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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (41 page)

Todos le miraron inquisitivamente, pero nadie dijo una palabra. Hansson se sonó la nariz. Nyberg se sentó en una silla para reposar el pie malo. Martinsson se fue a su despacho, seguramente para llamar a casa. Wallander abandonó la sala de reuniones y se puso a mirar un mapa del distrito policial de Ystad. Fue siguiendo las carreteras entre Marsvinsholm, Lödinge e Ystad. Pensó que siempre hay un centro en alguna parte. Un nudo entre diversos acontecimientos que tiene también una equivalencia en la realidad. Que un delincuente vuelva al lugar del crimen ocurre muy pocas veces. En cambio, un delincuente pasa con frecuencia por el mismo sitio al menos dos veces, por lo general, más.

Ann-Britt Höglund llegó apresuradamente por el pasillo. Como de costumbre, Wallander tuvo mala conciencia por haberle pedido que acudiera. Ahora comprendía mejor que antes los problemas que tenía al estar tantas veces sola con los dos niños. Esta vez, sin embargo, creía tener una razón de peso para llamarla.

—¿Ha pasado algo? —preguntó ella.

—¿Ya sabes que han encontrado la maleta de Runfeldt?

—Sí, ya lo sé.

Entraron en la sala de reuniones.

—Lo que ves en la mesa estaba en la maleta. Quiero que te pongas unos guantes y que vuelvas a meterlo todo en la maleta.

—¿De alguna manera especial?

—De la manera que te parezca natural. Me has dicho alguna vez que sueles hacerle la maleta a tu marido. O sea que, en otras palabras, estás acostumbrada.

Ella hizo lo que Wallander le acababa de pedir. Él agradeció que no le hiciera preguntas. La contemplaron. Fue eligiendo los objetos y haciendo la maleta con rutina y decisión. Luego dio un paso atrás.

—¿Cierro?

—No es necesario.

Estaban reunidos en torno a la mesa observando el resultado. Las sospechas de Wallander se confirmaron.

—¿Cómo puedes saber de qué manera hizo la maleta Runfeldt? —preguntó Martinsson.

—Dejaremos los comentarios para más tarde —interrumpió Wallander—. Había un policía de tráfico en el comedor. Id a buscarlo.

El policía de tráfico, que se llamaba Laurin, entró en la sala. Mientras tanto, habían vuelto a vaciar la maleta. Laurin parecía cansado. Wallander había oído hablar de un gran control nocturno de alcoholemia en las carreteras. Wallander le dijo que se pusiera unos guantes de plástico y que hiciera la maleta con lo que había en la mesa. Tampoco Laurin hizo preguntas. Wallander se fijó en que no lo hacía de cualquier manera sino que trataba las prendas con cuidado. Cuando terminó, Wallander le dio las gracias. Laurin abandonó la sala.

—Completamente diferente —dijo Svedberg.

—No tengo intención de probar nada —replicó Wallander—. No creo tampoco que fuera posible. Pero cuando Nyberg abrió la cerradura tuve la sensación de que había algo que no cuadraba. Siempre he tenido el convencimiento de que los hombres y las mujeres hacen las maletas de manera distinta. Era como si ésta la hubiera hecho una mujer.

—¿Vanja Andersson? —propuso Hansson.

—No —contestó Wallander—. Ella no. Fue el propio Gösta Runfeldt el que hizo la maleta. De eso podemos estar bastante seguros.

Ann-Britt Höglund fue quien primero comprendió adónde quería ir a parar.

—¿Quieres decir, entonces, que han vuelto a hacer la maleta después? ¿Y que ha sido una mujer?

—No quiero decir nada con certeza. Pero intento pensar en voz alta. La maleta ha estado tirada un par de días. Gösta Runfeldt estuvo desaparecido bastante más tiempo. ¿Dónde estaba la maleta mientras tanto? Ello podría explicar además un fallo sorprendente en el contenido.

Ninguno, excepto Wallander, había pensado en eso antes. Pero ahora se dieron cuenta enseguida de a qué se refería.

—No hay calzoncillos en la maleta —añadió—. A mí me parece raro que Gösta Runfeldt se disponga a viajar por África sin un solo par de calzoncillos en la maleta.

—Eso es imposible —dijo Hansson.

—Lo que a su vez significa que alguien ha rehecho la maleta —concluyó Martinsson—. Probablemente una mujer. Y mientras tanto, desaparece toda la ropa interior de Runfeldt.

Wallander sentía una tensión creciente en la sala.

—Hay algo más —afirmó despacio—. Por alguna razón los calzoncillos de Runfeldt han desaparecido. Pero, al mismo tiempo, un objeto extraño ha ido a parar a la maleta.

Señaló la pinza de plástico azul. Ann-Britt Höglund tenía todavía los guantes puestos.

—Huélela —dijo Wallander.

Ella hizo lo que él le pedía.

—Un discreto perfume de mujer —fue su respuesta.

Se hizo un silencio total. Por primera vez, todo el equipo de la investigación contuvo el aliento.

Finalmente, Nyberg rompió el silencio:

—¿Significaría esto que hay una mujer involucrada en todos estos horrores?

—En cualquier caso, ya no podemos desechar esa posibilidad —contestó Wallander—. A pesar de que no hay nada que lo indique de manera expresa. Salvo esta maleta.

Volvió a hacerse el silencio. Largo tiempo.

Eran ya las siete y media del domingo 16 de octubre.

Había llegado al viaducto del ferrocarril poco después de las siete. Hacía frío. Movía sin cesar los pies para mantener el calor. La persona a la que esperaba aún tardaría en llegar. Por lo menos media hora, acaso más. Pero ella siempre llegaba con tiempo. Recordó con un estremecimiento las veces que había llegado tarde en su vida. Las veces que había hecho esperar a otra gente. Que había entrado en sitios donde todos los ojos se clavaban en ella.

Nunca jamás volvería a llegar tarde en su vida. Había organizado su existencia según un horario con márgenes calculados.

Estaba completamente tranquila. El hombre que no tardaría en pasar bajo el viaducto no merecía vivir. Ella no podía sentir odio por él. Odiarle, podía hacerlo la mujer que había salido tan mal parada. Ella estaba allí en la oscuridad, esperando únicamente, para luego hacer lo necesario.

De lo único que había dudado era de si debía esperar. El horno estaba vacío, pero su horario era complicado la próxima semana. No quería correr el riesgo de que muriera en el horno. Así que tomó la decisión de hacerlo sin dilación. Tampoco albergaba dudas sobre cómo debía llevarse a cabo. La mujer que le habló de su vida y que, por último, le dio también el nombre de él, había mencionado una bañera llena de agua. Había hablado de lo que se sentía al ser sumergida bajo el agua hasta no poder aguantar la respiración, hasta reventar desde dentro.

Ella había pensado en la catequesis. En el fuego del infierno que esperaba al pecador. Todavía tenía miedo. Nadie sabía cómo se medía el pecado. Nadie sabía tampoco cuándo se repartía el castigo. De ese miedo no había podido hablar nunca con su madre. Y se había preguntado cómo habría sido el último instante de vida de su madre. Françoise Bertrand, la policía argelina, escribió que todo había sido muy rápido. No pudo haber sufrido. Ni siquiera pudo haber sido consciente de lo que le sucedía. Pero ¿cómo podía saberlo ella? ¿No habría intentado, a pesar de todo, silenciar una parte de la verdad por ser demasiado insoportable
?

Un tren pasó por encima de su cabeza. Contó los vagones. Luego volvió a quedarse todo en silencio.

«No con fuego», pensó. «Con agua. Con agua perecerá el pecador».onsultó su reloj. Vio que uno de los cordones de las zapatillas de deporte que llevaba estaba medio desatado. Se dobló y lo ató. Bien apretado. Tenía los dedos fuertes. El hombre al que aguardaba y al que había estado vigilando los últimos días era bajo y gordo. No le iba a ocasionar ningún problema. No tardaría más que un momento.

Un hombre con un perro paseaba por debajo del viaducto del ferrocarril, al otro lado de la calle. Sus pasos resonaban sobre la acera. La situación le recordó una vieja película en blanco y negro. Hizo lo más sencillo, fingió que esperaba a alguien. Estaba segura de que el hombre no se acordaría de ella después. A lo largo de toda su vida había aprendido a pasar desapercibida, a hacerse invisible. Ahora se daba cuenta de que había sido una preparación para algo que, antes, no hubiera podido saber qué era.

El hombre del perro desapareció. Ella tenía el coche al otro lado del viaducto. Aunque estaban en pleno centro de Lund, el tráfico era escaso. El hombre del perro era el único que había pasado, además de un ciclista. Se sentía preparada. Nada podía fallar.

Luego vio al hombre al que esperaba. Venía andando por el mismo lado de la acera donde ella estaba. A lo lejos se oyó un coche. Ella se encogió como si le doliera el vientre. El hombre se detuvo a su lado. Le preguntó si estaba enferma. En lugar de contestar, se dejó caer de rodillas. Él hizo lo que ella había previsto. Se colocó cerca de ella y se inclinó hacia delante. Ella dijo que le había dado un mareo repentino. ¿Podía él ayudarla a llegar al coche? Estaba muy cerca. Él la cogió por debajo del brazo. Ella acentuó su pesantez. Él tuvo que esforzarse para mantenerla en pie. Exactamente como ella había pensado. Su fuerza física era limitada. Él la ayudó hasta llegar al coche. Le preguntó si necesitaba más ayuda. Pero ella dijo que no. Él le abrió la portezuela. Ella alargó la mano rápidamente hacia el sitio donde estaba el trapo. Para que no se evaporase el éter, lo había envuelto en una bolsa de plástico. Tardó apenas unos segundos en sacarlo. La calle seguía desierta. Ella se volvió rápidamente y le puso con fuerza el trapo contra la cara. Él se resistió pero ella era más fuerte. Cuando él empezó a deslizarse hacia el suelo, le mantuvo levantado con una mano, mientras abría la puerta de atrás. Fue fácil meterle dentro. Ella se sentó en el asiento de delante. Pasó un coche, poco después otro ciclista. Ella se inclinó hacia el asiento posterior y volvió a apretar bien el trapo contra su cara. No tardaría en perder el conocimiento. No despertaría antes de que llegara al lago.

Cogió la carretera que pasaba por Svaneholm y Brodda para llegar al lago. Torció junto al pequeño camping de la orilla, entonces desierto. Apagó los faros y salió del coche. Escuchó. Todo se encontraba en el más absoluto silencio. Las caravanas estaban abandonadas. Arrastró al suelo al hombre aletargado. Luego, cogió el saco que llevaba en el maletero. Los pesos hicieron ruido al chocar contra unas piedras. Le llevó más tiempo del que había previsto meter todo en el saco y atarlo bien.

Él seguía inconsciente. Ella arrastró el saco por el pequeño embarcadero que se adentraba en el lago. A lo lejos volaba un pájaro en la oscuridad. Ella dejó el saco en el extremo del embarcadero. Ahora sólo había que esperar un poco. Encendió un cigarrillo. A la luz de la lumbre, se contempló la mano. No temblaba.

Unos veinte minutos más tarde, el hombre empezó a revivir dentro del saco. A moverse allí dentro.

Ella pensó en el cuarto de baño. En la narración de la mujer. Y recordó los gatos que se abogaban cuando era pequeña. Se alejaban por el agua en sacos, todavía vivos, luchando desesperadamente por respirar y sobrevivir
.

Él empezó a gritar. Daba empujones en el saco. Ella apagó el cigarrillo en el embarcadero.

Trató de pensar. Pero tenía la mente en blanco.

Luego empujó el saco al agua con un pie y se alejó de allí.

24

Habían permanecido tanto tiempo en la comisaría, que el domingo se convirtió en lunes. Wallander envió a Hansson a casa y, más tarde, también a Nyberg. Pero los otros se quedaron y empezaron a repasar de nuevo el material de la investigación.

La maleta les había inducido a volver atrás. Sentados en la sala de reuniones, la habían tenido delante, en la mesa, hasta que interrumpieron la reunión. Martinsson cerró la tapa y se la llevó a su despacho.

Repasaron todo lo sucedido con la premisa de que nada en el trabajo que habían realizado hasta entonces podía considerarse perdido. En esa vuelta atrás había la necesidad común de mirar a los lados, de detenerse en diferentes detalles, y la esperanza de descubrir algo que se les hubiera pasado por alto.

Pero no encontraron nada que les permitiera pensar que, por fin, se habían abierto camino. Los acontecimientos seguían siendo oscuros, su relación incierta, los motivos desconocidos. La vuelta atrás les llevó al punto de partida, a que dos hombres habían sido asesinados de una manera sañuda y brutal, y que el asesino tenía que ser la misma persona.

Eran las doce y cuarto cuando Wallander puso punto final a la reunión. Decidieron encontrarse temprano a la mañana siguiente, para organizar la continuación del trabajo. Lo que significaba, ante todo, ver si había que modificar algo en la investigación como resultado de haber encontrado la maleta.

Ann-Britt Höglund estuvo presente todo el tiempo. En dos ocasiones salió de la sala de reuniones unos minutos. Wallander supuso que había llamado a su casa para hablar con la vecina que le cuidaba a sus hijos. Cuando terminaron la reunión, Wallander le pidió que se quedara un momento. Inmediatamente se arrepintió. No debía, o no podía, retenerla más. Pero ella se limitó a sentarse de nuevo y ambos esperaron a que los otros se hubiesen ido.

—Quiero que me hagas un favor —dijo él—. Quiero que pases revista a todo lo que ha sucedido y le apliques una perspectiva femenina. Quiero que veas todo el material de la investigación pensando en que la persona que buscamos es una asesina, no un asesino. Los puntos de partida deben ser dos. En uno, partes de la base de que ha actuado sola. En el otro, ha sido, por lo menos, cómplice.

—¿Piensas que hay al menos dos?

—Sí. Y uno es una mujer. Aunque, naturalmente, puede haber más personas implicadas.

Ella asintió.

—Lo más pronto posible —siguió Wallander—. Si puede ser, mañana. Quiero que hagas esto antes que nada. Si tienes otras cosas importantes que no pueden esperar, se las encargas a otro.

—Me parece que mañana llega Hamrén de Estocolmo —dijo ella—. Y también dos policías de Malmö. Puedo encargárselo a alguno de ellos.

Wallander no tenía nada más que añadir, pero permanecieron sentados.

—¿Crees de verdad que es una mujer? —preguntó.

—No sé —contestó Wallander—. Es, desde luego, peligroso darle a la maleta y al perfume más importancia de la que tienen. Pero tampoco puedo prescindir del hecho de que toda esta investigación tiene tendencia a escurrírsenos de los dedos. Hay algo raro en ella desde el principio. Ya cuando estábamos junto a la fosa donde colgaba Eriksson de las estacas de bambú, dijiste una cosa en la que he pensado muchas veces.

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