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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (24 page)

BOOK: La quinta mujer
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—¿Cuál?

—Ya no se expresan anónimamente. Aparecen con nombres y en fotografías. Eso no había ocurrido nunca antes. Pensar en términos de milicia ciudadana se ha vuelto políticamente correcto.

Wallander comprendió que Martinsson tenía razón. Pero, así y todo, le resultaba difícil creer que eso significaba algo más que la acostumbrada señal de inquietud cuando ocurría un brutal acto de violencia. Una señal que Wallander, por lo demás, comprendía a la perfección.

—Mañana habrá más —se limitó a decir—. Cuando se sepa lo que ha pasado con Gösta Runfeldt. Tal vez tengamos que prevenir a Lisa Holgersson de lo que nos espera.

—¿Qué impresión tienes de ella? —preguntó Martinsson.

—¿De Lisa Holgersson? Tengo la impresión de que es estupenda.

Martinsson había vuelto a entrar en la habitación. Wallander vio lo cansado que estaba. Pensó que Martinsson había envejecido rápidamente en los años que llevaba como policía.

—Yo creí que lo que pasó aquí este verano era una excepción. Ahora me doy cuenta de que no es así.

—Las semejanzas son pocas. No debemos hacer paralelismos que no existen.

—No es en eso en lo que pienso. Es en toda esta violencia. Como si ahora fuera necesario martirizar a la gente a la que se ha decidido quitar de en medio.

—Ya —dijo Wallander—. Pero no soy capaz de decir cómo darle la vuelta a la situación.

Martinsson abandonó el despacho. Wallander pensó en lo que había oído. Decidió ir a hablar con el capitán jubilado Olof Hanzell ese mismo día.

Fue, como Wallander había previsto, una reunión corta. Aunque ninguno de ellos había dormido mucho aquella noche, todos parecían serenos y dispuestos. Sabían que estaban ante una investigación complicada. Per keson también había acudido a oír el resumen de Wallander. Después, no hizo muchas preguntas.

Se repartieron diferentes tareas y discutieron a qué cosas había que dar prioridad. La cuestión de pedir recursos extraordinarios quedó aplazada por el momento. Lisa Holgersson había liberado a varios policías de otras tareas, para que se integrasen en la investigación del asesinato, que ahora se había duplicado. Cuando la reunión se acercaba a su fin, después de una hora aproximadamente, todos tenían ya demasiadas cosas de las que ocuparse.

—Ahora sólo queda una cosa —anunció Wallander al final—. Tenemos que contar con que estos asesinatos van a tener una gran repercusión en los medios de comunicación. Lo que hemos visto hasta ahora no es más que el principio. Ya sé que hay gente por la comarca que ha empezado a hablar de organizar de nuevo patrullas nocturnas y milicias ciudadanas. Tendremos que esperar a ver si ocurre lo que pienso. Por ahora, lo mejor será que nos ocupemos Lisa y yo del contacto con la prensa. Si Ann-Britt puede asistir también a nuestras conferencias de prensa, yo lo agradecería.

A las diez y diez se levantó la sesión. Wallander se quedó un rato hablando con Lisa Holgersson. Decidieron convocar una conferencia de prensa a las seis y media de la tarde. Luego, Wallander salió al pasillo para hablar con Per keson. Pero ya se había ido. Wallander volvió a su despacho y marcó el número que estaba en el papel que le había dado Martinsson. Al mismo tiempo se acordó de que aún no le había dejado a Svedberg sus notas. En ese momento le contestaron. Era Olof Hanzell. Tenía una voz agradable. Wallander se presentó y preguntó si podía ir a visitarle durante la mañana. El capitán Hanzell le dijo que bienvenido y le explicó cómo debía conducir para llegar hasta su casa. Cuando Wallander salió de la comisaría, había vuelto a despejar. Hacía viento, pero el sol se asomaba entre las nubes. Se acordó de que tenía que poner un jersey de abrigo en el coche para los días más fríos que se avecinaban. A pesar de que tenía prisa por llegar a Nybrostrand se paró ante el escaparate de una agencia inmobiliaria en el centro de la ciudad. Estudió las diferentes casas que estaban en venta. Por lo menos una de las casas podía interesarle. Si hubiera tenido más tiempo habría entrado a pedir una copia de los datos de la casa. Memorizó el número de venta y volvió al coche. Se preguntó si Linda habría vuelto ya a Estocolmo o si todavía estaría esperando en el aeropuerto.

Luego se dirigió hacia el este, camino de Nybrostrand. Dejó atrás la salida izquierda que llevaba al campo de golf y torció, al cabo de un rato, a la derecha y empezó a buscar la calle Skrakvägen, donde vivía Olof Hanzell. Todas las calles de la zona tenían nombres de pájaros. Se preguntó si aquello sería una casualidad o si tendría algún significado. Él estaba buscando a una persona que había matado a un observador de pájaros. En aquella calle vivía alguien que, a lo mejor, podía ayudarle a encontrar al que buscaba.

Después de equivocarse varias veces llegó a la dirección correcta. Aparcó el coche y atravesó la verja de un chalet que no tendría más de diez años. A pesar de ello producía, de alguna manera, una impresión de decadencia. Wallander pensó que era un tipo de casa en la que él nunca podría sentirse a gusto. Un hombre vestido con un chándal abrió la puerta exterior. Tenía el pelo gris muy corto, un pequeño bigote y parecía estar en buena forma física. Sonrió al tender la mano para saludar. Wallander se presentó.

—Mi mujer murió hace unos años —dijo Olof Hanzell—. Desde entonces vivo solo. Tal vez no esté la casa demasiado limpia. Pero, pasa, pasa.

Lo primero que saltó a la vista de Wallander fue un gran tambor africano que estaba en el vestíbulo. Olof Hanzell siguió su mirada.

—El año que pasé en el Congo fue el viaje de mi vida —dijo—. Luego ya no volví a salir. Los hijos eran pequeños, mi mujer no quería. Y llegó un día en que ya fue demasiado tarde.

Invitó a Wallander a pasar al cuarto de estar, donde había unas tazas de café en una mesa. También allí colgaban recuerdos africanos en las paredes. Wallander se sentó en un sofá y aceptó el café. En realidad tenía hambre y hubiera necesitado comer algo. Olof Hanzell sacó un plato con bizcochos.

—Los hago yo mismo —dijo señalando los bizcochos—. Es un buen entretenimiento para un viejo militar.

Wallander pensó que no tenía tiempo de hablar más que del asunto que le había llevado allí. Sacó del bolsillo la fotografía de los tres hombres y se la pasó por encima de la mesa.

—Quisiera empezar preguntándote si reconoces a alguno de esos tres hombres. Como orientación puedo decirte que la foto está tomada en el Congo en la misma época en la que el batallón sueco de Naciones Unidas se encontraba allí.

Olof Hanzell cogió la fotografía. Sin mirarla, se levantó y fue a buscar unas gafas. Wallander se acordó de la visita que tenía que hacer urgentemente al óptico. Hanzell fue con la foto hacia la ventana y la miró largo rato. Wallander escuchó el silencio que llenaba la casa. Esperaba. Hanzell volvió de la ventana. Sin decir nada, dejó la fotografía en la mesa y salió de la habitación. Wallander se comió otro bizcocho. Estaba a punto de ir a ver dónde se había metido Hanzell cuando vio que regresaba. En la mano traía un álbum de fotos. Se puso otra vez junto a la ventana y empezó a pasar hojas. Wallander siguió esperando. Finalmente Hanzell encontró lo que buscaba. Se acercó a la mesa y le tendió el álbum abierto a Wallander.

—Mira la foto de abajo, a la izquierda —dijo Hanzell—. Por desgracia, no es muy agradable. Pero creo que te va a interesar.

Wallander obedeció. Se sobresaltó por dentro. La foto mostraba a varios soldados muertos. Estaban en fila, con las caras ensangrentadas, los brazos perforados por disparos y los pechos destrozados. Los soldados eran negros. Detrás de ellos había otros dos hombres con fusiles en las manos. Ambos eran blancos. Estaban colocados como si se tratara de una foto de caza. Los soldados muertos eran la presa.

Wallander reconoció inmediatamente a uno de los hombres blancos. Era el que estaba a la izquierda en la fotografía que había encontrado metida en la tapa del diario de Harald Berggren. No cabía la menor duda. Era el mismo hombre.

—Me pareció reconocerle —dijo Hanzell—. Pero no estaba seguro del todo. Tardé un poco en encontrar el álbum que quería.

—¿Quién es? —preguntó Wallander—. ¿Terry O'Banion o Simon Marchand?

Notó que Olof Hanzell reaccionaba con sorpresa.

—Simon Marchand —contestó—. Tengo que reconocer que siento curiosidad por saber cómo puedes saberlo tú.

—Ya te lo explicaré. Pero cuéntame cómo te has hecho con esa foto.

Olof Hanzell se sentó.

—¿Qué sabes de lo que pasó en el Congo por aquella época? —preguntó.

—No mucho. Prácticamente, nada.

—Déjame entonces que te ponga en antecedentes —dijo Olof Hanzell—. Creo que es necesario para poder entender las cosas.

—Tómate el tiempo que necesites —dijo Wallander.

—Voy a empezar en 1953. Entonces, había cuatro estados africanos independientes que eran miembros de la ONU. Siete años más tarde, esa cifra había aumentado a veintiséis. Eso significa que todo el continente africano estaba en ebullición por entonces. La descolonización había entrado en su fase más dramática. Nuevos estados proclamaban su independencia en una marea constante. Muchas veces, los dolores de parto eran intensos. Pero no siempre tan violentos como en el caso del Congo Belga. En 1959, el gobierno belga elaboró un plan para que tuviera lugar la independencia. La fecha del traspaso de poderes se fijó para el 30 de junio de 1960. Cuanto más se acercaba el día, más grandes eran los disturbios en el país. Diferentes tribus tiraban en sentido contrario, los actos de violencia por razones políticas ocurrían todos los días. Pero la independencia llegó y un político experimentado que se llamaba Kasavubu fue presidente mientras que Lumumba fue primer ministro. Seguramente habrás oído hablar de Lumumba.

Wallander asintió con la cabeza, no muy seguro.

—Durante unos pocos días se pensó que, a pesar de todo, la transición de colonia a estado independiente sería pacífica. Pero al cabo de unas semanas la Force Publique, que era el ejército regular del país, se amotinó contra sus oficiales belgas. Tropas belgas de paracaidistas entraron para salvar a los oficiales. El país no tardó en caer en el caos. La situación se hizo incontrolable para Kasavubu y Lumumba. Al mismo tiempo, Katanga, la región situada más al sur del país y también la más rica a causa de todos sus yacimientos minerales, proclamó su escisión e independencia. El líder de Katanga se llamaba Moise Tshombe. En esa situación, Kasavubu y Lumumba pidieron ayuda a la ONU. Dag Hammarskjöld, que era en ese momento secretario general, puso en marcha una intervención de tropas de la ONU, de Suecia entre otros países, en muy poco tiempo. Nuestra función iba a ser exclusivamente policial. Los belgas que quedaban en el Congo apoyaban a Tshombe en Katanga. Con dinero de las grandes compañías mineras, contrataron también tropas mercenarias. Y es ahí donde entra esta fotografía.

Hanzell hizo una pausa y tomó un sorbo de café.

—Puede que sirva para dar una idea de lo compleja y grave que era la situación —dijo luego.

—Me doy cuenta de que tuvo que ser extraordinariamente confusa —contestó Wallander esperando con impaciencia la continuación.

—En las luchas de Katanga había varios centenares de soldados mercenarios involucrados —prosiguió Hanzell—. Eran de varios países. Francia, Bélgica, Argelia. Quince años después del final de la segunda guerra mundial había todavía muchos alemanes que nunca pudieron resignarse a que la guerra hubiera terminado como lo hizo. Se vengaron sobre africanos inocentes. Pero había también escandinavos. Algunos murieron y fueron enterrados en tumbas que ya nadie sabe dónde están. En una ocasión, se presentó un africano en el campamento sueco de la ONU. Llevaba papeles y fotografías de varios mercenarios muertos. Pero ninguno era sueco.

—¿Por qué fue entonces al campamento sueco?

—Los suecos teníamos fama de ser gente buena y generosa. Él iba con su caja y quería vender el contenido. Sabe Dios cómo lo había conseguido.

—¿Y lo compraste?

Hanzell asintió.

—Digamos mejor que hicimos un trueque. Me parece que pagué el equivalente de diez coronas por la caja. Tiré casi todo. Pero guardé algunas fotografías. Ésta es una de ellas.

Wallander decidió dar un paso más.

—Harald Berggren —dijo—. Uno de los hombres de mi fotografía es sueco y se llama así. Por exclusión tiene que ser, o bien el del centro, o el de la derecha. ¿Te dice algo el nombre?

Hanzell reflexionó. Luego movió la cabeza.

—No. Pero eso no tiene por qué significar nada.

—¿Por qué no?

—Muchos mercenarios se cambiaban de nombre. No sólo los suecos. Adoptaban un nombre nuevo durante el tiempo que duraba el contrato. Cuando todo terminaba, y si se conseguía salir con vida, se podía volver al nombre anterior.

Wallander reflexionó a su vez.

—Eso significa que Harald Berggren ha podido estar en el Congo bajo otro nombre, ¿no?

—Así es.

—Eso significa también que ha podido escribir el diario bajo su propio nombre. Que ha funcionado entonces como seudónimo.

—Así es.

—Y puede también significar que Harald Berggren ha podido morir bajo otro nombre.

—Así es.

Wallander miró a Hanzell inquisitivamente.

—Con otras palabras, eso significa que es casi imposible decir si está vivo o muerto. Puede estar muerto bajo un nombre y vivo bajo otro distinto.

—Los mercenarios son personas hurañas, lo que es fácil de comprender.

—Eso significa que es casi imposible encontrarle, a no ser que él mismo quiera.

Olof Hanzell asintió. Wallander contempló el plato de bizcochos.

—Sé que muchos de mis antiguos colegas eran de otra opinión —dijo Hanzell—. Pero para mí los mercenarios fueron siempre algo despreciable. Mataban por dinero aunque decían que luchaban por una ideología, por la libertad. Contra el comunismo. Pero la realidad era otra. Mataban indiscriminadamente. Obedecían las órdenes del que mejor pagaba en cada ocasión.

—Un mercenario debe de tener grandes dificultades para volver a la vida normal —dijo Wallander.

—Muchos no lo consiguieron. Se convirtieron en lo que podríamos llamar sombras en los márgenes más extremos de la sociedad. O se mataron bebiendo. Algunos seguramente ya estaban enfermos.

—¿Qué quieres decir?

La respuesta de Olof Hanzell fue rápida y convencida:

—Sádicos y psicópatas.

Wallander asintió. Había comprendido.

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