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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (32 page)

BOOK: La quinta mujer
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—¿Dónde queda eso? —preguntó Hansson.

—Al sur de Jämtland. No muy lejos de la frontera con Härjedalen.

—¿Qué tenía que ver Holger Eriksson con ese lugar? Él era de aquí, de Escania.

—Eso es precisamente lo que tenemos que averiguar —respondió Wallander—. ¿Por qué le deja dinero a una iglesia de ese lugar? ¿Qué significa eso? ¿Qué haya elegido una determinada iglesia? Quiero saber por qué. Tiene que haber una razón muy clara.

Nadie tuvo ninguna objeción que hacer cuando terminó de hablar.

Seguirían calando en los almiares. Ninguno de ellos esperaba que la solución llegase más que a través de un prolongado y paciente trabajo.

Llevaban muchas horas de reunión cuando Wallander se decidió a sacar a relucir él mismo la cuestión de la necesidad de más personal. Recordó que también debía decir algo acerca de la propuesta que había llegado de pedir ayuda a algún experto en psicología forense.

—Yo no tengo nada que objetar a recibir ayuda en forma de refuerzos —dijo—. Hay muchas cosas que investigar y eso va a llevar mucho tiempo.

—Yo me encargaré de ello —contestó Lisa Holgersson.

Per keson asintió sin decir nada. Durante todos los años que Wallander llevaba trabajando con él, no se había dado nunca la circunstancia de que Per keson repitiera nada de lo ya dicho. Wallander se figuró vagamente que eso tal vez fuera un mérito para el puesto que estaba a punto de ocupar en Sudán.

—En cambio, tengo mis dudas acerca de si necesitamos verdaderamente un psicólogo que nos lea por encima del hombro —continuó Wallander, una vez se hubo resuelto la cuestión de los refuerzos—. Soy el primero en estar de acuerdo en que Mats Ekholm, el que estuvo aquí este verano, fue un buen interlocutor. Aportó argumentos y puntos de vista que nos fueron de utilidad. No decisivos, pero tampoco infructuosos. La situación es diferente ahora. Mi propuesta es que le enviemos una relación del material y que nos comunique sus comentarios. Y que nos contentemos con eso por el momento. Si algo dramático ocurriera, siempre podemos volver sobre ello.

Tampoco ahora encontró objeciones la propuesta de Wallander. Interrumpieron la reunión después de la una. Wallander se fue rápidamente. La prolongada sesión le había dejado la cabeza muy pesada. Condujo hasta un restaurante del centro. Mientras comía, trató de ver qué se había concretado en la reunión. Como constantemente volvía con el pensamiento a lo ocurrido aquel día de invierno, en el lago, a las afueras de Ålmhult, unos diez años antes, decidió seguir su intuición. Cuando terminó de comer, telefoneó al hotel Sekelgården. Bo Runfeldt estaba en su habitación. Wallander le pidió al recepcionista que le dijera que iría a verle poco después de las dos. Luego fue a la comisaría. Encontró a Martinsson y a Hansson y se los llevó a su despacho. Le dijo a Hansson que llamase a Svenstavik.

—¿Qué tengo que preguntar en realidad?

—Vete derecho al grano. ¿Por qué ha hecho Holger Eriksson esta única excepción en su testamento? ¿Por qué dona dinero justamente a esa parroquia? ¿Busca el perdón de sus pecados? Y si es así, ¿qué pecados? Y si hay alguien que farfulle algo sobre secreto profesional, di que necesitamos esas informaciones para tratar de evitar que ocurran más muertes de este tipo.

—¿De verdad tengo que preguntar si busca el perdón de sus pecados?

Wallander se echó a reír.

—Casi —dijo—. Entérate de todo lo que puedas. Yo voy a llevarme a Bo Runfeldt a Ålmhult. Dile a Ebba que reserve habitación allí.

Martinsson no parecía muy convencido.

—¿Qué crees que vas a encontrar mirando un lago?

—No sé —contestó Wallander con franqueza—. Pero el viaje me proporciona, por lo menos, ocasión de hablar con Bo Runfeldt. Tengo una sensación muy precisa de que hay informaciones escondidas que son importantes para nosotros y que tan sólo descubriremos si somos suficientemente perseverantes. Tenemos que escarbar mucho para traspasar la superficie. Además, debe de quedar alguien allí de los que estaban cuando ocurrió la desgracia. Quiero que os mováis un poco. Llamad a los colegas de Ålmhult. Hablad de lo ocurrido hace diez años. Podéis preguntarle la fecha exacta a la hija, que es entrenadora de baloncesto. Una persona ahogada. Ya telefonearé cuando llegue.

Seguían las ráfagas de viento cuando Wallander salió a coger el coche. Condujo hasta el hotel Sekelgården y entró en la recepción. Bo Runfeldt estaba sentado esperándole.

—Vete a buscar un abrigo —dijo Wallander—. Vamos a hacer una excursión.

Bo Runfeldt se quedó mirándole expectante.

—¿Adónde vamos?

—Cuando estemos en el coche te lo cuento. Poco después salían de Ystad.

Una vez pasada la salida hacia Höör, Wallander le dijo hacia dónde se encaminaban.

19

No bien dejaron atrás Höör, empezó a llover. Wallander ya comenzaba a dudar de toda la empresa. ¿Valía la pena verdaderamente hacer el viaje a Ålmhult? ¿Qué clase de resultado esperaba conseguir, en realidad, que pudiera tener importancia para la investigación? ¿La vaga sospecha de que había algo irregular en una desgracia ocurrida diez años antes?

En lo más profundo de su ser, sin embargo, no dudaba. Lo que pedía no era la solución. Pero sí avanzar un paso.

Cuando le contó a Bo Runfeldt adónde iban, éste se enfadó y preguntó si era una broma. ¿Qué tenía que ver la trágica muerte de su madre con el asesinato de su padre? Circulaban en ese momento detrás de un camión que les llenaba de basura el parabrisas y les impedía adelantarlo. Sólo cuando consiguió pasarlo en uno de los escasos carriles donde estaba permitido, Wallander contestó.

—Tanto tú como tu hermana os resistís a hablar de lo que ocurrió. En parte, puedo, naturalmente, comprenderlo. De una desgracia trágica no se habla sin necesidad. Pero explícame por qué no creo que sea lo trágico de lo sucedido lo que hace que no queráis hablar de ello. Si me das una respuesta satisfactoria aquí y ahora, damos la vuelta y regresamos a Ystad. Y no olvides que has sido tú quien ha hablado de la brutalidad de tu padre.

—Con eso ya he contestado —dijo Bo Runfeldt.

Wallander registró un casi imperceptible matiz nuevo en su voz. Un rasgo de cansancio, una defensa que empezaba a ceder.

Fue avanzando prudentemente sus preguntas mientras cruzaban el monótono paisaje.

—¿Tu madre había hablado, pues, de suicidarse?

El hombre que estaba a su lado tardó en contestar.

—En realidad, es extraño que no lo hubiera hecho antes. No creo que puedas figurarte el infierno en que se veía obligada a vivir. Ni tú, ni yo. Nadie.

—¿Por qué no se separó nunca de él?

—Él amenazaba con matarla si le dejaba. Y ella tenía, ciertamente, motivos de sobra para creerle. En varias ocasiones las palizas fueron tan grandes que hubo que ingresarla en el hospital. Yo no sabía nada entonces, pero me he dado cuenta después.

—Si un médico sospecha que hay violencia está obligado a dar parte a la policía.

—Ella tenía siempre muy buenas explicaciones que dar. Y era convincente. Ni siquiera dudaba en degradarse a sí misma para protegerle. Podía decir que se había caído estando borracha. Mi madre no probaba la bebida. Aunque eso, claro, no lo sabían los médicos.

La conversación se detuvo mientras Wallander adelantaba a un autobús. Notó que Runfeldt estaba tenso. Wallander no conducía deprisa, pero su pasajero tenía, evidentemente, miedo al coche.

—Yo creo que lo que hacía que no se suicidara éramos nosotros, los hijos —dijo cuando el autobús quedó atrás.

—Es natural —contestó Wallander—. Vayamos mejor a lo que has dicho antes. Que tu padre había amenazado de muerte a tu madre. Cuando un hombre maltrata a una mujer, en la mayoría de los casos no tiene intención de matarla. Lo hace para ejercer control sobre ella. A veces pega demasiado fuerte. Los malos tratos llevan a la muerte, aunque no sea ésa la intención. Pero matar de verdad a otra persona, en general, depende de otras cosas. Es un paso más allá.

Bo Runfeldt contestó con una pregunta sorprendente.

—¿Estás casado?

—Ya no.

—¿Le pegabas?

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Sólo pregunto.

—Bueno. Pero no estamos hablando de mí.

Bo Runfeldt guardó silencio. Fue como si quisiera darle tiempo de pensar a Wallander, que recordó con espantosa claridad la vez en la que, durante su matrimonio, había pegado a Mona en un ataque de cólera insensata y descontrolada. Ella, al caer, se dio en la nuca contra la jamba de una puerta y perdió el conocimiento unos segundos. Esa vez estuvo a punto de hacer la maleta e irse. Pero Linda era aún muy pequeña. Y Wallander se deshizo en súplicas. Se pasaron toda la noche sentados hablando. Él estuvo rogándole y, finalmente, ella se quedó. El hecho se le quedó grabado en la memoria. Pero no recordaba muy bien cuál había sido el desencadenante de todo aquello. ¿Por qué habían reñido? ¿De dónde había salido tanta cólera? Ya no sabía. Se dio cuenta de que lo había reprimido. Había pocas cosas en su vida de las que se avergonzara tanto como de lo ocurrido aquella vez. Entendía muy bien su desgana a que le hicieran recordarlo.

—Volvamos al día de hace diez años —dijo Wallander al cabo de un rato—. ¿Qué fue lo que pasó?

—Fue un domingo de invierno —dijo Bo Runfeldt—. A principios de febrero. El cinco de febrero de 1984. Era un frío y hermoso día de invierno. Ellos solían hacer excursiones en coche los domingos. Pasear por el bosque. Andar por playas. O por lagos.

—Parece de lo más idílico —dijo Wallander—. ¿Cómo se compagina con lo que has dicho antes?

—No era, desde luego, nada idílico. Era todo lo contrario. Mi madre estaba siempre aterrorizada. No exagero. Hacía tiempo que había pasado esa frontera en la que el miedo se impone y domina la vida por completo. Tenía que estar mentalmente extenuada. Pero si a él se le antojaba dar un paseo los domingos, lo daban. La amenaza del puñetazo siempre estaba presente. Yo estoy convencido de que mi padre nunca vio ese terror. Debía de pensar que todo quedaba perdonado y olvidado después, cada vez que ocurría. Supongo que consideraba sus malos tratos como arrebatos ocasionales. Nada más.

—Creo comprender. ¿Qué ocurrió, pues?

—Por qué fueron a Småland aquel domingo, no lo sé. Aparcaron en un camino forestal. Había nevado, pero no mucho. Luego fueron andando por ese camino forestal y llegaron al lago. Se adentraron en el hielo. De repente, éste se rompió y ella se hundió. Él no consiguió sacarla. Regresó corriendo al coche y fue a buscar ayuda. Naturalmente, ella estaba muerta cuando la encontraron.

—¿Cómo lo supiste tú?

—Fue él mismo quien llamó. Yo estaba en Estocolmo en aquella ocasión.

—¿Qué recuerdas de esa conversación?

—Él estaba, como es natural, muy alterado.

—¿De qué manera?

—¿Puede uno estar alterado de varias maneras?

—¿Lloraba?, ¿estaba conmocionado? Trata de describirlo con más claridad.

—No lloraba. Sólo puedo acordarme de mi padre con lágrimas en los ojos cuando hablaba de ejemplares excepcionales de orquídeas. No, tengo más bien la sensación de que trataba de convencerme de que había hecho todo lo que estaba a su alcance para salvarla. Pero eso no era necesario. Si una persona está en un apuro, se intenta ayudarla, ¿no?

—¿Qué más dijo?

—Me pidió que tratara de localizar a mi hermana.

—O sea, que te llamó a ti primero.

—Sí.

—¿Qué pasó luego?

—Nos fuimos a Escania. Igual que ahora. El entierro fue una semana más tarde. Hablé un día por teléfono con un policía. Dijo que el hielo debía haber estado inopinadamente frágil. Mi madre, además, no era una persona corpulenta.

—¿Dijo eso el policía con el que hablaste? ¿Qué el hielo debía haber estado «inopinadamente frágil»?

—Tengo buena memoria para los detalles. Tal vez por ser auditor.

Wallander asintió con la cabeza. Pasaron una señal que indicaba que se acercaban a un café. Durante la breve pausa, Wallander interrogó a Runfeldt sobre su trabajo como auditor internacional. Pero escuchaba sin mucha atención. Sus pensamientos giraban en torno a la conversación que habían mantenido en el coche. Hubo algo importante en ella. No conseguía, sin embargo, determinar qué era. En el momento en que se disponían a salir, sonó el teléfono que llevaba en el bolsillo. Era Martinsson. Bo Runfeldt se alejó unos pasos para dejar solo a Wallander.

—Parece que tenemos un poco de mala suerte —dijo Martinsson—. De los dos policías que trabajaban en Ålmhult hace diez años, uno ha muerto y el otro está jubilado y se ha trasladado a Örebro.

Wallander se sintió defraudado. Sin un informador seguro, el viaje perdía gran parte de su finalidad.

—No sé siquiera cómo encontrar el lago —se quejó—. ¿No hay ningún conductor de ambulancia? ¿No fueron los bomberos a sacarla?

—He encontrado al primer hombre que ayudó a Gösta Runfeldt —dijo Martinsson—. Sé cómo se llama y dónde vive. El problema es que no tiene teléfono.

—¿Es posible que haya gente en este país que no tenga teléfono?

—Eso parece. ¿Tienes lápiz?

Wallander buscó en sus bolsillos. Como de costumbre, no tenía papel ni lápiz. Llamó a Bo Runfeldt, y éste le dejó una pluma con incrustaciones de oro y una de sus tarjetas de visita.

—El hombre se llama Jacob Hoslowski —dijo Martinsson—. Es una especie de excéntrico de pueblo y vive solo en una casita no muy lejos de ese lago. El lago se llama Stångsjön y está justo al norte de Ålmhult. He hablado con una persona muy amable del ayuntamiento. Dijo que el lago aparece en el plano informativo que hay a la entrada del pueblo. En cambio no sabía decir cómo se va a casa de Hoslowski. Tendrás que entrar en algún sitio a preguntar.

—¿Tenemos algún sitio donde dormir?

—Ikea tiene un hotel donde ya hemos reservado habitación.

—¿Pero Ikea no vende muebles?

—Venden muebles. Pero también tienen un hotel. Pensión Ikea.

—¿Alguna novedad?

—Todos están muy ocupados. Pero parece que Hamrén va a bajar de Estocolmo a ayudarnos.

Wallander se acordaba de los dos policías de Estocolmo que les habían prestado ayuda en su trabajo durante el verano. No tenía nada en contra de volver a verles.

—¿Y Ludwigsson no?

—Ha tenido un accidente de coche y está en el hospital.

—¿Grave?

—Ya me enteraré. Pero no me dio esa impresión.

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