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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (39 page)

—Pero ellos no tenían nada que ver con aquella guerra. Eran de fuera. Participaban para ganar dinero.

Ekberg ignoró los comentarios de Wallander. Como si no fueran dignos de él.

—Tenían que haber salido de la zona de combate a tiempo. Pero habían perdido a dos de sus jefes de compañía en la lucha. El avión que iba a recogerles aterrizó en un aeropuerto equivocado en un pueblo del interior. Hubo muy mala suerte. Alrededor de quince fueron hechos prisioneros. El grupo más grande pudo salir. La mayoría de ellos siguieron hacia el sur de Rodesia. En una gran finca, a las afueras de Johannesburgo, hay ahora un monumento en honor de los ejecutados de Angola. Asistieron mercenarios de todo el mundo cuando se inauguró el monumento.

—¿Había suecos entre los ejecutados?

—Casi todos eran ingleses y alemanes. Los parientes tuvieron cuarenta y ocho horas para recoger los cuerpos. Casi nadie lo hizo.

Wallander pensó en el monumento a las afueras de Johannesburgo.

—Hay, por decirlo de otro modo, una gran solidaridad entre mercenarios de diferentes partes del mundo, ¿no?

—Cada uno se cuida de sí mismo. Pero la solidaridad existe. Tiene que existir.

—Muchos tal vez se hacen mercenarios por eso. Porque buscan solidaridad.

—Lo primero es el dinero. Luego la aventura. Luego la solidaridad. Por ese orden.

—La verdad es, pues, que los mercenarios matan por dinero.

Ekberg asintió.

—Desde luego que es así. Los mercenarios no son monstruos. Son personas.

Wallander sentía que su malestar iba en aumento. Pero se daba cuenta de que Ekberg pensaba exactamente lo que decía. Hacía mucho tiempo que no encontraba a una persona tan convencida. No había nada monstruoso en esos soldados que mataban a cualquiera por la cantidad de dinero adecuada. Eso era, por el contrario, la definición de su humanidad. Según Johan Ekberg.

Wallander sacó una copia de la fotografía y la puso en la mesa de cristal delante de él. Luego se la acercó a Ekberg.

—Tienes carteles de películas en las paredes —dijo—. Aquí tienes una foto auténtica. Hecha en lo que entonces se llamaba el Congo Belga. Hace más de treinta años. Antes de que tú nacieras. Son tres mercenarios. Uno de ellos es sueco.

Ekberg se inclinó y cogió la fotografía. Wallander esperó.

—¿Reconoces a alguno de esos tres hombres? —preguntó luego.

Nombró a dos de ellos. Terry O'Banion y Simon Marchand.

Ekberg movió negativamente la cabeza.

—No tienen por qué ser sus verdaderos nombres sino nombres que tenían como mercenarios.

—En ese caso, ésos son los nombres que yo conozco —dijo Ekberg—. El hombre que está en el medio es sueco —continuó Wallander.

Ekberg se levantó y desapareció en una habitación adyacente. Volvió con una lente de aumento en la mano. Volvió a estudiar la fotografía.

—Se llama Harald Berggren. Y él es el motivo por el que estoy aquí.

Ekberg no dijo nada. Siguió mirando la fotografía.

—Harald Berggren —repitió Wallander—. Escribió un diario de aquella guerra. ¿Le reconoces? ¿Sabes quién es?

Ekberg dejó la fotografía y la lupa.

—Claro que sé quién es Harald Berggren —contestó.

Wallander se sobresaltó en su asiento. No sabía qué respuesta esperaba. Pero, desde luego, no la que había recibido.

—¿Dónde está ahora?

—Ha muerto. Murió hace siete años.

Era una posibilidad que Wallander había considerado. Sin embargo, le defraudó que hubiera sucedido tanto tiempo atrás.

—¿Qué pasó?

—Se suicidó. No es inusual en personas de gran valor. Y que tienen experiencia en combatir en unidades armadas en condiciones difíciles.

—¿Por qué se suicidó?

Ekberg se encogió de hombros.

—Yo creo que estaba harto.

—¿Harto de qué?

—¿De qué está uno harto cuando se quita la vida? De la vida misma. Del aburrimiento. Del cansancio que se siente cuando uno se mira al espejo por la mañana.

—¿Qué pasó?

—Vivía en Sollentuna, al norte de Estocolmo. Un domingo por la mañana se metió la pistola en el bolsillo y subió a un autobús hasta la última parada. Allí se adentró en el bosque y se pegó un tiro.

—¿Cómo sabes tú todo eso?

—Lo sé. Y eso significa que no puede tener nada que ver con un asesinato en Escania. A no ser que haya resucitado. O que haya puesto una mina que explota ahora.

Wallander había dejado el diario en Escania. Pensó que quizás había sido un error.

—Harald Berggren escribió un diario del Congo. Lo encontramos en la caja fuerte de uno de los dos hombres que han sido asesinados. Un vendedor de automóviles que se llamaba Holger Eriksson. ¿Te dice algo ese nombre?

Ekberg dijo que no con la cabeza.

—¿Estás seguro?

—Tengo muy buena memoria.

—¿Se te ocurre alguna explicación de que el diario fuera a parar allí?

—No.

—¿Se te ocurre alguna explicación de que estos dos hombres se conocieran hace más de siete años?

—Yo sólo estuve una vez con Harald Berggren. Fue el año antes de morir. Yo vivía en Estocolmo entonces. Vino a verme una tarde. Estaba muy desazonado. Me contó que entretenía su espera de una nueva guerra viajando por todo el país para trabajar un mes aquí y otro allá. Tenía un oficio.

Wallander se dio cuenta de que se le había escapado esa posibilidad. A pesar de que estaba en el diario, en una de las primeras páginas.

—¿Te refieres a que era mecánico de coches?

Ekberg se sorprendió por primera vez.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo leí en el diario.

—Pensé que un vendedor de coches podía haber tenido necesidad de un mecánico extra. Que Harald quizás pasara por Escania y entrara en contacto con ese tal Eriksson.

Wallander asintió. Era, naturalmente, una posibilidad.

—¿Era homosexual Harald Berggren? —preguntó Wallander.

Ekberg sonrió.

—Mucho —dijo.

—¿Es corriente entre mercenarios?

—No necesariamente. Pero tampoco es raro. Me figuro que eso también se da entre policías, ¿no?

Wallander no contestó.

—¿Se da entre asesores para resolver conflictos? —preguntó a su vez.

Ekberg se había levantado y estaba de pie junto a la máquina tocadiscos. Le sonrió a Wallander.

—Se da —dijo.

—Tú te anuncias en
Terminator
. Ofreces tus servicios. Pero no pone de qué servicios se trata.

—Facilito contactos.

—¿Qué tipo de contactos?

—Diferentes patronos que pueden resultar interesantes.

—¿Misiones de guerra?

—A veces. Guardaespaldas, protección de transportes. Varía. Si quisiera, podría alimentar a los periódicos suecos con historias sorprendentes.

—Pero ¿no lo haces?

—Tengo la confianza de mis clientes.

—Yo no pertenezco al mundo de la prensa.

Ekberg había vuelto a sentarse.

—Terre Blanche en África del Sur —dijo Ekberg—. El líder del partido nazi de los bóers. Tiene dos guardaespaldas suecos. Eso a modo de ejemplo. Pero si lo dices públicamente, yo lo negaré, como es natural.

—No diré nada.

No tenía más preguntas. Lo que podían significar las respuestas que había obtenido de Ekberg, no lo sabía aún.

—¿Puedo quedarme con la fotografía? —preguntó Ekberg—. Tengo una pequeña colección.

—Sí —dijo Wallander levantándose—. El original lo tenemos nosotros.

—¿Quién tiene el cliché?

—Eso me pregunto yo también.

Cuando Wallander ya estaba al otro lado de la puerta, se dio cuenta de que había otra pregunta.

—En realidad ¿por qué haces todo esto?

—Recibo postales de todo el mundo. Nada más.

Wallander comprendió que no obtendría otra respuesta.

—No creo —dijo—. Pero puede ser que llame por teléfono si tengo algo más que preguntar.

Ekberg asintió. Luego cerró la puerta.

Cuando Wallander salió a la calle la lluvia se había vuelto aguanieve. Eran las once. No tenía nada más que hacer en Gävle. Se sentó en el coche. Harald Berggren no había matado a Holger Eriksson y, naturalmente, tampoco a Gösta Runfeldt. Lo que tal vez había podido ser una pista, se había quedado en nada.

«Tenemos que empezar de nuevo», pensó Wallander. «Tenemos que volver al punto de partida. Tacharemos a Harald Berggren. Olvidaremos cabezas reducidas y diarios. ¿Qué veremos entonces? Tiene que ser posible encontrar a Harald Berggren entre los antiguos empleados de Holger Eriksson. Deberíamos poder establecer también si era homosexual».

El sedimento exterior de la investigación no daba nada.

«Tenernos que cavar más hondo».

Wallander puso en marcha el motor. Luego condujo directamente al aeropuerto de Arlanda. Al llegar, tuvo algún problema para encontrar el sitio donde debía dejar el coche de alquiler. A las dos estaba esperando su avión, sentado junto a la puerta de embarque. Hojeó distraídamente un diario de la tarde que alguien había dejado. El aguanieve había cesado justo al norte de Upsala.

El avión salió puntual de Arlanda. Wallander estaba sentado junto al pasillo. Se durmió en cuanto hubo despegado. Cuando empezó a sentir en los oídos que el aterrizaje en Sturup había comenzado, se despertó. Junto a él había una mujer repasando calcetines. Wallander la contempló pasmado. Luego pensó que tenía que llamar a Ålmhult para preguntar qué pasaba con el coche. Se vería obligado a coger un taxi hasta Ystad.

Pero al salir del avión y encaminarse a la salida descubrió de repente a Martinsson. Comprendió que algo había pasado.

«Otro no», pensó.

Cualquier cosa. Pero eso no.

Martinsson ya le había visto.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Wallander.

—Tienes que acordarte de conectar el móvil —dijo Martinsson—. No hay manera de localizarte.

Wallander esperaba conteniendo la respiración.

—Hemos encontrado la maleta de Gösta Runfeldt —dijo.

—¿Dónde?

—Estaba tirada de cualquier manera junto a la carretera que va a Höör.

—¿Quién la encontró?

—Uno que se había parado a mear. Vio la maleta y la abrió. Había papeles con el nombre de Runfeldt. El hombre que la encontró había leído sobre el asesinato. Llamó directamente. Nyberg está allí ahora.

«Bueno», pensó Wallander. «Siempre es una pista».

—Vámonos allí, pues —dijo.

—¿Tienes que ir a casa primero?

—No —dijo Wallander—. Si hay algo que no necesito hacer, es justamente eso.

Fueron hacia el coche de Martinsson.

De pronto Wallander descubrió que tenía prisa.

23

La maleta permanecía en el lugar donde la habían encontrado. Como el sitio estaba justo al borde del arcén, muchos automovilistas se habían parado por curiosidad al ver dos coches de policía y el grupo de gente.

Nyberg estaba tomando huellas. Uno de sus asistentes le sostenía la muleta mientras él hurgaba de rodillas en algo que estaba en el suelo. Miró hacia arriba cuando llegó Wallander.

—¿Qué tal estaba Norrland? —preguntó.

—No encontré maleta ninguna —contestó Wallander—. Pero es muy bonito aquello. Aunque hace frío.

—Con un poco de suerte vamos a poder decir con bastante exactitud cuánto tiempo ha estado aquí la maleta —dijo Nyberg—. Supongo que puede ser una información importante.

La maleta estaba cerrada. Wallander no pudo descubrir ningún tarjetero con la dirección. Tampoco pegatinas de la agencia de viajes Specialresor.

—¿Habéis hablado con Vanja Andersson? —preguntó Wallander.

—Ya ha estado aquí —contestó Martinsson—. Reconoció la maleta. Además, la hemos abierto. Encima de todo estaban los prismáticos desaparecidos de Gösta Runfeldt. Así que seguro que es su maleta.

Wallander trató de reflexionar. Se encontraban en la carretera número 13, al sur de Eneborg. Un poco antes estaba el cruce en el que, entre otras direcciones, se podía torcer hacia Lödinge. Hacia el otro lado, uno llegaba al sur del lago Krageholmssjön y no quedaba lejos de Marsvinsholm. Wallander observó que se encontraban aproximadamente en el punto medio de los dos lugares en que habían ocurrido los crímenes. O dentro de un ángulo cuyo vértice era Ystad.

«Se encontraban muy cerca de todo», pensó. «Dentro de un círculo invisible».

La maleta estaba en el lado este de la carretera. Si la había puesto allí alguien que iba en coche, éste iba probablemente en dirección norte, partiendo de Ystad. Pero también podía haber venido desde Marsvinsholm, haber doblado en el cruce de Sövestad y haber seguido luego hacia el norte. Wallander se esforzó por sopesar las posibilidades. Además, Nyberg tenía razón en que podía ser una gran ayuda saber cuánto tiempo llevaba la maleta allí donde la habían encontrado.

—¿Cuándo podemos llevárnosla? —preguntó.

—Dentro de una hora, creo yo —contestó Nyberg—. Me falta poco.

Wallander le hizo una señal con la cabeza a Martinsson. Se fueron hacia el coche de éste. Durante el camino desde el aeropuerto, Wallander le había contado que el viaje que acababa de hacer había clarificado una circunstancia importante. Pero no les había hecho avanzar en la otra cuestión. Por qué había donado dinero Holger Eriksson a la parroquia de Jämtland, seguía siendo un misterio. En cambio, ahora sabían que Harald Berggren estaba muerto. Wallander no dudaba de que Ekberg decía la verdad. Tampoco de que sabía, realmente, lo que decía. Berggren no podía tener nada que ver, directamente, con la muerte de Holger Eriksson. Lo que sí debían hacer, en cambio, era enterarse de si había trabajado para él. Pero en realidad no podían contar con que eso les hiciera avanzar. Determinadas partes de la investigación no tenían otro valor que el de encajar en su sitio, de manera que las partes más importantes pudieran colocarse en el suyo. Harald Berggren era, a partir de ahora, una de aquellas partes.

Se sentaron en el coche y regresaron a Ystad.

—A lo mejor Holger Eriksson se dedicaba a dar trabajo eventual a mercenarios en paro —dijo Martinsson—. A lo mejor apareció alguien después de Harald Berggren, alguien que no escribía diarios pero que, por una razón o por otra, tuvo la ocurrencia de cavarle una fosa de estacas a Eriksson.

—Es, sin duda, una posibilidad —dijo Wallander dubitativo—. Pero ¿cómo explicamos lo que ha pasado con Gösta Runfeldt?

—Esa explicación todavía no la tenemos. Tal vez deberíamos concentrarnos en él.

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