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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (27 page)

BOOK: La quinta mujer
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—Ninguna mujer se pondría romántica aquí abajo —dijo Ann-Britt Höglund con escepticismo.

Wallander seguía sin contestar la pregunta de Svedberg. Lo más importante era, sin duda, por qué Gösta Runfeldt había mantenido en secreto esa oficina. Porque era una oficina. No cabía la menor duda. Wallander paseó la mirada por las paredes. Había otra puerta. Le hizo un gesto a Svedberg. Éste se acercó y tocó el picaporte. La puerta estaba abierta. Se asomó al interior.

—Tiene aspecto de ser un laboratorio fotográfico —señaló Svedberg—. Con todo lo necesario.

En el mismo instante Wallander empezaba a preguntarse si no habría, a pesar de todo, una explicación sencilla y lógica al hecho de que Runfeldt tuviera ese local. Hacía muchas fotografías. Eso había podido verlo en su casa. Tenía una gran colección de fotografías de orquídeas de todo el mundo. Raras veces había gente en las fotos, que eran con frecuencia en blanco y negro, aunque los colores de las orquídeas deberían haber atraído a un hombre como él.

Wallander y Ann-Britt Höglund se habían acercado y miraban por encima del hombro de Svedberg. Era, sí, un pequeño estudio de revelado. Wallander decidió no esperar a Nyberg. Ellos mismos registrarían la habitación.

Lo primero que miró fue si había alguna maleta. Pero no era así. Se sentó y empezó a hojear los papeles que estaban sobre la mesa escritorio. Svedberg y Ann-Britt Höglund se concentraron en los archivadores. Wallander recordó vagamente que alguna vez Rydberg, al principio, una de las muchas tardes que habían pasado en su terraza tomando un whisky, hizo la reflexión de que el trabajo de un policía y el de un contable se parecían. Ambos dedicaban una buena parte de su tiempo a mirar papeles. «Si eso es cierto», pensó, «lo que estoy haciendo ahora mismo es la revisión de un hombre muerto, en cuya contabilidad, como en una cuenta secreta, hay una oficina situada en la calle Harpegatan, en Ystad».

Wallander tiró de los cajones. En el superior había un pequeño ordenador portátil. La capacidad de Wallander para manejar aquellos instrumentos era bastante limitada. Tenía que pedir ayuda con frecuencia cuando se ponía a trabajar con el suyo en el despacho. Sabía que tanto Svedberg como Ann-Britt Höglund estaban acostumbrados a ellos y los veían como instrumentos de trabajo indiscutibles.

—Vamos a ver lo que se esconde aquí dentro —dijo poniendo el ordenador en la mesa.

Se levantó del asiento para que se sentase Ann-Britt Höglund. Había un enchufe en la pared, junto a la mesa escritorio. Ella abrió el ordenador y lo puso en marcha. Al cabo de un momento se iluminó la pantalla. Svedberg seguía buscando en uno de los archivadores. Ella comenzó a teclear.

—No hay código —murmuró—. Se abre.

Wallander se inclinó a mirar. Tan cerca, que sintió el aroma del discreto perfume que ella llevaba. Pensó en sus ojos. Ya no podía esperar más. Necesitaba gafas.

—Es un fichero —dijo ella—. De nombres de gente.

—Mira a ver si aparece Harald Berggren —dijo Wallander.

Ella le miró sorprendida.

—¿Tú crees?

—Yo no creo nada. Pero podemos probar.

Svedberg había dejado el archivador y estaba junto a Wallander. Ella buscó en el fichero. Luego negó con la cabeza.

—¿Y Holger Eriksson? —propuso Svedberg.

Wallander asintió. Ella buscó el nombre. Nada.

—Mira el fichero al azar —dijo Wallander.

—Tenemos uno que se llama Lennart Skoglund. ¿Probamos con él?

—¡Pero si es Nacka, coño! —exclamó Svedberg.

Le miraron sin comprender.

—Había un futbolista muy conocido que se llamaba Lennart Skoglund —dijo Svedberg—. Le llamaban Nacka. ¡Tenéis que haber oído hablar de él!

Wallander asintió. Era, en cambio, desconocido para Ann-Britt Höglund.

—Lennart Skoglund suena como un nombre corriente —dijo Wallander—. Vamos a ver.

Apareció un texto en la pantalla. Wallander entrecerró los ojos y logró leerlo, era muy breve: LENNART SKOGLUND. EMPEZADO EL 10 DE JUNIO DE 1994. TERMINADO EL 19 DE AGOSTO DE 1994. NINGUNA MEDIDA. ASUNTO CANCELADO.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Svedberg—. ¿Qué significa que el asunto está cancelado? ¿Qué asunto?

—Es casi como si lo hubiera escrito uno de nosotros —dijo ella.

En ese momento Wallander comprendió cuál podía ser la explicación. Pensó en el equipo técnico que Gösta Runfeldt había comprado a la empresa de venta por correo de Borås. En el laboratorio de fotografía. En la oficina secreta. Todo parecía inverosímil. Y, sin embargo, era perfectamente imaginable. Allí inclinados sobre el fichero y el pequeño ordenador, resultaba incluso probable.

Wallander enderezó la espalda.

—La cuestión es si Gösta Runfeldt no se ha interesado por otras cosas además de las orquídeas en su vida. Y también si no ha sido lo que se suele llamar un detective privado.

Había muchas objeciones posibles. Pero Wallander quería seguir la pista sin la menor dilación.

—Creo que estoy en lo cierto —siguió diciendo—. Ahora vosotros tenéis que tratar de demostrarme que estoy equivocado. Repasad todo lo que encontréis aquí. Mantened los ojos bien abiertos y no os olvidéis de Holger Eriksson. Quiero también que uno de vosotros hable con Vanja Andersson. Aún sin saber nada de esto, ha podido ver u oír cosas relacionadas con esta actividad. Yo voy a ir a la comisaría a hablar con los hijos de Gösta Runfeldt.

—¿Cómo hacemos con la conferencia de prensa a las seis y media? —preguntó Ann-Britt Höglund—. Prometí acudir.

—Es mejor que te quedes aquí.

Svedberg le tendió las llaves de su coche a Wallander. Éste denegó con la cabeza.

—Voy a coger mi coche. Necesito moverme un poco.

Al salir a la calle, se arrepintió inmediatamente. Hacía mucho viento y era cada vez más frío. Wallander dudó un instante si empezar por ir a casa a buscar un jersey más abrigado. Pero lo dejó estar. Tenía prisa. Estaba, además, preocupado. Hacían nuevos descubrimientos. Pero no casaban. ¿Por qué había sido detective privado Gösta Runfeldt? Se apresuró a cruzar la ciudad y recogió su coche. Vio que el depósito de gasolina estaba vacío, la luz roja del testigo estaba encendida. Pero no se paró a poner gasolina. La preocupación le impacientaba.

Llegó al edificio de la policía poco antes de las cuatro y media. Ebba le dio un montón de notas de teléfono que se metió en el bolsillo de la chaqueta. Cuando llegó a su despacho empezó por buscar a Lisa Holgersson. Ella le confirmó que la conferencia de prensa iba a ser a las seis y media. Wallander prometió ocuparse de todo. Era algo que no le gustaba hacer. Se irritaba con demasiada facilidad por lo que él consideraba preguntas indiscretas y capciosas de los periodistas. En varias ocasiones habían llegado quejas de las más altas esferas policiales de Estocolmo por su falta de colaboración. En esos momentos, Wallander se daba cuenta de que era realmente un policía conocido fuera de su propio círculo de colegas y amigos. Para bien y para mal se había convertido en uno de los policías más conocidos del país.

Wallander le contó en pocas palabras el hallazgo del local de Gösta Runfeldt en el sótano de Harpegatan. Por el momento, se abstuvo de hablar de la sospecha de que Runfeldt hubiera dedicado una parte de su tiempo a hacer de detective privado. Wallander terminó la conversación y llamó a Hansson. La hija de Gösta Runfeldt estaba con él. Acordaron verse un momento en el pasillo.

—Le he dicho al hijo que podía irse —dijo Hansson—. Se aloja en el hotel Sekelgården.

Wallander sabía dónde estaba.

—¿Sacaste algo en limpio?

—Apenas. Digamos que confirmó la impresión de que Gösta Runfeldt tenía un apasionado interés por las orquídeas.

—¿Y la madre, la mujer de Runfeldt?

—Un trágico accidente. ¿Quieres los detalles?

—No ahora. ¿Qué dice la hija?

—Estaba a punto de empezar a hablar con ella. Llevó tiempo hablar con el hijo. Trato de hacerlo a fondo. Ah, el hijo vive en Arvika y la hija en Eskilstuna.

Wallander miró el reloj. Las cinco menos cuarto. Debía preparar la conferencia de prensa. Pero podía hablar unos minutos con la chica.

—¿Tienes algo en contra de que empiece yo a hacerle unas preguntas?

—¿Por qué iba a tener algo en contra?

—Es que no tengo tiempo de explicártelo ahora. Pero las preguntas te van a resultar raras.

Entraron en el despacho de Hansson. La mujer que estaba sentada en la silla de visitas era joven. Wallander le echó no más de veintitrés o veinticuatro años. Se parecía a su padre físicamente. Se levantó cuando él entró. Wallander sonrió y le estrechó la mano. Hansson se apoyó en el marco de la puerta mientras Wallander se sentaba en su silla. Notó que la silla parecía completamente nueva. Se preguntó cómo habría hecho Hansson para conseguir una silla nueva de oficina. La suya estaba muy vieja.

Hansson había anotado un nombre en un papel, Lena Lönnerwall. Wallander le consultó con la mirada a Hansson, que asintió. Luego se quitó la chaqueta y la dejó en el suelo junto a la silla. Ella seguía todo el tiempo sus movimientos con la mirada.

—Tengo que empezar por decir que lamento lo ocurrido —dijo—. Te acompaño en el sentimiento.

—Gracias.

Wallander notó que estaba serena. Aliviado, tuvo la sensación de que no iba a echarse a llorar.

—Te llamas Lena Lönnerwall y vives en Eskilstuna —continuó Wallander—. Eres hija de Gösta Runfeldt.

—Sí.

—Todos los datos personales que, desgraciadamente, vamos a necesitar, te los tomará el inspector Hansson. Yo sólo tengo algunas preguntas. ¿Estás casada?

—Sí.

—¿En qué trabajas?

—Soy entrenadora de baloncesto.

Wallander meditó su respuesta.

—¿Significa eso que eres profesora de educación física?

—Significa que soy entrenadora de baloncesto.

Wallander asintió. Dejó para Hansson las preguntas de ese tipo. Pero era la primera vez que se encontraba con una entrenadora de baloncesto.

—¿Tu padre era vendedor de flores?

—Sí.

—¿Toda su vida?

—En su juventud anduvo embarcado. Cuando él y mamá se casaron se quedó en tierra.

—Si no me equivoco, tu madre se ahogó.

—Sí.

Hubo un brevísimo instante de duda, antes de responder, que no le pasó desapercibido a Wallander. Su atención se agudizó inmediatamente.

—¿Cuánto tiempo hace que ocurrió?

—Unos diez años. Yo tenía trece entonces.

Wallander notó que ella estaba tensa. Siguió con prudencia.

—¿Puedes contar un poco más detalladamente lo que sucedió? ¿Dónde ocurrió?

—¿Tiene eso verdaderamente algo que ver con mi padre?

—Una de las rutinas policiales básicas es hacer repliegues cronológicos —dijo Wallander intentando imponer respeto. Hansson le miraba asombrado desde su sitio junto a la puerta.

—No sé mucho —dijo ella.

«Mentira», pensó Wallander rápidamente. «Sabes, pero prefieres no hablar de ello».

—Cuenta lo que sepas.

—Fue un domingo, en invierno. Por alguna razón hicieron una excursión a Ålmhult para dar un paseo. Ella cayó en un agujero que había en el hielo. Papá trató de salvarla, pero no pudo.

Wallander estaba completamente inmóvil. Pensó en lo que ella había dicho. Algo había rozado la investigación que traían entre manos. Luego cayó en la cuenta de lo que era. No se trataba de Gösta Runfeldt sino de Holger Eriksson. Un hombre que cae en un agujero en la tierra y es atravesado por unas estacas. La madre de Lena Lönnerwall se cae en un agujero en el hielo. Todo el instinto policial de Wallander le decía que ahí existía una relación. Pero cuál era, en realidad, no podría decirlo. Y tampoco podría decir por qué la chica que estaba al otro lado de la mesa no quería hablar de la muerte de su propia madre.

Dejó de lado el accidente. Fue directo a la cuestión principal.

—Tu padre tenía una tienda de flores. Era, además, un apasionado de las orquídeas.

—Es lo primero que recuerdo de él. De cómo nos hablaba a mi hermano y a mí de flores.

—¿Por qué era un amante tan apasionado de las orquídeas?

Ella le miró con un asombro repentino.

—¿Por qué se apasiona uno? ¿Hay respuesta para eso?

Wallander movió la cabeza sin contestar.

—¿Sabías que tu padre era detective privado?

Hansson dio un respingo junto a la puerta. Wallander mantuvo la mirada fija en la mujer que tenía delante. Su sorpresa parecía convincente.

—¿Qué mi padre era detective privado?

—Sí. ¿Lo sabías?

—Eso no puede ser verdad.

—¿Por qué no?

—No lo entiendo. No sé siquiera en qué consiste eso de ser detective privado. ¿Los hay realmente en Suecia?

—Ésa es otra pregunta que uno puede hacerse —dijo Wallander—. Pero tu padre dedicaba tiempo a desempeñar actividades de detective privado, sin la menor duda.

—¿Cómo Ture Sventon? Ese es el único detective sueco que yo conozco.

—Dejemos los tebeos a un lado. Estoy hablando en serio.

—Y yo también. Nunca he oído hablar de que mi padre se dedicara a nada parecido. ¿Qué es lo que hacía?

—Es demasiado pronto para responder a esa pregunta.

Wallander ya estaba convencido de que ella no sabía a qué se había dedicado su padre en secreto. Existía naturalmente la posibilidad de que Wallander se equivocara por completo, que la premisa no fuera un hecho sino una equivocación. Pero en su fuero interno, en lo más hondo, sabía que no. El descubrimiento de la habitación secreta de Gösta Runfeldt no constituía un paso decisivo en la investigación del que pudieran ver inmediatamente todas las consecuencias. La habitación secreta de Harpegatan tal vez sólo iba a llevarles a otras habitaciones secretas. Pero Wallander tenía la sensación de que toda la investigación había sufrido una sacudida. Se había producido un seísmo apenas perceptible. Todo se había puesto en movimiento.

Se levantó de la silla.

—Esto es todo —dijo tendiéndole la mano—. Volveremos a vernos.

Ella le miró gravemente.

—¿Quién lo ha hecho? —preguntó.

—No lo sé —dijo Wallander—. Pero estoy seguro de que apresaremos a la persona o a las personas que mataron a tu padre.

Hansson le siguió hasta el pasillo.

—¿Detective privado? ¿Lo has dicho de broma?

—No —contestó Wallander—. Hemos encontrado una oficina secreta que pertenecía a Runfeldt. Ya hablaremos luego.

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