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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (45 page)

Wallander pensó en Rydberg. Podía haber sido de él de quien hablaba Birch.

—Sin embargo, eso no da respuesta a la cuestión —dijo Wallander—. Qué era lo que pensábamos cuando elegimos hacernos policías.

Wallander no llegó a saber cuál era la opinión de Birch. Sonó el teléfono. Birch escuchó en silencio.

—Está identificado —dijo éste cuando terminó la conversación—. Es Eugen Blomberg. No hay la menor duda de ello.

—Entonces, vamos.

—Si quieres, puedes esperar mientras informamos a su esposa. Suele ser bastante penoso.

—Os acompaño —repuso Wallander—. Lo prefiero a estar aquí sentado sin hacer nada. Además, eso me puede dar una idea de cómo era la relación con su marido.

Se encontraron con una mujer sorprendentemente serena y que pareció entender de inmediato el significado de su presencia allí, junto a su puerta. Wallander se mantuvo detrás cuando Birch le dio la noticia de la muerte de su marido. Ella se había sentado en el borde de una silla como para poder apoyarse en los pies y movió la cabeza en silencio. Wallander supuso que tenía la misma edad que su marido. Pero parecía mayor, como si hubiera envejecido antes de tiempo. Estaba muy delgada, la piel se atirantaba sobre sus pómulos. Wallander la estudiaba a hurtadillas. No le pareció que fuera a derrumbarse. Al menos, no todavía.

Birch hizo un gesto a Wallander, que se acercó. Birch sólo le había dicho que habían encontrado a su marido muerto en el lago Krageholmssjön, pero nada de lo que había ocurrido. Eso sería misión de Wallander.

—El lago Krageholmssjön pertenece al distrito policial de Ystad —dijo Birch—. Por esa razón, ha venido un colega de allí. Se llama Kurt Wallander.

Kristina Blomberg levantó los ojos. A Wallander le recordaba a alguien. Pero no sabía a quién.

—Reconozco tu cara —dijo ella—. Debo de haberte visto en los periódicos.

—No es imposible —contestó Wallander sentándose en una silla frente a ella.

Birch había tomado, mientras tanto, la posición que ocupaba Wallander hasta ese momento.

La casa era muy tranquila. Amueblada con buen gusto. Muy silenciosa. Wallander pensó que aún no sabía si tenían hijos.

Ésa fue su primera pregunta.

—No —respondió ella—. No teníamos hijos.

—¿Tampoco de matrimonios anteriores?

Wallander captó enseguida su inseguridad. Tardó en contestar imperceptiblemente, pero él lo notó.

—No. No que yo sepa. Y no de mi parte.

Wallander cambió una mirada con Birch, que también había advertido su vacilación ante una pregunta que no debiera haber sido difícil de contestar. Wallander continuó despacio.

—¿Cuándo viste por última vez a tu marido?

—Salió a dar un paseo ayer tarde. Tenía la costumbre de hacerlo.

—¿Sabes por dónde iba?

Ella negó con la cabeza.

—Muchas veces estaba fuera más de una hora. Pero no sé por dónde iba.

—¿No pasó nada especial ayer por la tarde?

—No.

Wallander volvió a percibir una sombra de inseguridad en su respuesta. Acentuó la prudencia.

—Así que no volvió. ¿Qué hiciste entonces?

—Esperé hasta las dos de la madrugada y llamé a la policía.

—Pero él podía haber ido a ver a alguien, ¿no?

—Tenía muy pocos amigos. Y hablé con ellos antes de llamar a la policía. No le habían visto.

Ella le miró. Seguía serena. Wallander comprendió que ya no podía esperar más.

—Tu marido ha sido encontrado muerto en el lago Krageholmssjön. Hemos podido comprobar también que ha sido asesinado. Lamento mucho lo sucedido, pero tengo que decir las cosas como son.

Wallander contempló su rostro. Pensó que ella no se sorprendía. Ni por que hubiera muerto ni por que hubiera sido asesinado.

—Naturalmente, es importante que podamos detener al autor o los autores del crimen. ¿Se te ocurre quién podría haber sido? ¿Tenía enemigos tu marido?

—No sé —contestó ella—. Yo conocía muy mal a mi marido.

Wallander pensó un poco antes de seguir. Su respuesta le preocupaba.

—No sé cómo interpretar tu respuesta.

—¿Tan difícil es? Yo conocía muy mal a mi esposo. Una vez, hace mucho tiempo, creí que le conocía. Pero eso fue entonces.

—¿Qué pasó? ¿Qué fue lo que cambió?

Ella sacudió la cabeza. Wallander advirtió que algo, que él interpretó como amargura, empezaba a revelarse. Esperó.

—No pasó nada. Nos fuimos distanciando uno del otro. Vivimos en la misma casa. Pero tenemos habitaciones separadas. Él vive su vida. Yo vivo la mía.

Luego se corrigió.

—Él vivía su vida. Yo vivo la mía.

—Si no me equivoco, trabajaba como investigador en la universidad, ¿verdad?

—Sí.

—Sobre alergias lácteas, ¿no es así?

—Sí.

—¿Trabajas tú también allí?

—Yo soy profesora.

Wallander asintió con la cabeza.

—Así que no sabes si tu marido tenía enemigos.

—No.

—Y tenía pocos amigos. —Sí.

—De modo que no puedes pensar en nadie que quisiera quitarle la vida. Ni por qué.

Su rostro estaba muy tenso. Wallander tenía la impresión de que miraba a través de él.

—Nadie más que yo misma —contestó ella—. Pero yo no le maté.

Wallander la contempló largo rato sin decir nada. Birch se había puesto a su lado.

—¿Por qué podías haberle matado tú? —preguntó al fin.

Ella se incorporó y se quitó la blusa con tal vehemencia que la rompió. Todo ocurrió tan deprisa que ni Wallander ni Birch se dieron cuenta de lo que ocurría. Luego, ella extendió los brazos. Estaban cubiertos de cicatrices.

—Esto me lo hizo él. Y mucho más de lo que no puedo siquiera hablar.

La mujer abandonó la habitación con la blusa desgarrada en la mano. Wallander y Birch se miraron.

—La maltrataba —dijo Birch—. ¿Crees que puede ser ella la que lo haya hecho?

—No —repuso Wallander—. No es ella.

Esperaron en silencio. Al cabo de unos minutos, regresó. Se había puesto una camisa que le colgaba por encima de la falda.

—No siento ninguna pena por él —declaró—. No sé quién le ha matado. No creo tampoco que quiera saberlo. Pero entiendo que vosotros tengáis que detenerle.

—Sí —dijo Wallander—. Tenemos que hacerlo. Y necesitamos toda la ayuda que nos puedan dar.

Ella le miró con una cara súbitamente desvalida.

—Yo ya no sabía nada de él. No puedo ayudaros.

Wallander pensó que seguramente estaba diciendo la verdad. Ella no podía ayudarles.

Pero eso era lo que ella pensaba. Porque, en realidad, ya les había ayudado.

Cuando Wallander vio sus brazos, perdió las dudas que le quedaban.

Ahora sabía que era a una mujer a quien buscaban.

26

Cuando salieron de la casa de Siriusgatan, había empezado a llover. Se quedaron de pie junto al coche de Wallander. De un Wallander preocupado y con prisa.

—Creo que no he visto jamás a una viuda reciente que se tome con tanta calma la pérdida de su marido —comentó Birch con desagrado en la voz.

—Sin embargo, es un dato que debemos tener en cuenta —repuso Wallander.

No se paró a profundizar su respuesta. En lugar de ello trató de pensar en las próximas horas. La sensación que tenía de que debían apresurarse era muy viva.

—Tenemos que revisar sus pertenencias, aquí en casa y en la universidad. Eso, claro está, es misión vuestra. Pero me gustaría que hubiera también alguien de Ystad. No sabemos qué es lo que buscamos. Pero puede ocurrir que, de esa manera, descubramos antes algún detalle interesante.

Birch asintió.

—¿Tú no te quedas?

—No. Les pediré a Martinsson y a Svedberg que vengan. Les diré que salgan para acá inmediatamente.

Wallander cogió su teléfono móvil del coche, marcó el número de la policía de Ystad y le explicó a Martinsson en pocas palabras lo que pasaba. Martinsson prometió que él y Svedberg irían enseguida. Wallander le dijo que preguntara por Birch en la policía de Lund. Tuvo que deletrear el nombre y Birch se sonrió.

—Me hubiera gustado quedarme —dijo Wallander—. Pero tengo que empezar a buscar hacia atrás en la investigación. Sospecho que la solución del asesinato de Blomberg está ahí, aunque no la hayamos visto. La solución de los tres asesinatos. Es como si nos hubiéramos perdido en un intrincado sistema de cavernas.

—No estaría mal que nos libráramos de otras muertes —dijo Birch—. Ya son demasiadas.

Se despidieron. Wallander regresó a Ystad. La lluvia iba y venía a ráfagas. Al pasar cerca de Sturup, vio un avión que se disponía a aterrizar. Mientras conducía iba repasando mentalmente la investigación. El número de veces que lo había hecho antes ya se le escapaba. Decidió asimismo lo que haría al llegar a Ystad.

Eran las seis menos cuarto cuando aparcó el vehículo. Se detuvo en la recepción y le preguntó a Ebba si estaba Ann-Britt Höglund en la oficina.

—Ella y Hansson volvieron hace una hora.

Wallander encontró a Ann-Britt Höglund en su despacho. Estaba hablando por teléfono. Wallander le indicó con un gesto que terminara la conversación tranquilamente. Se puso a esperar en el pasillo. En cuanto oyó que colgaba el auricular, entró de nuevo.

—He pensado que nos sentemos un rato en mi despacho. Necesitamos hacer un repaso de todo en profundidad.

—¿Quieres que lleve alguna cosa? —preguntó ella señalando los papeles y archivadores que estaban desparramados sobre la mesa.

—No creo que haga falta. Si surge algo, vienes a buscarlo.

Ann-Britt Höglund le siguió a su despacho. Wallander llamó a la centralita y pidió que no le molestaran. No dijo hasta cuándo. Lo que se había propuesto le llevaría todo el tiempo que fuera necesario.

—Recuerdas que te pedí que repasaras todo lo sucedido buscando características femeninas, ¿no?

—Ya lo he hecho.

—Tenemos que revisar todo el material de nuevo —siguió diciendo Wallander—. Es lo que vamos a hacer a partir de ahora. Estoy convencido de que en alguna parte hay un punto por el que podemos abrir nos camino. Lo que pasa es que no lo hemos visto todavía. Nos lo hemos saltado. Hemos ido y hemos vuelto, el punto estaba allí, pero hemos mirado en otra dirección. Y ahora estoy convencido de que tiene que haber una mujer involucrada.

—¿Por qué estás convencido de eso?

Él le contó la conversación con Kristina Blomberg. Cómo se había arrancado la blusa para mostrar las cicatrices que le quedaban de los malos tratos que había sufrido.

—Estás hablando de una mujer maltratada. No de una mujer asesina.

—Tal vez sea la misma cosa —replicó Wallander—. En todo caso, no tengo más remedio que convencerme de que estoy en un error.

—¿Por dónde empezamos?

—Por el principio. Como en los cuentos. Y lo primero que ocurrió es que alguien cavó una zanja y preparó una tumba de estacas destinada a Holger Eriksson, en Lödinge. Imagínate que fuera una mujer. ¿Qué ves entonces?

—Que, desde luego, no es una imposibilidad. Nada era demasiado grande ni demasiado pesado.

—¿Por qué ha elegido justamente este procedimiento?

—Para dar la impresión de que lo ha hecho un hombre.

Wallander meditó un buen rato su respuesta antes de continuar.

—¿Así que ella ha querido darnos una pista falsa?

—No necesariamente. También ha podido querer demostrar que la violencia vuelve. Como un bumerán. ¿Por qué no las dos cosas?

Wallander reflexionó. Su explicación no era imposible.

—El móvil —continuó—. ¿Quién quería matar a Holger Eriksson?

—Eso es menos claro que en el caso de Gösta Runfeldt. En éste hay, por lo menos, diferentes posibilidades. De Holger Eriksson todavía sabemos demasiado poco. Tan poco, que resulta raro, la verdad. Su vida parece oculta casi por completo. Como si fuera un terreno prohibido.

Supo de inmediato que ella acababa de mencionar algo importante.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que digo. Debíamos saber más. Se trata de un hombre de ochenta años que ha pasado toda su vida en Escania. Una persona conocida. Sabemos tan poco, que no es normal.

—¿Cuál es la explicación?

—No sé.

—¿Le da miedo a la gente hablar de él?

—No.

—¿Qué es entonces?

—Buscamos a un mercenario y encontramos a un hombre que había muerto. Nos enteramos de que esas personas muchas veces actúan bajo nombres falsos. Se me ocurre que eso también puede valer para Holger Eriksson.

—¿Qué hubiera sido mercenario?

—No creo. Pero puede haber adoptado otro nombre en ocasiones. No tiene por qué haber sido siempre Holger Eriksson. Eso puede ser una explicación de por qué sabemos tan poco de su vida privada. Que, de vez en cuando, haya sido otro.

Wallander pensó en algunos de los primeros poemarios de Holger Eriksson. Los había publicado bajo seudónimo. Sólo más tarde comenzó a utilizar su verdadero nombre.

—Me resulta difícil creer lo que dices. Sobre todo porque no veo un motivo verosímil. ¿Por qué utiliza una persona un nombre falso?

—Para hacer algo sin que la sorprendan.

Wallander la miró.

—¿Quieres decir que puede haber adoptado otro nombre porque era homosexual? ¿Homosexual en una época en la que eso debía mantenerse muy secreto?

—Eso puede ser una explicación.

Wallander asintió. Pero seguía con sus dudas.

—Tenemos el legado a la iglesia de Jämtland —dijo—. Eso tiene que significar algo. ¿Por qué lo hace? Y hay una polaca que desaparece. Hay algo relacionado con ella que la hace especial. ¿Has pensado qué es?

Ann-Britt Höglund negó con la cabeza.

—Que es la única mujer que aparece en el material de la investigación sobre Holger Eriksson. Y eso, hay que reconocer que la hace muy especial.

—Ha llegado copia del informe de la investigación que se hizo sobre ella en Östersund —dijo ella—. Pero no creo que nadie haya tenido tiempo de estudiárselo. Además, ella aparece de manera muy marginal. No tenemos ninguna prueba de que ella y Holger Eriksson se conocieran.

Wallander se sintió de repente muy seguro.

—Es verdad. Hay que hacerlo lo más pronto posible. Tenemos que enterarnos de si existe o no esa relación.

—¿Quién se encarga de ello?

—Hansson. Lee más deprisa que cualquiera de nosotros. Además, casi siempre cae directamente sobre lo importante.

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