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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (34 page)

BOOK: La quinta mujer
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—Todavía no —contestó ella—. Pero, de una manera o de otra, lo conseguiremos.

El abrevió la conversación. Luego puso la televisión y vio un programa de debate mientras pensaba en otra cosa. Se quedó dormido sin darse cuenta.

Cuando Wallander se despertó poco después de las seis de la mañana, se sintió descansado. A las siete y media ya había desayunado y pagado su habitación. Luego se sentó a esperar en la recepción. A los pocos minutos llegó Bo Runfeldt. Ninguno de los dos comentó que había pasado la noche en Växjö.

—Vamos a hacer una excursión —dijo Wallander—. Al lago en el que se ahogó tu madre.

—¿Ha valido la pena el viaje? —preguntó Bo Runfeldt.

Wallander notó que estaba molesto.

—Sí —contestó—. Y tu presencia ha sido de suma importancia. Lo creas o no.

Eso no era verdad, naturalmente. Pero Wallander pronunció esas palabras con tanta determinación que Bo Runfeldt se quedó, si no convencido, sí caviloso.

Rune Nilsson salió a su encuentro. Fueron por un sendero a través del bosque. No hacía viento, la temperatura estaba en torno a cero grados. Sentían el suelo duro bajo los pies. El agua se extendía ante ellos. Era un lago alargado. Rune Nilsson señaló un punto en algún lugar en mitad del lago. Wallander notó que Bo Runfeldt estaba muy afectado por la visita al lago y supuso que no había estado allí antes.

—Es difícil ver ahora un lago cubierto de hielo delante de uno —dijo Rune Nilsson—. Todo cambia cuando llega el invierno. Entre otras cosas, cambia la percepción de la distancia. Lo que en verano parece lejano puede resultar de repente muy cercano. O al revés.

Wallander se acercó a la orilla. El agua era oscura. Le pareció vislumbrar el movimiento de un pececillo junto a una piedra. Detrás de él oyó que Bo Runfeldt preguntaba si el lago era profundo, aunque no pudo oír lo que contestó Rune Nilsson.

¿Qué ocurrió?, se preguntaba. ¿Había tomado Gösta Runfeldt la decisión previamente? ¿La decisión de que aquel domingo ahogaría a su esposa? Tuvo que haber sido así. De alguna manera, ya tenía preparado el agujero. De la misma manera que alguien había serrado los tablones que estaban encima del foso de Holger Eriksson. Y que, además, había tenido cautivo a Gösta Runfeldt.

Wallander estuvo un buen rato contemplando el lago que se extendía ante él. Pero lo que creía ver estaba en su interior.

Regresaron a través del bosque. Llegados al coche, se despidieron de Rune Nilsson. Wallander pensó que estarían de vuelta en Ystad bastante antes de las doce.

Pero se equivocaba. Poco después de abandonar Ålmhult, el coche se paró. Murió el motor. Wallander telefoneó al representante de la empresa de grúas cuyos servicios contrataba. El hombre, que llegó después de veinte minutos de espera, comprobó rápidamente que se trataba de una avería importante y que no podía arreglarse allí. No había más remedio que dejar el coche en Ålmhult y coger el tren de Malmö. La grúa les llevó hasta la estación. Mientras Wallander le abonaba el servicio, Bo Runfeldt se ofreció a comprar los billetes. Luego se vio que había comprado primera clase. Wallander no dijo nada. El tren hacia Hässleholm y Malmö pasaba a las 9:44. Para entonces, Wallander ya había llamado a la comisaría de Ystad para pedir que alguien fuera a recogerles a Malmö. No había enlace por tren a Ystad que fuera conveniente. Ebba prometió ocuparse de que alguien estuviera allí.

—¿Cómo es posible que la policía no tenga coches de mejor calidad? —dijo Bo Runfeldt de repente cuando el tren salió de Ålmhult—. ¿Qué habría ocurrido si se hubiera tratado de una urgencia?

—Era mi coche —contestó Wallander—. Los de la policía están en bastante mejor estado.

El paisaje se veía pasar por la ventanilla. Wallander se acordó de Jacob Hoslowski y sus gatos. Pero pensaba también que, probablemente, Gösta Runfeldt había asesinado a su esposa. Ignoraba lo que ello significaba. El propio Gösta Runfeldt ya estaba muerto. Un hombre brutal, que tal vez había cometido un asesinato, había sido asesinado a su vez de una forma igualmente cruel.

Wallander pensó que el motivo más natural era la venganza.

Pero ¿quién se vengaba de qué? ¿Cómo entraba Holger Eriksson en el cuadro?

No lo sabía. No tenía respuestas.

La llegada del revisor interrumpió sus cavilaciones.

Era una mujer. Sonrió al pedir los billetes con marcado acento de Escaria.

Wallander tuvo la impresión de que ella le miraba como si le hubiera reconocido. A lo mejor le había visto fotografiado en algún periódico.

—¿Cuándo llegamos a Malmö? —preguntó.

—A las doce y quince —contestó ella—. A las once y trece, Hässleholm.

Luego se marchó.

Se sabía el horario de memoria.

20

Peters les esperaba en la estación de Malmö. Bo Runfeldt se excusó y dijo que iba a quedarse unas horas en Malmö. Pero que por la tarde regresaría a Ystad. Él y su hermana empezarían entonces a revisar los bienes que había dejado el padre y decidirían lo que iban a hacer con la tienda de flores.

En el coche de vuelta a Ystad, Wallander iba sentado en la parte de atrás tomando notas de lo ocurrido en Ålmhult. Había comprado un lápiz y un cuaderno pequeño en la estación de Malmö y ahora hacía equilibrios apoyándolo en una de sus rodillas para escribir. Peters, que era hombre de pocas palabras, no dijo ni una durante el viaje, ya que vio que Wallander estaba ocupado. El sol lucía, pero hacía viento. Ya estaban a 14 de octubre. No hacía ni una semana que su padre estaba enterrado. Wallander presentía, o tal vez más bien temía, que estaba sólo al comienzo de la elaboración de duelo que tenía por delante.

Llegaron a Ystad y fueron directamente a la comisaría. Wallander había comido unos bocadillos disparatadamente caros en el tren y no tenía hambre. Se detuvo en la recepción y le contó a Ebba lo que le había pasado con el coche. El cuidado Volvo PV de ella estaba, como de costumbre, en el aparcamiento.

—No voy a poder librarme de comprar otro coche —dijo—. Pero ¿de dónde saco el dinero?

—En realidad es horrible lo poco que ganamos —contestó ella—. Pero es mejor no pensar en ello.

—No estoy muy seguro de eso —contestó Wallander—. Los sueldos no van a mejorar porque nos olvidemos completamente de ellos.

—Tú a lo mejor tienes un contrato blindado secreto —dijo Ebba—. Todos tienen contratos blindados. Menos tú y yo, posiblemente.

Camino de su despacho, Wallander fue mirando los de sus colegas. Todos estaban fuera. Al único que pudo encontrar fue a Nyberg, que tenía un despacho al fondo del pasillo. Raras veces estaba allí. Había una muleta apoyada en el escritorio.

—¿Qué tal el pie? —preguntó Wallander.

—Está como tiene que estar —contestó Nyberg malhumorado.

—¿No habréis encontrado, por casualidad, la maleta de Gösta Runfeldt?

—En todo caso, en el bosque de Marsvinsholm no está. Los perros la habrían encontrado.

—¿Encontrasteis alguna otra cosa?

—Algo siempre se encuentra. La cuestión, luego, es si tiene que ver con el caso o no. Pero estamos comparando las huellas de coche del camino que hay detrás de la torre de Holger Eriksson con las que encontramos en el bosque. Dudo de que lleguemos a poder decir nada con seguridad. Estaba todo demasiado mojado y embarrado en ambos sitios.

—¿Hay alguna otra cosa que pienses que debo saber?

—La cabeza de mono —dijo Nyberg—. No era una cabeza de mono sino de hombre. Ha llegado una carta larga y detallada del Museo Etnográfico de Estocolmo. Yo entiendo aproximadamente la mitad de lo que dicen. Pero lo más importante, de todas formas, es que ahora tienen la seguridad de que procede del Congo Belga. O de Zaire, como se llama ahora. Suponen que tiene entre cuarenta y cincuenta años.

—Coincide con la época —dijo Wallander.

—El Museo tiene interés en quedarse con ella.

—Eso que lo decidan los responsables cuando esté terminada la investigación.

Nyberg miró de pronto inquisitivamente a Wallander.

—¿Cogeremos a los que han hecho esto?

—Tenemos que hacerlo.

Nyberg asintió con la cabeza sin decir nada más.

—Has dicho «los». Antes, cuando te pregunté, dijiste que lo más probable era que fuera sólo uno.

—¿He dicho «los»?

—Sí.

—Pues sigo pensando que es solamente una persona la que lo ha hecho. Pero no puedo explicar por qué.

Wallander se dio la vuelta para irse. Nyberg le detuvo.

—Conseguimos sacarle a la empresa de venta por correo Secur, de Borås, lo que Gösta Runfeldt les había comprado. Además del equipo de escucha y del pincel magnético, había hecho encargos en tres ocasiones. La empresa no lleva mucho tiempo funcionando. Lo que compró fueron unos prismáticos nocturnos, unas linternas y alguna otra cosa que carece de importancia. Nada ilegal, además. Las linternas las encontramos en Harpegatan. Pero los prismáticos no estaban allí ni en Västra Vallgatan.

Wallander reflexionó.

—¿Los habrá metido en la maleta para llevárselos a Nairobi? ¿Se mira a las orquídeas por la noche, en secreto?

—Como quiera que sea, no los hemos encontrado —dijo Nyberg.

Wallander fue a su despacho. Había pensado ir a buscar una taza de café, pero cambió de opinión. Se sentó a la mesa y leyó lo que había escrito durante el viaje de Malmö. Buscaba las semejanzas y las diferencias entre los dos asesinatos. Ambos hombres habían sido descritos como brutales. Holger Eriksson abusaba de sus empleados mientras que Gösta Runfeldt maltrataba a su esposa. Ahí tenía una semejanza.

A ambos les habían asesinado de manera calculada. Wallander seguía convencido de que Runfeldt había estado cautivo. No encontraba otra explicación lógica de su prolongada ausencia. En cambio Eriksson había ido derecho a su propia muerte. Ahí se daba una diferencia. Pero a Wallander le parecía también que la semejanza existía aunque era todavía borrosa y difícil de aprehender. ¿Por qué se había tenido preso a Runfeldt? ¿Por qué había esperado el asesino antes de matarle? La respuesta a esa pregunta podía partir de muchas posibilidades diferentes. Por alguna razón, el asesino quiso esperar. Lo que a su vez despertaba nuevas preguntas. ¿Podía ser que el asesino no hubiera tenido posibilidad de matarle antes? Y en ese caso, ¿por qué? ¿O es que formaba parte del plan tener preso a Runfeldt y hacerle pasar hambre hasta dejarle sin fuerzas?

El único motivo que Wallander creía poder ver era, de nuevo, la venganza. Pero venganza, ¿de qué? Todavía no habían encontrado un indicio firme.

Wallander pasó al asesino. Habían hablado de que se trataba, probablemente, de un hombre solo con mucha fuerza física. Podían, por supuesto, equivocarse, tal vez era más de uno, pero Wallander no lo creía. Algo en la manera de planificar apuntaba a un solo autor.

«La buena estrategia había sido una de las premisas», pensó. «Si el autor del delito no hubiera estado solo, sus planes habrían sido considerablemente menos detallados».

Wallander se recostó en la silla. Trató de interpretar la sorda preocupación que no dejaba de corroerle. Había algo en el cuadro que no veía. O que interpretaba mal. Pero no daba con qué podía ser.

Al cabo de una hora aproximadamente fue a buscar la taza de café a la que había renunciado antes. Luego telefoneó al óptico, que le había estado esperando en vano. No le dio otra cita, que fuera cuando quisiera. Después de registrar su chaqueta dos veces, Wallander encontró el número de teléfono del mecánico de coches de Ålmhult en un bolsillo del pantalón. La reparación iba a resultar muy cara. Pero Wallander no tenía otra posibilidad si quería sacar algo por la venta del coche.

Terminó la conversación y llamó a Martinsson.

—No sabía que ya habías vuelto. ¿Cómo te fue en Ålmhult?

—Pensaba hablar de ello. ¿Quiénes están aquí en este momento?

—Acabo de ver a Hansson —dijo Martinsson—. Quedamos en vernos un rato a las cinco.

—Entonces esperamos hasta esa hora.

Wallander colgó el auricular y se acordó de repente de Jacob Hoslowski y de sus gatos. Se preguntó cuándo tendría tiempo de empezar a buscar una casa. Dudaba de que llegara ese momento alguna vez. El trabajo de la policía aumentaba sin cesar. Antes, siempre había momentos en los que la intensidad del trabajo disminuía. Ahora, eso ya no sucedía casi nunca. Tampoco había nada que indicara que volvería a ocurrir. Ignoraba si se debía al aumento de la criminalidad. Lo que sí estaba claro era que, en algunos casos, se había vuelto más brutal y mucho más complicada. Además, cada vez eran menos los policías que participaban directamente en el trabajo policial. Cada vez más agentes tenían puestos administrativos. Cada vez había más personas que planificaban para menos personas. Para Wallander resultaba inimaginable verse a sí mismo únicamente detrás de una mesa de despacho. El estar sentado allí, como ahora, era una interrupción de su rutina natural. Jamás podrían encontrar al asesino que buscaban si sólo se movían entre las paredes de la comisaría. La evolución de la técnica de investigación criminal avanzaba constantemente. Pero nunca podría sustituir al trabajo sobre el terreno.

Regresó a Ålmhult con el pensamiento. ¿Qué había pasado sobre el hielo del lago Stångsjön aquel día de invierno, diez años atrás? ¿Había preparado el «accidente» y, en realidad, asesinado a su esposa Gösta Runfeldt? Había indicios de ello. Eran demasiados los detalles que no cuadraban con un accidente. En algún archivo tenía que ser posible desenterrar, sin molestarse demasiado, la investigación policial que se hizo. Aunque hubiera sido, con toda probabilidad, descuidada, no podía criticar a los policías que la hicieron. ¿Qué podían sospechar en realidad? ¿Por qué iban a albergar la menor suspicacia?

Wallander cogió el auricular y llamó a Martinsson de nuevo. Le dijo que se pusiera en contacto con Ålmhult y pidiera una copia de la investigación del accidente en el lago.

—¿Por qué no la pediste tú? —preguntó Martinsson, sorprendido.

—Yo no hablé con ningún policía —contestó Wallander—. Lo que hice, en cambio, fue sentarme en el suelo en una casa donde había un incalculable número de gatos y un hombre que podía volverse ingrávido cuando le convenía. Consigue lo más pronto posible esa copia.

Terminó la conversación antes de que Martinsson pudiera hacer ninguna pregunta. Eran las tres de la tarde. Vio por la ventana que seguía haciendo buen tiempo. Pensó que era un buen momento para ir al óptico. La reunión sería a las cinco. Antes de ella, no podía hacer muchas cosas. Además, tenía la cabeza cansada y un dolor sordo en las sienes. Se puso la chaqueta y salió de la comisaría. Ebba estaba hablando por teléfono. Wallander escribió una nota en la que decía que estaría de vuelta a las cinco, y se la dio. Se quedó parado en el aparcamiento, buscando con la vista su coche hasta que se acordó. Tardó diez minutos en ir andando al centro. El óptico tenía la tienda en la calle Stora Östergatan. Le dijeron que esperara unos minutos. Hojeó las revistas que había en una mesita. Había una fotografía suya en una de ellas de hacía más de cinco años. Apenas si se reconocía. Los titulares sobre los asesinatos eran grandes: LA POLICIA SIGUE UNA PISTA SEGURA. Eso era lo que Wallander había dicho. Pero no era verdad. Se preguntó si el asesino leería periódicos. ¿Seguiría el trabajo de la policía? Wallander continuó pasando hojas. Se detuvo en una de la páginas interiores. Leyó con asombro creciente. Contempló la fotografía. El corresponsal del periódico
Anmärkaren
, que aún no había empezado a publicarse, tenía razón. Cierto número de personas, procedentes de todo el país, se habían reunido en Ystad para crear una organización nacional de milicias ciudadanas. Se expresaban sin circunloquios. Si se hacía necesario, no dudaban en cometer acciones que estaban al margen de la ley. Apoyaban el trabajo de la policía. Pero no las medidas de austeridad. Sobre todo, no aceptaban la inseguridad ciudadana. Wallander leía con una mezcla de malestar y exasperación crecientes. Algo había pasado verdaderamente. Los partidarios de la existencia de milicias ciudadanas armadas y organizadas ya no se escondían en la sombra. Se manifestaban abiertamente. Con nombre y foto. Reunidos en Ystad para crear una organización nacional.

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