían el interés por la ópera. En el transcurso de los años, tuvieron contacto de vez en cuando. Wallander había oído decir a varias personas que Birch era un policía muy bueno, pero que a veces sufría grandes depresiones. Al acercarse ahora a Wallander parecía, sin embargo, de buen humor. Se estrecharon la mano.

—Acabo de ponerme al tanto de todo —dijo Birch—. Un colega de Blomberg ya va de camino para identificarle. Nos lo comunicarán por teléfono.

—¿Y la viuda?

—No está informada todavía. Nos pareció que sería ir demasiado deprisa.

—Eso dificultará el interrogatorio. Va a ser un choque para ella.

—No podemos hacer nada para evitarlo.

Birch señaló una cafetería al otro lado de la calle.

—Podemos esperar allí. Además, tengo hambre.

Wallander tampoco había comido. Se sentaron en la cafetería y tomaron unos bocadillos y un café. Wallander le hizo un resumen a Birch de todo lo que había ocurrido.

—Me recuerda a lo que tuvisteis entre manos en el verano —dijo Birch cuando hubo terminado Wallander.

—Sólo en que el asesino mata a más de una persona. En cuanto a los motivos, parece que se separan.

—¿Cuál es, en realidad, la diferencia entre arrancar cueros cabelludos y ahogar a personas vivas?

—No puedo explicarlo con palabras —repuso Wallander indeciso—. Pero, de todos modos, la diferencia es muy grande.

Birch cambió de conversación.

—Nunca pudimos imaginarnos esto cuando nos hicimos policías.

—Yo ya ni me acuerdo de lo que me figuraba entonces.

—Una vez conocí a un viejo comisario. Murió hace tiempo. Se llamaba Karl-Oscar Fredrick Wilhelm Sunesson. Tiene algo de leyenda. Por lo menos aquí, en Lund. Él vio venir todo esto. Recuerdo que solía hablar con nosotros, los más jóvenes, y nos advertía de que todo se iba a volver más duro. De que la violencia aumentaría y se haría más brutal. Y también explicaba por qué. Hablaba del bienestar sueco como de un tremedal bien camuflado. La corrupción era inherente al sistema. Lo cierto es que se dedicaba a hacer análisis económicos y a explicar la relación entre diferentes tipos de delincuencia. Lo que más me impresionaba de él es que jamás hablaba mal de nadie. Podía ser crítico con los políticos, podía destruir propuestas de diferentes cambios policiales con sus argumentos. Pero no tenía la menor duda de que, detrás, había buena voluntad, aunque fuera confusa. Decía con frecuencia que la buena voluntad, si no va acompañada de sentido común, conduce a catástrofes más grandes que las acciones basadas en maldad o estupidez. Entonces yo no entendía mucho todo aquello. Pero ahora sí.

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